
Deportaciones masivas y supremacismo blanco
Las deportaciones masivas, la suspensión absoluta del derecho de asilo y refugio, la fractura del derecho nacional e internacional, se van a convertir en una constante. Europa ya dio pasos en esta dirección
EEUU mandó a El Salvador de Bukele un avión con 261 personas a bordo para ingresar en una cárcel de máxima seguridad. Ninguna de ellas ha sido juzgada y nadie sabe de qué delito se les acusa. Según la Casa Blanca, 137 fueron enviados bajo la Ley de Enemigos Extranjeros y 101 deportados bajo una ley migratoria común, es decir, por haber entrado sin documentos a Estados Unidos. No hablamos solo de pandilleros salvadoreños sino de lo que, a juicio de Trump, son miembros de la banda venezolana Tren de Aragua.
El valor de cada una de estas personas se estima en 20.000 dólares anuales. Bukele ganará cerca de seis millones de dólares al año solo con el primer envío de deportados, aunque mantener su sistema penitenciario le cuesta muchísimo más, cerca de 200 millones. Pero no importa. Lo que busca Bukele no son beneficios económicos sino el favor de la Administración estadounidense y, sobre todo, convalidar su terrible modelo carcelario. El CECOT es un Guantánamo centroamericano y El Salvador un “tercer país seguro”, como lo fue Turquía en su momento, en el modelo europeo. Human Rights Watch habla ya de un escenario de desapariciones forzadas
Durante años, EEUU ha deportado a miles de salvadoreños, incluyendo exmiembros de pandillas como MS-13 y Barrio 18, propiciando una crisis de violencia en El Salvador, y Bukele decidió asumir que cualquier persona retornada con antecedentes en EEUU debía ser encerrada en cárceles de alta seguridad y en condiciones inhumanas. Las detenciones son masivas y, en muchos casos, arbitrarias, sin órdenes judiciales y con procesos opacos. En las cárceles, el hacinamiento es total, no hay apenas atención médica y las restricciones en el acceso a los servicios básicos son extremas. En muchos casos, esas mismas cárceles se han convertido en nuevos centros de operación del crimen organizado. Ni hay transparencia, ni hay derechos. Control férreo de jueces y prácticas autoritarias, sin paliativos.
Trump invocó la Ley de Enemigos Extranjeros, una norma estadounidense en desuso desde la II Guerra Mundial, pensada para tiempos de guerra, que autoriza al presidente a expulsar a extranjeros de una potencia enemiga que intente perpetrar una invasión. Venezuela, es una potencia enemiga.
El juez Boasberg ordenó detener la operación y dispuso el regreso de los aviones que ya habían despegado, pero no volvieron. Según Trump, ya volaban aguas internacionales. En redes sociales, arremetió contra el juez federal: “Este juez lunático de la izquierda radical, un alborotador y agitador que fue tristemente nombrado por Barack Hussein Obama, no fue elegido presidente” […] “este juez, como muchos de los jueces corruptos ante los que me veo obligado a comparecer, debería ser DESTITUIDO. NO QUEREMOS CRIMINALES VICIOSOS, VIOLENTOS Y DEMENCIADOS, MUCHOS DE ELLOS ASESINOS DESQUICIADOS, EN NUESTRO PAÍS. ¡¡¡HAGAMOS QUE ESTADOS UNIDOS VUELVA A SER GRANDE!!!”.
El desacato de Trump podría llegar al Supremo, donde cree tenerlo todo atado y bien atado (aunque, curiosamente, el discreto presidente del Supremo, John Roberts, le ha acabado plantando cara). En su particular visión del sistema democrático, su victoria electoral le sitúa por encima de las leyes y de sus intérpretes. Su poder puede ser ilimitado. En palabras de la portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt: “El presidente fue elegido con un mandato abrumador para lanzar la mayor deportación en la historia de Estados Unidos, y eso es exactamente lo que está haciendo”. La democracia, la separación de poderes, la independencia del poder judicial y la defensa de los derechos fundamentales, se perciben ya como una pesada carga que ralentiza el “progreso”.
Las deportaciones masivas, la suspensión absoluta del derecho de asilo y refugio, la fractura del derecho nacional e internacional, se van a convertir en una constante. Europa ya dio pasos en esta dirección, primero con el Pacto migratorio, después, avalando la externalización de los campos de deportación de migrantes, en línea con Meloni. En la UE ya se apuesta por los procedimientos acelerados en frontera, con la posibilidad de aplicar la ficción de la no entrada, y se acepta que los Estados puedan elegir entre patrocinar repatriaciones o asumir reubicaciones. Es decir, se garantiza una solidaridad a la carta que permite canjear a seres humanos por dinero. Si se pagan 20.000 euros se puede rechazar una reubicación y contribuir con esa generosa aportación al blindaje de la Europa fortaleza. Esa es la cifra y esa es la marca de los tiempos. Europa no podrá frenar a Trump.
Se impone una xenofobia primitiva que insiste en la “amenaza” que la inmigración supone para la población autóctona, para el mantenimiento de las prestaciones sociales y el empleo, y para la pervivencia de la “especificidad cultural” propia. Nadie menciona los beneficios contrastados de la inmigración cuando, por ejemplo, en España los inmigrantes contribuyeron a la mitad del crecimiento económico en 2023. Se ha popularizado una grotesca combinación de esa xenofobia primitiva con el racismo cultural y el racismo del bienestar que pasa, por supuesto, por el fortalecimiento del peor nacionalismo, de un “nosotros” excluyente, cada vez más reduccionista, empobrecido y ralo. El uso que se ha venido haciendo del expediente de la ciudadanía ha dejado huérfanos a inmigrantes y refugiados; sin lugar en un mundo en el que los no ciudadanos, como diría Hannah Arendt, no tienen derecho a tener derechos. Y esta manera de concebir la distinción entre ciudadanos y extranjeros es la que ha dado cobertura a la renovada retórica de la “seguridad”. “Los otros”, “los ellos”, “los que no son de ninguna parte” perfilan nuestra identidad nacional y permiten que nuestras responsabilidades se calibren únicamente en función de nuestras fronteras. Desde ahí se construye el derecho a la defensa.
En el futuro más inmediato, la política exterior estará marcada por la lógica belicista y será esa misma lógica la que se aplique a los enemigos interiores. En EEUU, las deportaciones son selectivas y castigan a los gobiernos latinoamericanos de izquierdas: México, Brasil, Colombia o Venezuela. No es casualidad. La idea es que el supremacismo blanco acabe por definir estructuralmente a la comunidad de origen y a la de destino. Lo que somos y lo que queremos ser.
En 2004, en su libro ‘Who Are We?: The Challenges to America’s National Identity’, el politólogo estadounidense Samuel Huntington señalaba específicamente a los latinos (sobre todo mexicanos) como el enemigo interior cuya odiosa existencia, paradójicamente, daba sentido a la del pueblo americano. Ya entonces proponía desmantelar la educación bilingüe, las políticas de igualdad y las acciones afirmativas porque, según sus estudios, los latinos no podían asimilarse y eran peligrosos, por definición: viven en conglomerados homogéneos, son ilegales y se mueven, fundamentalmente, por resentimiento. Huntington los identificaba con “la falta de ambición” y la “aceptación de la pobreza” y consideraba que esos eran valores incompatibles con los ideales anglo-protestantes que representaba EEUU. El sueño americano solo podía soñarse en inglés.
El racismo, el supremacismo blanco, el nacionalismo étnico, incluso la eugenesia, laten con toda ferocidad en este nuevo-viejo ciclo histórico.