
Hay que dinamitar el Valle de los Caídos
Los falangistas que decoraron mi despacho con pegatinas que dicen “Dios con nosotros” creen sinceramente que el todopoderoso existe y es franquista. Por eso les duele que alguien proponga acabar con el mayor monumento al dictador
“El Valle no se toca”: estudiantes falangistas amenazan en la Universidad de Sevilla al profesor Joaquín Urías
No tengo muy claro cuál sería la mejor solución para el Valle de los Caídos. Es un problema tan complejo que no tengo formada una opinión contundente al respecto. El valle se construyó, con trabajo forzado, como homenaje a la barbarie, el fascismo y la dictadura. Sin embargo, ya está ahí y también nos enseña sobre nuestro pasado. Así que prefiero confiar en las opiniones y sugerencias de los expertos e historiadores sobre cómo debemos gestionarlo ahora.
Lo que sí tengo claro es que en esto, como en cualquier cuestión, es imprescindible poder tener un debate social en libertad. Y tengo claro que nadie debe ser perseguido por expresar una opinión u otra sobre qué hacer con el Valle de los Caídos. Aun así, en España, en los tiempos trumpistas que vivimos, ya hay al menos dos personas encausadas judicialmente por opinar sobre el tema. Al auge del autoritarismo se le suman los efectos de la escasa calidad de muchos de nuestros jueces, incapaces de resistirse a abusar de su posición como poder del Estado para imponer su propia ideología. Así que he decidido que mientras haya en nuestro país personas perseguidas por decirlo, por militancia democrática, también yo voy a decir públicamente que hay que dinamitar el Valle de los Caídos. En este momento el debate no es ya sobre el monumento fascista en cuestión; es ahora un debate sobre la libertad de expresión.
Frente a esto hay quien dice que “el valle no se toca”. Algunos de ellos se han encargado de dejarme claro estos días –incluso en las paredes de mi despacho en la universidad– que son nostálgicos del fascismo y que añoran la brutal represión y el asesinato en frío de decenas de miles de españoles por pensar diferente. Me parece importante que incluso estos tipos puedan expresar su opinión y personalmente no me supone ningún coste discutir con ellos sobre el tema. Sin amenazas ni intimidaciones.
En la concepción radical de la libertad de expresión, todos debemos poder expresarnos libremente. El hecho de que una opinión resulte molesta no es motivo para prohibirla. No me gusta oír a nadie ensalzando el genocidio y creo que es un discurso peligroso, pero prefiero combatirlo con palabras antes que prohibirlo. A cambio, espero que si alguien le molesta mi opinión dinamitera, actúe igual. Los falangistas que decoraron mi despacho con pegatinas que dicen “Dios con nosotros” creen sinceramente que el todopoderoso existe y es franquista. Por eso les duele que alguien proponga acabar con el mayor monumento al dictador. Les duele tanto que lo consideran como una blasfemia o un insulto a ese Dios suyo ultraderechista. Tienen que saber que eso, sin embargo, no los legitima para intimidar ni amenazar a nadie.
La expresión de ideas no tiene límites. Los actos sí los tienen. Cuando se castiga a quien con una pintada anticlerical daña un muro de valor histórico no se lo está persiguiendo por sus ideas, sino por sus actos. Igualmente, quien insulta o amenaza no está lanzando una idea al espacio público para su debate colectivo, sino actuando sobre una persona para doblegar su voluntad o humillarla. Y con la misma fuerza con la que defiendo la libertad de expresión defiendo también la libertad y la dignidad de todos y de todas. Así, la cuestión de la libertad de expresión se convierte en la cuestión sobre los derechos en general. Y en ese terreno la sociedad está sufriendo un peligroso retroceso que se manifiesta con especial intensidad en el seno de la Universidad.
La Universidad ha sido siempre un espacio politizado y radicalizado. Es una etapa vital de aprendizaje humano que va más allá de las clases y tal intensidad y riqueza resulta incluso beneficiosa. El problema actual no es, pues, el radicalismo sino la pérdida de los consensos mínimos que definen el marco en el que nos movemos, determinado por los derechos humanos fundamentales: en los últimos años, el auge de ideologías extremistas está extendiendo por la sociedad la idea de que los conflictos no se resuelven con el diálogo o la ley, sino con la violencia y la intimidación.
Soy profesor de derecho constitucional y cada vez es más frecuente encontrarme con estudiantes que defienden que si la policía cree que alguien es un delincuente es legítimo que lo mate directamente. Sin juicio y sin proporcionalidad. Muchos de estos estudiantes –hombres en su mayoría—van a ser en el futuro jueces o abogados, pero creen firmemente que se debe prohibir la religión musulmana. O que es lícito discriminar a los homosexuales.
O que una forma de dialogar es darle una paliza a quien no piense como ellos.
Sería un error plantear esto como un conflicto entre izquierda y derecha. Hay que huir de cualquier versión maniquea en la que parezca que solo las personas de izquierda respetan los derechos humanos, porque es un disparate. Los derechos y la democracia son de todos. Constituyen el marco dentro del cual cada uno puede empujar para que la sociedad vaya en la dirección que le parece más apropiada. La democracia no es un resultado sino un método.
Quienes creemos en una sociedad libre, donde quepa todo el mundo y de la que esté desterrada la violencia somos la inmensa mayoría. Gente de todas las ideologías, que discutimos y nos enfrentamos incluso con acritud y exageración, pero siempre en el terreno de la lucha de ideas. A la hora de la verdad, cuando está en juego vivir en un mundo decente, progresistas y conservadores coincidimos y, felizmente, nos respaldamos mutuamente frente a los intolerantes. Por eso no podemos permitir que una minoría agresiva e irrespetuosa se adueñe de los campus universitarios ni del futuro de nuestra juventud.
Las redes sociales han hecho mucho daño. Está llegando ahora a las aulas universitarias una generación que ha socializado en un mundillo en el que el anonimato propicia el insulto, la amenaza y el desprecio a la argumentación científica. Y ahora parece que intentan llevar esas mismas dinámicas a la vida real. Cada vez más compañeros, y sobre todo compañeras, se enfrentan en clase a actitudes desafiantes de estudiantes que se niegan a argumentar, que rechazan la evidencia técnica y se empeñan en sus ideas preconcebidas. Sentimientos frente a argumentación y arrogancia frente a aprendizaje.
Es responsabilidad colectiva frenar esta dinámica antes de que vaya a peor. El problema no es que un grupúsculo fascista (creo que puedo usar con propiedad esa palabra cuando me refiero a la Falange Española) intente intimidar a un profesor. El problema es la generalización de actitudes antidemocráticas que niegan la dignidad misma de la persona. Y eso es algo que no podemos frenar exclusivamente quienes nos dedicamos a la enseñanza, sino una tarea colectiva. En ese sentido, seguramente sea más útil y más pedagógico señalar las conductas peligrosas, y hacerles notar un extenso reproche social, que castigarlas o perseguirlas. Creo que vamos por buen camino cuando la Universidad y la sociedad civil reaccionan sin dudar ante intimidaciones que en sí mismas no son graves, pero que denotan una situación preocupante.
Por mi parte, creo que me toca reiterar mi postura. Mientras más gente se crea con derecho a impedir que se siga diciendo en público que hay que dinamitar el Valle de los Caídos, más fuerte voy a decirlo yo. Eso sí, estaré encantado de discutir, en libertad y sin presiones, con quien frente a mí diga que el Valle no se toca. Porque así, discutiendo, se construye la democracia.