Callos para desayunar, domingueros y porrón: la tradición del ‘esmorzar de forquilla’ vive una segunda juventud

Callos para desayunar, domingueros y porrón: la tradición del ‘esmorzar de forquilla’ vive una segunda juventud

El periodista Albert Molins, autor de un libro sobre esta tradición, rompe el ayuno en el bar Iberia de Barcelona durante una entrevista sobre los orígenes y retos de la cocina catalana

Tabernas y tascas de toda la vida, frente a la dictadura del ‘brunch’: “Seguir aquí es una resistencia”

Es jueves y no son ni las nueve de la mañana, pero el bar Iberia, en la Zona Franca de Barcelona, tiene casi todas sus mesas ocupadas. Los comensales oscilan entre los que lucen un chaleco reflectante y apuran sus platos antes de entrar a trabajar y los jubilados que mueven las fauces parsimoniosamente, sin prisa. El masculino usado para describirlos no es genérico: apenas hay dos mujeres. Este ambiente es bastante característico de locales como el Iberia, en el que si pides un croissant o cometes la imprudencia de solicitar una avocado toast para desayunar, te echarán a calle.

En el Iberia no hay carta, sino que los platos del día los canta Francis, camarero y gerente del bar junto a su hermano Longis -diminutivo de Longinus, “sí, sí: el de la lanza de Cristo”. Entre las opciones de hoy hay callos con capipota, calamares rellenos de butifarra y trompetas, rabo de toro, morro de bacalao con samfaina y habitas de Santa Pau, costillas de cordero, butifarra con seques… De nuevo: son las 9 de la mañana de un día laboral, pero eso no impide que la cocina del Iberia esté en pleno trajín y de sus entrañas no paren de salir platos estofados.

La elección finalmente son los callos, la butifarra con habas y los calamares rellenos. Los ha escogido el periodista Albert Molins, que espera en una de las mesas ataviadas con manteles a cuadros, botellas de sifón y porrones de vino. Es un gran apasionado de la cocina, aunque insiste en que no se le defina como periodista gastronómico, ya que no va a eventos, ni hace crítica de restaurantes. A él le interesa la parte cultural, histórica y social de la cocina. La que hace que la gente se junte para disfrutar. Y si hay algo que en Catalunya represente la comunión a través de un buen guiso son los esmorzars de forquilla.

Literalmente se traducen como desayunos de tenedor y originalmente estaban pensados como un desayuno tardío -entre las 9 y las 11- para trabajadores del campo que empezaban el día con a penas un mendrugo de pan y, a media mañana, se calzaban un buen plato para aguantar el resto de la jornada.

Este origen rural y antiguo contrasta con la imagen gastronómica que Catalunya se ha construido en las últimas décadas y, por eso, Molins pensaba que eso de desayunar fuerte estaba pasado de moda -dejando los brunch aparte. Pero tuvo que cambiar de idea poco después de la pandemia, cuando quiso poner en marcha una iniciativa para ayudar a la restauración catalana y creó una cuenta de X en la que recomendaba lugares donde honrar esta tradición. Tuvo tanto éxito que, pronto, se convirtió en una aplicación con casi 50.000 usuarios y más de 2.500 restaurantes. Y ahora ha tomado la forma de un libro.

Esmorzars de forquilla (Cossetània, 2025) es un tratado que repasa la historia de esta costumbre, analizando el porqué, el cuándo, el quién y el cómo. Pero, sobre todo, el qué. Este contundente desayuno es muy típico de la cultura catalana, pero Molins sostiene que lo propio, en sí, es el recetario. “En Castilla-La Mancha también puedes desayunar pies de cerdo. En Alemania tienen una palabra impronunciable [gabelfrühstück; literalmente: segundo desayuno] y hasta en Tailandia lo hacen. Es que todo el mundo desayuna”, reivindica.

En Catalunya, entonces, ¿qué es un esmorzar de forquilla? Esta es una pregunta compleja, porque no sirve cualquier cosa que se coma con tenedor. ¿Unos riñones al vino? Sí. ¿Un arroz? No. La clave, para Molins, es mirar, obviamente, al producto de proximidad, pero sólo en aquellas recetas “populares y económicas”. Por eso, según el periodista, es tan típico encontrar casquería. “Es lo que los expertos llaman nutricionalmente denso. Es decir, que tiene un aporte elevadísimo, lo que lo hacía ideal para los trabajadores físicos. Y, además, permitía aprovecharlo todo del animal”.

No hay prisa. El desayuno es un acto social, no es comer rápido e irte. Es gozar, una fiesta y territorio para la libertad

Mientras Molins va repasando el amplio recetario -que incluye también en su libro- y va de la oreja de cerdo al bacalao, pasando por caracoles o habitas, llega la ración callos. Son las 9:30 de la mañana y rompemos el ayuno con una primera cucharada humeante de este guiso que no solo contiene el estómago del cerdo, sino también capipota, que no es otra cosa que cabeza (cap) y pata (pota) de ternera.

Se nota que es de esos guisos que se han dejado haciendo chup-chup unas cuantas horas para después reposar durante, al menos, toda una noche. Ahora es Longis quien nos atiende y mira orgulloso a los comensales. “¿Qué, eh?”, pregunta. No se mueve hasta que no recibe como respuesta alguna onomatopeya adulatoria que, por otra parte, es bien merecida.

Catalunya, icono internacional de la gastronomía

En el plato de los callos no queda ni un mínimo rastro, después de que todos los comensales hayan rebañado con pan la salsa. Justo a tiempo para los calamares, una absoluta sorpresa y plato estrella de la casa. Estos llegan pasadas las 10 de la mañana. “No hay prisa. El desayuno es un acto social, no es comer rápido e irte. Es gozar, una fiesta y territorio para la libertad”, declama Molins.

Esa afirmación es cierta para casi todos los clientes del Iberia. Si bien los obreros han ido desfilando a sus puestos de trabajo, los jubilados siguen ahí, masticando impertérritos. Molins ha identificado tres tipos de desayunadores: “los glotones como yo”, los retirados y los domingueros que realizan alguna actividad física para ganarse el atracón.

En el Iberia confluyen los tres y se le suma un cuarto tipo: los trabajadores. A primera hora vienen los obreros y a media mañana los sustituyen oficinistas que cambian el clásico bocadillo por alguna tapa con sustancia. “Aquí siempre tenemos gente”. Ahora es Francis quien habla. O casi seguro, porque él y su hermano son gemelos y sólo les diferencia el pelo, que únicamente uno de los dos conserva.

Ambos decidieron hacerse cargo del Iberia hace más de una década, después de pasar muchas horas en él durante toda su infancia en la Zona Franca de Barcelona. Es un barrio industrial, lleno de naves y flanqueado, por un lado, por Mercabarna y, por el otro, por el Puerto. “Aquí se nos juntan, a veces, hasta treinta estibadores”, asegura el gerente, orgulloso de que sus platos alimenten a esos “morlacos”.


Fracis a punto de servir tres platos de calamares rellenos desde la cocina del Iberia

“Aunque verán para ponerse a trabajar después”, replica uno de los presentes. “Pero que eso es un mito, un estigma. Es una reminiscencia de la Iglesia, que advertía del pecado de la gula y de lo inapropiado de comer más de dos veces al día. De hecho, antes sólo desayunaban los niños y los enfermos”, responde Molins.

Este periodista reconoce que los tres platos de hoy -que se reparten salomónicamente- son una excepción, y que el esmorzar de forquilla se compone de un solo plato que, de facto, tiene muy pocas diferencias calóricas con un desayuno inglés, o los huevos con bacon. “Y eso bien que lo tienen en todos los hoteles y nos lo comemos sin extrañarnos. ¿Por qué eso sí y un fricandó no?”.

Molins se responde a sí mismo: “En Catalunya, a menudo nos caracterizamos por el autoodio. Y nuestra cocina tradicional no es una excepción. La escondemos en las casas y en los ámbitos rurales”. No son pocos los que tienen problemas cuando alguien de fuera les pregunta por un plato típico y muchos recurren al socorrido pa amb tomàquet como icono de la gastronomía. Este periodista sitúa el origen de esta situación en 1888, concretamente en la Exposición Universal.

Una de las consecuencias de la revolución urbanística previa al evento fue la pérdida de las llamadas fondes de sisos, unas fondas en las que se cenaba y dormía por seis reales. Eran “tugurios absolutamente primitivos”, según Molins, donde daban de comer según lo que reza el recetario catalán. Pero la burguesía que planificó la reforma de Barcelona tenía otra cosa en mente: “Siempre hemos sido un pueblo de mirar hacia afuera”. Más concretamente, hacia el norte.

Las avenidas y paseos de nueva construcción se llenaron de cocinas francesas como el Grand Restaurant o la Maison Dorée. De hecho, el término restaurante se usó por primera vez en Barcelona por aquella época para denominar a lo que antes se conocía como fondas o tabernas. Aquello se repitió en 1992, con las Olimpiadas, y en 2006, con el Fòrum de las Culturas, durante el cual la ciudad se llenó de restaurantes de comida internacional como nunca antes. “De repente, es más fácil comer sushi que una escudella”, lamenta Molins.

El periodista afea que Catalunya escondiera y renegara de su gastronomía: “Los guisos y la casquería parecían no dar el nivel”. Pero la cosa cambió con la llegada de un hombre: Ferran Adrià. Él, que se convertiría en el mejor cocinero del mundo, pondría los fogones catalanes en el mapa. Y no con cualquier tipo de recetas; con “la creatividad”, un término que saca un poco de sus casillas a Albert Molins.

Aunque reconoce que comer en el Bulli “fue una experiencia alucinante”, lamenta que para poner en valor algo cocinado en Catalunya tenga que ser “espectacularmente innovador, mientras que la cocina francesa que tanto admiramos no deja de ser el perfeccionamiento de sus retas tradicionales”.

Después de Adrià vinieron muchísimos otros como los hermanos Roca, Jordi Artal o Fran López. Todos ellos cocineros que han elevado la cocina catalana hasta convertirse en una de las más reconocidas del mundo. “Bueno, cocina hecha en Catalunya”, corrige Molins, quien afea que, si bien al principio estos experimentos culinarios tenían vínculos con el Mediterráneo, ahora “podrían hacerse en cualquier lugar”.

Sea como sea, el apogeo de Catalunya ha llegado hasta tal punto que este 2025 ostenta el título de región gastronómica de la UNESCO. Molins teme que esto sirva para acrecentar este “complejo” y que se destaquen las innovaciones culinarias, a la vez que se esconden las características únicas de la región.

Cocinar es un acto político y revolucionario. Quizás el último que nos queda a los ciudadanos de a pie

A pesar de la reavivada de tradiciones como los esmorzars de forquilla, Molins no es optimista. Sabe que, a pesar de que muchos jóvenes estén interesándose por la gastronomía tradicional, “la cocina, como la lengua, se maman en casa”. Y el capitalismo cada vez deja menos tiempo para cocinar, sobre todo esos platos que requieren mimo y preparación horas antes de la ingesta. “Si en tu casa no te han dado jamás una esqueixada, no la irás a buscar fuera”, asegura.

Molins reivindica que para salvar la cocina tradicional no basta solo con consumirla en restaurantes; hay que recuperar el arte de guisar esas recetas que se custodian como oro en paño y que se pasan de generación en generación. Por eso, este periodista considera que “cocinar es un acto político y revolucionario. Quizás el último que nos queda a los ciudadanos de a pie”.

Se trata de tomar una serie de decisiones que “marcan el mundo que vendrá”. Desde los ingredientes hasta dónde se compran, si en un supermercado o en una tienda de barrio o un productor local. “Y tampoco es lo mismo cocinar que confiar tu alimentación a la gran industria. Si cocinas, la decisión es tuya, pero dejar ese poder en manos de las grandes corporaciones modela un mundo que no nos interesa”, sentencia Molins, ya apurando el culo del vaso de vino.

En la mesa descansan los tres platos, ya vacíos, y un mantel lleno de mendrugos de pan que constatan que el menú ha gustado hasta rebañar. Francis y Longis se congratulan viendo cómo los comensales frotan sus barrigas satisfechas y comentan la pereza que da empezar la jornada laboral. “Pero ¿a que hoy irás a trabajar más contenta?”, pregunta Molins. “Pues eso es la cocina, pura felicidad un jueves tonto por la mañana”. Y la verdad es que razón no le falta.