De Miami a Asturias en busca de un hogar con un objetivo: rendir homenaje a su pasado indiano

De Miami a Asturias en busca de un hogar con un objetivo: rendir homenaje a su pasado indiano

De abuelos y bisabuelos gallegos y asturianos, necesitaban encontrar un hueco en su vida, una razón de ser. De inmediato se pusieron a buscar casa en el norte de España, querían reconocer el esfuerzo realizado por sus antepasados

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Cuando llegaron a Boal por primera vez, Sofía Rodríguez y Francisco Javier Pérez (Frank), se enamoraron de dos cosas, el sonido de las campanas de la iglesia y el de los campines de las vacas. Justo esos sonidos que a muchos de los que vienen a instalarse a vivir en los pueblos les molestan, a ellos les enamoraron aún más y les hicieron más regia la idea que apareció de repente frente a una pantalla de ordenador en Miami, en plena pandemia, mientras que Sofía teletrabaja como abogada. Allí, sentada, mirando aquella ciudad llena de gente en la que tanto echaban de menos el calor humano, se hizo por primera una pregunta en voz alta, ¿y nosotros qué hacemos aquí?

Ambos nacieron en Miami, pero sus abuelos y bisabuelos son gallegos y asturianos, y esas raíces, ese vínculo, es para ellos un sentimiento que necesitaba encontrar un hueco en su vida; una razón de ser. Casi de inmediato se pusieron a buscar una casa en el norte de España, una zona que ya conocían bien y que siempre que visitaban les tiraba, como una mano que te agarra fuerte para que no te vayas, para que te quedes. “Necesitábamos otro plan de vida, no queremos borrar nuestro pasado, sino ser conscientes del valor de nuestros antepasados, de los esfuerzos que ellos hicieron para que nosotros hoy estemos aquí”, explican.

Y lo explican desde su casa, Quinta Modesta, en Boal, una casa indiana, construida con el dinero de sus propietarios que también fueron emigrantes y que tampoco renegaron jamás de sus orígenes, por eso en su pueblo, aquellos emigrantes levantaron una de las casas más bonitas de la villa.

Pasaron unos meses desde que Sofia y Frank, ingeniero informático, tomaron ese vuelo Miami-Asturias para dar con una casa en la que sentirse en casa. “Buscando en las páginas de inmobiliarias la vimos, vimos las fotos y dijimos; espera un segundo. Nos enviaron un vídeo con los jardines, los interiores, donde se mantenía viva la historia de quiénes las habían construido y nos enamoramos del lugar”. Pero de repente la casa desapareció de internet, y las ilusiones quedaron mudas como las campanas de la iglesia de Boal, que ya no suenan por las noches debido a las quejas de quienes vienen a visitar el pueblo y alegan que no les dejan dormir.

Había casas más modernas, que no necesitaban reparaciones, pero no tenían la historia de Quinta Modesta. Sus constructores habían sido, al igual que sus familias, emigrantes a Cuba y en aquel rincón ellos encontraron ese refugio emocional que hace que una casa se convierta en hogar. Por eso cuando pasados unos meses la propiedad volvió a aparecer en internet concertaron una cita para ir a visitarla.


Sofía y Frank, con Quinta Modesta al fondo

“No sabríamos decirte si creemos en las energías o en el destino, pero la casa estaba allí de nuevo, como esperándonos, como llamándonos otra vez. Llegamos a Boal a visitarla, dimos un paseo por el pueblo, y desde la estatua de homenaje a los emigrantes, a los lejos se podía ver Villa Modesta. Sentimos que esas personas convertidas en símbolo del pueblo bien podrían ser nuestros abuelos y qué casualidad que justo detrás de ellas, entre sus caras, aparecía en el horizonte esta casa”, relatan emocionados.

La plaza del emigrante de Boal fue el lugar en el que consolidaron su sueño, y lo hicieron en una tarde solitaria, en la que nadie paseaba por el pueblo, como si Boal les estuviese dando el silencio necesario para tomar una decisión de semejante envergadura: encontrar el sitio de su vida.

Sentimos empatía por todas las personas que emigran porque nosotros somos fruto de esa emigración, y sí, es cierto que las fronteras existen, pero no deja de ser un concepto subjetivo

“Boal está lleno de pequeños detalles que nos llevan al lugar de donde uno partió; el lavadero, las escuelas, la propia plaza del emigrante… aquí hay una historia viva”, explica Frank, y vuelven a agarrarse de la mano y a lanzarse esa mirada cómplice de quienes han decidido ya hace mucho que su vida será siempre juntos. “Es triste escuchar lo que pasa en el mundo, entendemos que la emigración debe de ser controlada, pero tiene que haber puertas abiertas. Sentimos empatía por todas las personas que emigran porque nosotros somos fruto de esa emigración, y sí, es cierto que las fronteras existen, pero no deja de ser un concepto subjetivo”, añade Frank.

Fue a principios del año pasado cuando visitaron la casa por primera vez y solo hizo falta que se viesen una vez. En unos días, ya habían hablado más con sus nuevos vecinos de Boal de lo que lo hicieron durante años en Miami. “En el pueblo todo es diferente, recuerdo que el primer día que fui a comprar unos materiales que necesitaba en la ferretería me dijeron que no me preocupase, que ya los pagaría y que me hacían una nota. Eso en Miami es imposible, no pasas del saludo con el vecino, del hola…”, explica la pareja.

Frank y Sofía quieren establecerse en Boal, ser vecinos, integrarse con la gente, tomar un café, quieren participar de las actividades del colegio, les encantaría poder charlar en inglés con los jóvenes, formar parte de las asociaciones y colectivos que dan vida al pueblo, y todo les parece bien y nada les molesta.

“Estamos deseando formar parte”, apostillan. Presienten que el pueblo es un lugar en el que emprender, no solo una vida en pareja, sino también un sitio que puede abrirse al mundo para encandilarles con su historia indiana, al igual que les ocurrió a ellos.

De momento, trabajan rehabilitando con cariño su casa, manteniendo la esencia de quienes la levantaron un día. Han dejado colgadas las fotos de quienes la construyeron, y las cenefas pintadas a mano en cada pared, en el salón se mantienen las mesas de madera, los sofás de terciopelo en azul aguamarina, las vajillas de cerámica con ribetes de colores y hasta la jaula en oro donde se presupone que alguna vez, algún antepasado pudo tener un pájaro. Quién sabe, quizás un loro.

En ese realismo mágico cargado de sones de Cuba y de aires de la vida emigrante han entrado para quedarse Sofía y Frank, y lo han hecho como un suspiro, intentando mantener viva la historia de Quinta Modesta y la suya propia. Dicen que las ventanas, la luz que entra por ellas, que les despierta por la mañana sin necesidad de despertador es uno de esos lujos que no se pagan con ningún dinero y que es justo lo que les faltaba en Miami.

Frank, que además de ingeniero es productor musical, tiene la idea en su cabeza de crear su estudio en la planta alta de Quinta Modesta. “Esta paz es inspiradora para cualquier persona creativa”, dice él, mientras Sofía piensa en recuperar su afición por la fotografía, porque su inspiración también ha vuelto a despertarse de nuevo.

Soñaban los indianos con regresar a sus pueblos y hacer mejor la vida de quienes se habían quedado a vivir en ellos; soñaban Sofía y Frank con encontrar el sitio en el que la vida tuviera un sentido más allá de vivirla sin más, y lo han logrado… y de repente suenan las campanas. Son las doce y media de un domingo de marzo y en Quinta Modesta ha vuelto la vida…