Yo he leído ‘El odio’

Yo he leído ‘El odio’

Esto es lo que ni el autor ni la editorial comprendieron en toda su profundidad: que la violencia vicaria es la violencia que nunca cesa, que está ahí para siempre y que no se puede facilitar al maltratador maneras de perpetuarla sin prevenir a la víctima

Yo he leído El odio, el libro de Luisgé Martín sobre José Bretón. Recibí una copia promocional antes de que Anagrama paralizase su venta en respuesta al rechazo que ha producido su publicación. Lo he leído para ver si era el libro satánico que se dice que es, el libro firmado por el asesino como se ha llegado a decir, el libro a su mayor gloria y beneficio, un libro odioso, pero lo que he encontrado es una interesante indagación en la banalidad del mal, el retrato de un cobarde que convirtió su impotencia en el acto más atroz y una obra literaria que confronta a Bretón con sus crímenes y no le deja escabullir el bulto cuando intenta hacernos creer que mató a sus hijos para protegerlos de la familia de su mujer y no para hacerle daño a ella. Lo que no he encontrado, y he echado en falta, es que confronte el relato del criminal con quienes le conocieron, y sobre todo, con quien más cerca estuvo de él: Ruth Ortiz.

Esa decisión de omitirla es lo que ha llevado a defenestrar la obra. Me da la impresión de que ahí es Luisgé Martín el que escurre el bulto. Confiesa que no quiere remover sus recuerdos, pero es evidente que esos recuerdos se van a remover en cuanto el libro salga a la luz. El error es no haberla, al menos, avisado. Esa mujer no debería haberse enterado por la prensa. Entiendo que temas su rechazo, pero tienes que enfrentarte a ello y dejar que ella lo enfrente. Ya hubo una entrevista a Bretón en El Mundo por la que ella no reclamó y un documental para el que se prestó a hablar. Ella tiene derecho a saber. Debes darle la oportunidad de protegerse y proteger la memoria de sus hijos. Puedes después no incluir su testimonio en tu novela, pero no puedes excluirla de su propia historia, más aún cuando su historia es una condena a muerte en vida. De ahí viene la reacción social.

Si para algo ha servido el agrio debate en torno al libro es para ayudar a entender aún mejor y aún a más gente lo que significa la “violencia vicaria”. Si hay algo positivo en todo este dolor removido ha sido ver cómo la sociedad española está profundamente concienciada en torno a esta forma de violencia de género, pese a todos los discursos que niegan la violencia machista. Conocimos su significado, de hecho, gracias al horror de este caso. Cuando ocurrió el crimen, no sabíamos ni cómo llamar a este acto de crueldad inimaginable: matar a los hijos y dejar viva a la madre para condenarla a la pena perpetua. Catorce años después, la sociedad ha saltado como un resorte para defender a Ruth Ortiz porque entiende que el libro podría ser una forma retorcida que ha encontrado el torturador de seguir torturando.

De eso tendría que haberse dado cuenta el escritor cuando Bretón le contestó que estaba “entusiasmado” con su proyecto. En el libro, apunta hasta cuatro razones posibles de ese entusiasmo, desde el narcisismo a los posibles beneficios penitenciarios, pero de nuevo escurre el bulto y obvia el más obvio: volver a hacer daño. Esto es lo que la Ley del consentimiento intenta evitar, la repetición de la agresión a la víctima, por lo que el libro podría violar sus derechos, además de la intimidad de los menores. Y esto es lo que ni el autor ni la editorial comprendieron en toda su profundidad: que la violencia vicaria es la violencia que nunca cesa, que está ahí para siempre y que no se puede facilitar al maltratador maneras de perpetuarla sin prevenir a la víctima.

De haberlo entendido, creo que Luisgé Martín habría llegado a la conclusión de que la mejor manera de protegerla de revivir el dolor no era evitar preguntarle sino darle la oportunidad de contestar. De haberlo entendido, estoy seguro de que se hubieran tomado todas las cautelas y nos hubiéramos ahorrado las medidas cautelares. De haberlo entendido, es posible que hoy no tuviéramos que lamentar el malestar de la víctima, la demonización de una gran editorial y de un buen autor, y la retirada de un libro que no es muy diferente de las crónicas de asesinatos que consumimos a diario. La única diferencia es que ahí los asesinos no usaban la obra para seguir matando.