
¿Mala política buena?
Con Trump surge la duda de si estamos ante una «mala política buena» o ante un caso inaudito y colosal de «mala política mala». En ambos casos, la respuesta ineludible no puede ser otra que la lucha a ultranza para no quedar a merced de los payasos enloquecidos
‘El bueno, el feo y el malo’, la película de Sergio Leone que Wikipedia considera “una de las máximas cumbres del spaghetti western”, es una “mala película buena”. Más allá de su calidad cinematográfica tuvo un enorme éxito de público y permanece en la memoria popular y en la historia del cine. No es un caso único. Todos tenemos, en los rincones de la memoria, algún eco de Sherlock Holmes, de Drácula o de las minas del rey Salomón. A George Orwell le intrigaban los “malos libros buenos”; el hecho de que algunas obras de escasas pretensiones literarias lograran una gran popularidad y se siguieran leyendo a lo largo de los años. “Son obras”, escribió, “en cierto modo absurdas, de las que solemos reírnos, y que ni siquiera sus autores se tomaron en serio”; pero “dieron en el blanco, han sobrevivido y probablemente seguirán haciéndolo”. Confesaba Orwell que carecía de una explicación a este fenómeno, aunque creía que se hallaba en el hecho de que nuestras emociones no van siempre por la misma vereda que nuestro raciocinio.
Puede hablarse de “mal arte bueno” cuando hay obras excepcionalmente apreciadas, a veces astronómicamente, muy a pesar de su calidad (como atestiguan, entre otras, las de Damien Hirst o de Jeff Koons). A veces, en estos asuntos suena la flauta por casualidad y se producen reacciones bastante misteriosas. La encantadora anciana que con la mejor voluntad del mundo procedió a restaurar el Ecce Homo de Borja no podía ni imaginar que la difusión exponencial de los memes de tal estropicio ocasionaría una peregrinación multitudinaria de turistas (incluso japoneses) al templo correspondiente. Tampoco quien decoró, en pleno franquismo, el Hotel Monte Picayo de Puçol, con armaduras, espadas, blasones y muestras de fantasía heráldica, pudo prever que tamaña obra figuraría en los textos de referencia sobre el kitsch y haría del hotel un lugar de peregrinaje para críticos de arte (incluso japoneses).
Menos enigmática y más frecuente es la “mala política buena”. Dentro de pocos días se cumplirá el quinto aniversario de una portada del periódico El Mundo (del domingo 10 de mayo de 2020), que aún permanece en nuestro recuerdo. En plena pandemia, mientras unos fallecían en pésimas condiciones y otros se llenaban la cartera, el diario obsequió a sus lectores con una fotografía en portada de la presidenta de la Comunidad de Madrid, de luto riguroso sobre un fondo negro, con las manos delicadamente cruzadas sobre el pecho y los ojos humedecidos, delicadamente festoneados de negro. Su imagen permanece aún viva, de momento, en la memoria colectiva. ¿Pasarán las imágenes de Borja y de Chamberí a la posteridad como iconos de la talla moral de nuestra época?
En política, la Mater Dolorosa suele ser la norma y el Ecce Homo la excepción. Desde las “catedrales de luz” de Albert Speer para las concentraciones nazis de Núremberg a las brillantes ocurrencias fotográficas de los spin doctors de la presidenta, el rasgo común y normativo combina la ejecución impecable y la desinhibición radical. La regla consiste en prescindir de toda consideración que no sea el impacto emotivo en la tripa y el consiguiente éxito de público. No cuentan ni la atención a los sentimientos más respetables, ni los remilgos a la hora de explotar los más abyectos. Para los fittipaldis de la “mala política buena” los semáforos en rojo no existen. Sólo cuentan los resultados.
El problema de esta “mala política buena” estriba en que su frontera con la “mala política mala” es muy tenue. La primera combina la pericia inescrupulosa de los profesionales y la prestación correcta de los ejecutantes (el caso de la presidenta de la comunidad de Madrid cumple, de momento, con estos requisitos). En el segundo caso, falla el diseño o la ejecución, y no sólo no se alcanzan los objetivos, sino que los resultados puede llegar a ser catastróficos.
En el caso del reelegido presidente norteamericano surge la duda de si el encumbrado ejecutante, enardecido por el éxito, no hace otra cosa que ir improvisando su propio guion, sobre la marcha, irrefrenablemente. El espectáculo que ofrece diariamente al mundo ¿responde a una estrategia y a una escenificación conscientes, premeditadas, a la búsqueda de un resultado de suma cero, con ganadores y perdedores sin remisión? ¿O se trata simplemente de un desmadre en la que todo el mundo (en el sentido más literal) puede llegar a perder muchísimo, incluso el lenguaraz presidente? Cuando el presidente americano exclama, en el curso de un largo monólogo de 90 minutos ante atónitos donantes del partido republicano, que “estos países nos están llamando, besándome el culo. Se mueren por hacer un trato”, la pregunta crucial que surge en el mundo es si se trata de “mala política buena” o si nos enfrentamos a un caso inaudito y colosal de “mala política mala”. En ambos casos, la respuesta ineludible no puede ser otra que la lucha a ultranza para no quedar a merced de los payasos enloquecidos.