
Felices futuros
A veces las personas que cambian el mundo abren un tomo de las Páginas Blancas y llaman cada tarde, desde la misma cabina, a un número de teléfono
Ocurrió hace una semana, mi hija saliendo del instituto, yo esperándola en la puerta con el nervio de la prisa obligándome a sacudir la pierna derecha contra el asfalto, mi hija tomándome de la mano con los ojos húmedos –no de llanto, no de desconsuelo–, yo con las pupilas deshidratadas, arañadas por el hastío, o por el cansancio, o por la rutina de unos días iguales a otros, iguales a los siguientes, iguales a los que los precedieron. Iguales.
Mi hija de catorce le susurra a la arenilla de mis ojos: Mamá, tengo una historia que te va a encantar. Y encanta. Lo hace como el hechizo del canto de sirenas que quiebra la voluntad más férrea de la prisa, de la productividad, de la apatía.
Era viernes, en la puerta de uno de los institutos públicos más antiguos de nuestro país, donde estudió Encarnación del Águila, la primera mujer en sacarse el bachillerato en España y donde estudiaron también Bécquer, Manuel Machado, Luis Cernuda y Severo Ochoa, por citar algunos. A mi hija le pido que guarde en sus oídos la música de sus muros porque no somos hijos de nuestro tiempo, sino del tiempo que antes agotaron otros.
Era viernes. Como aquel viernes de 1983 en el que a Kiko P. su profesor de literatura –él con la misma edad de mi hija ahora– le encomendó una tarea: hacer una entrevista. Sobre su pupitre, el libro abierto por la Generación del 27, por la biografía de Jorge Guillén, el augurio de leer que el poeta vivía en Málaga, exactamente en la misma ciudad a la que acaba de mudarse Kiko P.
A veces, una soledad se achica abrazando a otra. Un viernes y otro y otro más. Hasta que llegó la tarde en que el latido y el futuro se deshicieron en la garganta del adolescente. Fue cuando escuchó al otro lado estas tres palabras: Jorge quiere conocerte
Que la soledad es un acicate para según qué cosas me lo cuenta Kiko frente a un café en la Alameda 42 años después. ¿Cómo se le llama a este brillo en los ojos que sobrevive a la noche del tiempo? La encomienda del profe de literatura se hizo entonces designio en el chaval de catorce años: cada viernes a las seis de la tarde abría las Páginas Blancas en la cabina que había junto al colegio y marcaba tantos números como le daba la calderilla del bolsillo para encontrar y entrevistar al poeta: Guillén J.
¿Podría hablar con Jorge Guillén?
No, aquí no hay ningún Jorge. Hay Juan. Hay Jose. Hay Jesús. Hay Jonás.
Unos cuantos viernes después, veinticinco nombres después, cuando el plazo para entregar la tarea ya había vencido y conocer al poeta se había cristalizado como su motivo de los viernes, una voz dulce descolgó el teléfono. Se trataba de Irene Mochi-Sismondi, su segunda esposa. Me cuenta Kiko que durante los pocos segundos que transcurrieron desde su pregunta a la primera respuesta, latido y futuro le oprimieron la garganta.
Jorge Guillén andaba ya muy enfermo. Su ánimo no le permitía entrevistas ni grandes fiestas, le dijo Irene, pero para Kiko la tarea dejó de ser importante y aquel adolescente de ojos húmedos continuó llamando cada viernes a eso de las seis para interesarse por la salud del poeta. Charlaba un rato con su esposa. A veces, una soledad se achica abrazando a otra. Un viernes y otro y otro más. Hasta que llegó la tarde en que el latido y el futuro se deshicieron en la garganta del adolescente. Fue cuando escuchó al otro lado estas tres palabras: Jorge quiere conocerte.
Yo busco a Kiko y sé que he mandado a su yo de catorce años de vuelta a esas tardes de viernes en la cabina, a ese crepúsculo de cinco horas y cinco amigos hechizados por ese otro canto de sirena que le hace contar un recuerdo como si fuera un sueño
El 17 de mayo de 1983, Jorge Guillén recibió en su casa a Kiko y cuatro de sus amigos con el loro al hombro, aquel radiocasete con bobina, dos carretes y un almacén de hasta 80 minutos de música. A las cinco de la tarde. Sus noventa años le habían provisto de una pátina de prudencia, así que les rogó no grabar aquella entrevista que duró cinco horas. Cinco horas con Jorge Guillén mientras compartía las anécdotas vividas con sus amigos de la Generación del 27 y otros poetas, nombres que no olvidarían. Dámaso Alonso. García Lorca. Juan Ramón Jiménez. Alberti. Emilio Prados. Altolaguirre.
A veces las personas que cambian el mundo abren un tomo de las Páginas Blancas y llaman cada tarde, desde la misma cabina, a un número de teléfono. Lo hacen sin sentir la derrota, fijando sus pupilas únicamente en los números que quedan por marcar. A veces las personas que cambian el mundo lo hacen sin la conciencia de estar haciendo nada majestuoso, sólo con la sencillez de un gesto, como lo es contar su historia a una clase llena de chavales de catorce años con los ojos secos.
Todos podemos construir un pilar en el futuro de otro. Jorge Guillén lo hizo en el de Kiko. Sus ojos se humedecieron aquella tarde. Kiko lo hizo en el de mi hija, que me cantó su historia un viernes nada más salir del aula. Mi hija lo hace en mí continuamente. Yo busco a Kiko y sé que he mandado a su yo de catorce años de vuelta a esas tardes de viernes en la cabina, a ese crepúsculo de cinco horas y cinco amigos hechizados por ese otro canto de sirena que le hace contar un recuerdo como si fuera un sueño.
Nadie nos avisa nunca, pero la muerte enraíza en nosotros con la pérdida del entusiasmo y con este encogerse de hombros que nos deforma la chepa. También con la sequedad de los ojos. Por eso yo siempre busco historias contadas tras unos ojos húmedos.
Antes de marcharse de su casa, Jorge Guillén les regaló uno de sus libros con esta dedicatoria: “A mis amigos conocidos y por conocer: Miguel Ángel, Jesús, Francisco, Sergio y Javier, deseándoles felices futuros.” Y para que su profesor de literatura los creyera, les recitó un poema con la voz temblorosa que Kiko grabó en su caja de plástico y que hoy me regala como una alhaja que desnuca el futuro: ¿Habrá un fin al saber? / Nunca, nunca. Se está siempre al principio / De una curiosidad inextinguible / Frente a infinita vida.