La cena de los idiotas

La cena de los idiotas

La premisa era que el anfitrión invitaría a dos personas, y estas dos personas invitarían a otras dos que, a su vez, invitarían a otras dos personas –aquí es donde entro yo–. La clave es que esas personas no debían conocerse entre ellas

Con David he aprendido a llegar elegantemente tarde a todas partes. Es igual que llegar tarde sin más, solo que te disculpas y cambias de tema enseguida; así parece que tu retraso es el efecto colateral de una vida muy interesante. Vamos a una cena y él ha cocinado casi todo para que yo monte con la destreza de un cadáver putrefacto unos pimientos del piquillo rellenos de un mezcleje de aguacate, cebolla, zanahoria, manzana y lombarda; David se ducha mientras yo sodomizo esos pimientos con la cuchara y las manos temblorosas y hace ya un buen rato que teníamos que haber salido.

Detrás de nosotros brinca calle abajo todo Madrid, un incesante vaivén de luces que se encienden y se apagan sobre un fondo negro y el aplique abotonado de los adoquines de General Ricardos recuerda a partidas de damas desbaratadas por nuestros pasos, tirando fichas a patadas del tablero, mientras él sostiene una bandeja de horno cubierta por papel de aluminio y yo llevo una bolsa con dos o tres botellas de vino.

Y llegamos tarde. Siempre he dicho que la impuntualidad entre amigos es el delito que más pronto prescribe; casi ni computa, pero esta no es una cena de amigos. Al menos, no de momento. Además, llevo unos días cavilando sobre si dicha cena es una trampa. Hace poco que vi La cena de los idiotas y la verdad es que ando con cara de tonto de unos meses a esta parte, o sea que no sería ningún disparate. David me propuso la semana pasada venir a esta cena, que la organizaba un tipo al que ninguno de los dos conocíamos. La premisa era que el anfitrión invitaría a dos personas, y estas dos personas invitarían a otras dos que, a su vez, invitarían a otras dos personas –aquí es donde entro yo–. La clave es que esas personas no debían conocerse entre ellas.

A la cena había que llevar tres historias personales: dos debían ser ciertas y una tercera inventada, que los demás debían descubrir. Lo bueno de ser periodista es que en estos homenajes al narcisismo narrativo uno siempre va tranquilo porque no tiene que pensar demasiado. David me dice él va a contar lo de su accidente de avión, o cuando sus padres lo dejaron de niño al cuidado de un prófugo de ETA mientros ellos estaban de viaje por la Unión Soviética; me dice que cuente la vez esa que me fui de rave, pero yo quiero contar la historia de cuando ayudé –sin querer– a un yonki a robar un coche. La mentira es lo de menos, lo importante es fliparse.

Llegamos al apartamento con el hermano de David, invitado de primer nexo con el anfitrión; en realidad, él ha llegado más tarde todavía y lo hemos tenido que esperar, así que nuestra tardanza se ha disuelto en la suya como un azucarillo. Allí nos recibe un muchacho y tres chicas y de pronto empiezo a preguntarme cómo me las voy a apañar para fumar durante la velada; ya veremos. A David se le nota que es abogado porque es el más indicado para hablar cuando tú te quedas callado y sin saber qué decir, que es lo que te pasa cuando llegas a una cena con cinco desconocidos siendo tímido y estando un pelín colocado. Atravesada la situación por mi gesto formal de entrevistador –de decir sí a todo con la cabeza, el ceño fruncido fingiendo atención y un carraspeo tipo ajam para corroborar que sigo al tanto de lo que me dicen–, la cena discurre maravillosamente y las historias –increíbles, en serio– se suceden como en una liturgia posmoderna; en casi todos los casos acertamos qué historia era mentira pero, de nuevo,  la mentira es lo de menos: aquí venimos a otra cosa; la cuestión es el qué. 

El que abrió el melón ha sido el anfitrión, cómo no: un muchacho majísimo que, por lo visto, lleva haciendo ese tipo de cenas mucho tiempo y que, como es de esperar, ha visto de todo. Su primera historia ha sido contarnos que una vez quedó para tener sexo en grupo y justo antes de empezar tuvo un esguince y, por su mirada aviesa y su experiencia en la materia y la aritmética, supongo que casual, en la paridad de la mesa y, vamos a decirlo, lo guapos que somos todos, no sé. La comida es deliciosa, pero por momentos no tengo claro si he venido a cenar o he venido a hacer un casting.