
La desafección política
Más allá de si es o no conveniente ampliar el derecho de voto a los jóvenes de 16 y 17 años para logar su afección a la política, está el ya difícil reto de combatir la desafección creciente entre los que ya disfrutan de ese derecho
Sira Rego: “Espero que no haya ningún escollo del PSOE para ampliar la edad de voto a los 16 años”
El Ministerio de Juventud e Infancia, que dirige Sira Rego, de Sumar, está ultimando una norma para ampliar el derecho de voto a los jóvenes de 16 y 17 años, y el anuncio ha desatado una encendida polémica entre los defensores y detractores de la iniciativa. Una iniciativa que, por cierto, no es nueva, ya que en los últimos años la han planteado diversos partidos, incluido el PSOE a través de las Juventudes Socialistas. El principal argumento esgrimido por la ministra para impulsar su proyecto es la necesidad de combatir la desafección de los más jóvenes hacia la política.
La decisión llega en un momento en que distintos estudios demoscópicos muestran una inclinación de los jóvenes, sobre todos los varones, hacia posiciones de derecha y extrema derecha, cosa que han destacado en las redes numerosos simpatizantes de la izquierda. La ministra ha replicado que, cuando se aprobó el voto femenino en 1931, muchos progresistas temieron también que las mujeres votarían mayoritariamente por los candidatos conservadores, dando a entender que las voces críticas, así como se equivocaron antes, yerran ahora. Intuyo de sus palabras que, además de perseguir el objetivo loable de atraer a los jóvenes a la política, la ministra confía en que su iniciativa se traduciría en un aumento de votos a la izquierda. Al menos a la que su partido representa. Está por ver si el socio mayoritario en el Gobierno la respalda.
Yo tengo alguna duda con la propuesta. Me pregunto si se puede otorgar un derecho tan esencial para la democracia a un colectivo que carece de muchos otros derechos precisamente por razones de edad. Por ejemplo, el de acceder a una vivienda de protección social. O contraer matrimonio sin permiso de un mayor. Si se otorga a los jóvenes de 16 y 17 años la potestad de votar, ¿no sería lo coherente concederles en el mismo acto normativo la condición de ciudadanos de pleno derecho para todos los demás efectos? Pregunta a la que sigue otra: ¿Es aconsejable hacerlo?
En los últimos días se han difundido diversos estudios que resaltan la inestabilidad emocional y la falta de criterio de ese colectivo juvenil que, además, sería especialmente manipulable en las turbulentas redes sociales. Algunos incluso ponen en duda la madurez de los menores de 25 años por una suerte de prolongación del infantilismo en nuestro tiempo. Ignoro la fiabilidad de esos informes. Conozco a chicos y chicas de 16 y 17 años a los que firmaría mañana el derecho de voto y mayores de 30 que no les llegan a los tobillos en capacidad de reflexión o discernimiento. Pero ello no impide preguntarse si en la actual coyuntura, con el mundo sumido en su momento de mayor confusión en décadas, la incorporación de los nuevos votantes jóvenes ayudaría a despejar el caos o, por el contrario, contribuiría a agravarlo. Cabe suponer que los promotores de la iniciativa han analizado los escenarios.
Existen muchas formas de entusiasmar a los jóvenes de 16 y 17 años con la política, además de concederles el derecho de voto. La primera es dignificar la propia política. Una tarea que corresponde primordialmente a los políticos, a quienes cabría preguntar con franqueza si la están realizando. Los barómetros del CIS dan a entender que no. Otra es elevar el contenido intelectual de los medios públicos de comunicación, incluyendo en las parrillas programas atractivos para los más jóvenes que inviten a la reflexión sobre los asuntos comunes. También se podrían desarrollar más programas en los colegios para interesar a los estudiantes en la política y en nuestra amenazada democracia. No digo que sea sencillo. Combatir en nuestros días la desafección de unos jóvenes recién escapados de la adolescencia es una tarea hercúlea, sobre todo cuando los mayores, los que ya tenemos el derecho de voto, no somos precisamente ejemplo de entusiasta afección.
El colectivo al que la ministra Rego aspira a conceder el voto suma 898.088 personas. Los ciudadanos que tienen hoy ese derecho ascienden a 37,4 millones. En las últimas elecciones generales, 12,5 millones, un tercio de ellos, no acudieron a las urnas. Esa abstención del 33,4% fue de las más altas desde la recuperación de la democracia, junto a la de las elecciones de noviembre de 2019 y de 2016. Atrás han quedado los tiempos en que lo normal eran abstenciones entre ocho y 10 puntos por debajo de esas cifras. No digo que el escenario actual sea dramático. La participación electoral en España no es muy distinta de la inmensa mayoría de los países europeos. Pero eso no debería ser un consuelo cuando observamos la participación del 84,2% en Suecia o del 77,2% en Noruega. Cifra esta última que igualamos los españoles en los comicios de 1996, que casi alcanzamos en 1993 y en 2004, y que superamos con el histórico 79,97% en las muy especiales elecciones de 1982 que llevaron al PSOE al poder.
Más allá de si es o no conveniente incluir nuevos colectivos de votantes, tenemos por delante el difícil reto de combatir la desafección creciente de los que disfrutan del derecho de voto con la actual legislación. En este terreno hay mucho por hacer. Si el Gobierno y las mayorías parlamentarias consideran que hay que incluir más votantes en la comunidad de electores, pues adelante. Pero, a menos que se tomen medidas más de fondo para mejorar la calidad de la democracia, la desafección, como el dinosaurio de Monterroso, seguirá ahí.