
Las tradiciones elegidas
Salvaguardar esta conexión con la memoria y las emociones íntimas es como construirse una casa a la que volver cuando todo el terreno es inestable. Quizá necesito que algo permanezca y no creo que sea nostalgia, sino mera supervivencia
Es la segunda torrija hoy y la saboreo mientras pienso que estoy haciendo mal porque tengo la barriga inflamada y mi estómago se está quejando de todas las que he comido esta Semana Santa. Enseguida mando a paseo al pensamiento y me digo que mi barriga ya tendrá tiempo de desinflamarse, pero hoy esta torrija es mi casa, y en su sabor está el perfume de mi abuela, las reuniones con mis primos y tíos, la llegada de la primavera a Sevilla, mi madre poniéndose guapa para salir a la calle, la que vea el primer nazareno gana, las amigas y qué bonito se ha puesto el barrio.
Quizá les suene extraño pero para mí son importantes las tradiciones. No me refiero a esas que nos imponen o que heredamos por inercia y sin cuestionamiento alguno, nada más lejos de lo que vengo a exponer aquí. Me refiero a esas que elegimos, a los pequeños rituales propios que nos conectan con quienes somos y con nuestra historia personal.
En un mundo acelerado, en el que todo es demasiado líquido, demasiado productivo, mis rituales son un lugar al que volver, una casa con buenos cimientos que me da cobijo y una pausa compartida, un anclaje que me recuerda que formo parte de algo cuando el mundo se empeña en aislarnos.
¿Qué hay de conservar el tiempo para la conversación, para estar con los seres queridos, para pasear, para vivir? ¿Qué hay de proteger lo íntimo, lo humano, frente a un mundo que nos desarraiga?
El filósofo Byung-Chul Han habla de la desaparición de los rituales en la sociedad contemporánea y explica cómo han sido sustituidos por rutinas de consumo, por hábitos funcionales y solitarios que no dan sentido, ni tiempo compartido, ni huella simbólica. Sostiene que los rituales son esenciales porque “nos instalan en el mundo”. Transforman el “estar en el mundo” en un “estar en casa”. Y añade algo hermoso: “hacen que se pueda celebrar el tiempo”.
Decía Hannah Arendt que lo que da estabilidad a la vida humana no es lo grandioso ni lo extraordinario, sino la durabilidad de las cosas. Aquello que permanece mientras todo lo demás cambia.
Sí, ya sé que puede sonar conservador pero quizá estemos acostumbrados a asociar lo conservador con la idea de conservar únicamente tradiciones horribles y con aquello que impide el progreso, la adquisición de derechos o las mejoras en la calidad de vida de las personas. ¿Pero qué hay de conservar los árboles en las ciudades? ¿Qué hay de conservar las viviendas, los barrios, los comercios locales cuando el modelo económico nos hace perder todo lo que nos conectaba a nuestra comunidad? ¿Qué hay de conservar el tiempo para la conversación, para estar con los seres queridos, para pasear, para vivir? ¿Qué hay de proteger lo íntimo, lo humano, frente a un mundo que nos desarraiga?
Cuando todo esto parece extinguirse me aferro de manera más fuerte a mis propias tradiciones que nada tienen que ver con la imposición y todo con una forma de celebrar lo que se ha vivido, lo que a una le ha hecho feliz. Salvaguardar esta conexión con la memoria y las emociones íntimas es como construirse una casa a la que volver cuando todo el terreno es inestable. No lo sé, quizá necesito que algo permanezca y no creo que sea nostalgia, sino mera supervivencia.
Termino estas líneas con sueño y emociones en el cuerpo. Ahora que vivo en el barrio de mi madre y de mi abuela, que los conocidos me saludan con un “hasta luego, vecina”, que intento abrirme un nuevo camino mientras hago equilibrios entre lo que fue y lo que será, mantener mis rituales personales es para mí una forma de resistencia tranquila, un modo de decir: esto me importa, esto me sostiene y me da un sentido, esto merece ser cuidado.