Mi quinto papa

Mi quinto papa

Francisco quitó a la Iglesia Católica el medio siglo de polvo que le había echado encima Ratzinger sin acabar de sacar la basura que Benedicto XVI había empezado a embolsar, pero luego vinieron las contradicciones entre el gesto y la palabra

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Del papa Francisco lo dice todo quienes hoy se alegran de su muerte por haberse librado de un pontífice woke y sus rollos contra las guerras o la avaricia o sobre quién era él para juzgar a los homosexuales, comunista con ese discurso de compartir la riqueza que me he ganado porque me la merezco, blando hacia esos inmigrantes que sólo Donald Trump sabe bien cómo poner y tratar, o afable con los pobres y los marginados que no se esfuerzan lo suficiente y por eso tienen lo que se merecen. A todos los católicos convencidos de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo seguramente el mundo hoy les parezca un lugar mejor. Al resto de la humanidad, seguramente no. 

Del papa Francisco podemos decir que le quitó a la Iglesia Católica el medio siglo de polvo que le había echado encima Ratzinger sin dejar de acabar de sacar la basura que Benedicto XVI había empezado a embolsar. Donde había tristeza puso alegría. Fue directo heredero de la onda de cambio que había despertado la elección de Albino Luciani, abortada en seco por la muerte de Juan Pablo I. Se manejaba en su tiempo con el sentido de espectáculo de aquel animal de escenario que fue Karol Wojtyla, y eso le ayudó a restablecer casi de inmediato la conexión con el católico diverso y plural del siglo XXI a base de gestos oportunos y sonrisas abundantes. 

Pero luego vinieron las contradicciones entre el gesto y la palabra, los comentarios inapropiados mal gestionados o las ocasiones perdidas para acabar de completar el giro doctrinal e institucional hacia una Iglesia Católica más humilde, más plural, más solidaria, más empática y humana. El santo padre es infalible, pero irremediablemente humano. La historia dirá hasta dónde llegó Jorge María Bergoglio, el papa que vino de los confines del mundo.

Quienes ya tenemos una edad y habitamos la zona gris entre los boomers y la generación X hemos aprendido que esto de los papas hay que tomarlo con calma y con perspectiva. Pablo VI fueron dos días sin clases y un señor de apariencia amable, pero algo aburrido; como ese primo cura que todos teníamos entonces. Pero luego te enterabas de que remató el Concilio Vaticano II y consolidó nueva la doctrina social de la Iglesia mientras la mafia usaba la Santa Sede como lavadero. Del pobre Albino Luciani, Juan Pablo I, fue tan efímero que no nos dio tiempo ni a aprendernos el nombre, pero su huella se mantiene indeleble. Juan Pablo II –Te quiere todo el mundo– parecía una estrella de rock llenando estadios y rodeándose de jóvenes que se anticiparon dos décadas a la factoría Disney. Pero después supimos que nadie dedicó tanto tiempo ni tanto esfuerzo a encubrir a los pederastas y sus redes; su limpieza económica no se correspondía con la higiene moral. Benedicto XVI parecía un papa de otro tiempo, pero fue Joseph Ratzinger quién inició la sanación del espinazo moral de una jerarquía católica carcomida de encubrimiento.

Dos papas coetáneos después, la Iglesia Católica se enfrenta al mismo dilema de siempre. Encerrarse en sí misma y administrar el oro y el poder para que duren lo más posible, o abrirse a un mundo en cambio y transformación con todos los riesgos de ruptura que conlleva. Conservar lo que tiene y administrarlo lo mejor posible, o arriesgarse a intentar que el mundo se parezca a lo que prometen los evangelios. Cambio o restauración. El Señor proveerá.