
El caos inunda Madrid en pleno apagón: «Es una locura, parece una película»
El Ayuntamiento de la capital ha cerrado los túneles de la M-30 y pide a la ciudadanía minimizar los desplazamientos, así como llamar al 112 solo en caso de urgencia. En la calle, comercios, turistas y trabajadores viven con incertidumbre las primeras horas sin electricidad
Red Eléctrica calcula que la recuperación total del suministro se producirá en entre seis y diez horas tras el gran apagón
Son muchas las cabezas gachas que miran al móvil, aunque en estos momentos no hay nada que ver en él. El apagón total que ha sufrido España cristaliza en Madrid en riadas de personas desconcertadas en busca, casi siempre sin éxito, de un atisbo de cobertura, autobuses saturados, tiendas cerradas, centros de salud a medio gas y colegios intentando mantener la calma.
Las incógnitas se suceden en el micromundo que es la Gran Vía de la capital, una de las calles más transitadas. Su frenética actividad habitual es este lunes de otro tipo. Las sirenas de Policía, que intenta ordenar el tráfico ante la inoperatividad de los semáforos, no dejan de sonar, mientras las numerosas tiendas que flanquean la calle desalojan a los clientes y cierran sumidas en la total oscuridad. Hay turistas que acaban de llegar y no saben qué pasa, otros están a punto de coger un avión al que no saben si llegarán.
El alcalde de Madrid ha publicado un mensaje en redes sociales reclamando a los habitantes de la capital que “minimicen absolutamente todos los desplazamientos y que se queden donde están en este momento” con el objetivo de dejar las vías de comunicación despejadas para los servicios de emergencias. “Hemos cerrado los túneles de la M-30”, ha informado Almeida a la vez que reclamaba que todas las llamadas que se hagan al 112 sean “las realmente urgentes”. Pero en plena calle sigue el desconcierto.
Julia, que acaba de pasar unos días en Madrid, se dirige ahora a Varsovia a proseguir sus vacaciones. “No sé cómo llegar al aeropuerto”, dice agobiada con el móvil en una mano y la maleta en la otra. A pocos metros, Wilson permanece inmóvil frente a la boca del metro, que está precintado, y que tenía que haber cogido para acudir a su puesto de trabajo. Jan Franco, empleado de uno de los míticos quioscos de bebidas, revistas y souvenirs, está preocupado. “A mi mujer la operaron hace cuatro días y no sé cómo estará”, dice una vez ha atendido a la enésima persona que intenta comprar agua.
Tornos de acceso a la estación de Metro de Callao en Madrid
La imagen de las tiendas de la principal vía comercial de la capital no tiene precedentes. Las que pueden han cerrado las trapas, pero no son pocos los que se afanan, con esfuerzo y escaleras, en bajarlas manualmente aunque son eléctricas. “Van a venir ahora a ayudarnos porque no somos capaces”, dice una trabajadora de la cadena de ropa Mango, que como el resto de responsables de otros negocios se ha pensado en un principio que era cosa de la tienda. “Creímos que era solo aquí, pero vimos que el resto también y empezamos a desalojar”, cuentas mientras aprovechan para tomar el almuerzo de media mañana. “El centro de Madrid parece una película, es una locura”, comenta.
Cada uno aprovecha el tiempo como puede. En la tienda oficial del Atlético de Madrid, los empleados juegan a las cartas, las que venden ellos mismos a los seguidores del equipo, mientras esperan instrucciones. Por delante pasa Somalia, una mujer que, alarmada, intenta llegar a casa después de haber hecho unas gestiones. “Estoy muy asustada y me preocupa mucho no saber qué hacer si pasa algo. Esto es un caos como jamás había visto”, dice entre lágrimas. Un señor que le escucha intenta tranquilizarla. “No se preocupe, señora, que lo van a arreglar”.
En los hoteles, los clientes se dirigen a recepción en busca de las respuestas que nadie tiene. “No sabemos qué decirles”, esgrime un recepcionista del Hotel Atlántico, donde no funcionan los ascensores. Diferente es la situación en otros hoteles de lujo de la capital. El Riu Plaza, situado en Plaza España, tiene generadores eléctricos, así que los clientes pueden subir y bajar en ascensor sin problema, explica el portero. Además, la recepción llama a los pocos taxis disponibles para que los clientes que se van no tengan que coger los abarrotados autobuses, que apenas pueden cerrar las puertas en cada parada.
Doña Manolita echando la persiana este lunes durante el apagón
El Corte Inglés de la zona es uno de los pocos comercios que permanecen abiertos. Las escaleras mecánicas están paralizadas por la falta de electricidad, y las cinco plantas del edificio están prácticamente vacías. Una mujer entra al gran almacén en busca de una radio a pilas para mantenerse informada, pero el ajetreo está sobre todo en la zona de comidas preparadas, donde la gente hace cola para comer algo caliente, y en el quinto piso, en el que varias personas mayores han tenido que permanecer un rato más por no poder usar el ascensor.
“Sabemos que los jefes están ahora reunidos para ver qué hacer, pero de momento nuestra orden es esperar”, indica a este periódico uno de los miembros de seguridad, plantado justo en la puerta. De hecho, ni siquiera saben qué ocurrirá con el turno de tarde. Una de sus compañeras, María José, tenía que entrar a mediodía y a duras penas pudo contactar a sus jefes para explicarles que llevaba casi una hora encerrada en un vagón de metro.
Tenía que llegar a la estación de Sol, pero tanto el suburbano como los trenes han dejado de funcionar. Algunos, como es su caso, frenaron en pleno trayecto. Fuentes policiales que vigilan la zona explican que han ido desalojando a los pasajeros a través de puertas de emergencia, bajándolos del tren y caminando hacia el arcén más cercano. El de la gran cadena comercial es un caso excepcional, ya que fuera casi todos los negocios han bajado las persianas. “Todo funciona por electricidad y ahora es un caos: no podemos cobrar con tarjeta ni calentar la comida, así que hemos tenido que cerrar”, confiesa Diego Francisco, empleado en un restaurante Papizza de Callao.
En su caso pudo llegar a abrir, pero otros trabajadores ni siquiera han llegado a la oficina. “Mi jefe me va a matar, y ni siquiera logro contactar con él para explicarle que no puedo llegar”, se queja Marta, una joven madrileña estancada en Sol desde que cerraron el Cercanías. Su trabajo está en Pinto, a varios kilómetros de la capital, y se confiesa “absolutamente perdida”. Los únicos que parecían no inmutarse eran los captadores de socios para ONG. “Si ya es difícil parar a gente un día cualquiera, imaginate hoy”, bromea uno de ellos. “Acabo mi turno en cinco minutos y vivo en Móstoles, mi compañero en Leganés… Ahora pasaremos por la sede de la empresa, que está en Sol, porque solo están funcionando los taxis y no creo que me paguen uno para volver a casa”, se lamenta Daniel, jefe de equipo de un de los grupos.
Acceso cortado al Palacio de Cibeles, sede del Ayuntamiento de Madrid, durante el apagón
A solo un kilómetro de distancia, en el colegio público Pi i Margall, en el barrio de Malasaña, intentan mantener la calma. “Hemos podido dar de comer a los niños porque la comida ya estaba hecha en el momento del apagón”, dice la directora del centro, que explica que en las aulas permanecen aquellos niños y niñas a los que sus padres todavía no han podido recoger. “La prioridad es que ellos no se pongan nerviosos”, añade. En la cercana escuela infantil El Duende no hay nadie ya pasada una hora y media del fallo, pero otros espacios públicos siguen enredados.
Un poco más arriba, en el Mercadona del barrio, una larga cola se extiende por la calle Fuencarral con clientes intentando entrar. “La gente se ha vuelto loca”, cuenta un empleado al explicar que habían tenido que limitar el aforo ante la avalancha de clientes, en busca de productos básicos, comida que no haga falta cocinar y garrafas de agua. El resto de supermercados están cerrados y ahora solo venden -si tienes efectivo- las tiendas de conveniencia que normalmente tienen su hora punta los fines de semana por la noche, despachando latas de cerveza.
Varios grupos de adolescentes recorren sonrientes la calle Embajadores una hora y media después del inicio del apagón. “Estábamos en clase cuando se ha ido la luz. Después de un rato nos han dicho que nos fuésemos a casa y, si no vivíamos cerca, esperásemos en casa de algún amigo”, dice Darío, estudiante de 4º de la ESO. “Ahora estamos contentos porque no tenemos clase, pero no sé cómo estaré en una hora… No podremos hacer nada, ni tele ni nada”, comenta otro chico del grupo. “Pues a jugar a la rayuela o a la petanca”, le interrumpe con ironía un amigo.
Los ambulatorios bajo mínimos y solo con servicios de Urgencias
Por ejemplo, la situación en los ambulatorios no es mucho más optimista. En el centro de salud de Calesa (Usera) no hay luz, los médicos y profesionales están en la entrada para atender “en la medida de lo posible” si llegan pacientes a Urgencias. “Lo que podamos hacer”, dicen en la recepción. Han bajado varios pacientes que usan oxígeno, preguntando si tienen “balas” (bombonas), pero no tienen. “Les hemos remitido al 112”, explican. Lo mismo ocurre en el de Párroco Julio Morate (Legazpi). “Estamos prácticamente parados”, dice una pediatra mientras intenta llamar sin éxito a la gerencia del ambulatorio.
“Intento contactar para ver qué podemos hacer. Que yo sepa, no tenemos generadores”, explica la doctora en una recepción casi a oscuras. “Menos mal que no hemos tenido ninguna urgencia. No sé qué haríamos si pasase algo grave”. Poco después, una joven entra en la recepción del centro visiblemente mareada. Su acompañante explica que tiene unos dolores de cabeza muy agudos y habían intentado llamar a Urgencias buscando una ambulancia, pero no lo habían logrado. Incluso de conseguirlo, nada asegura que el vehículo sanitario hubiera podido llegar a tiempo.
El caos vial se replica en los grandes nudos de la capital. En la calle de Bravo Murillo, los primeros agentes de la Policía Municipal de Madrid han comenzado a aparecer en torno a las 13.00 horas para comenzar a controlar el tráfico. Ya en el tramo entre las estaciones de metro de Canal y Quevedo, han sido los propios vecinos quienes se han colocado chalecos reflectantes y, con la ayuda de silbatos, han empezado a controlar por su cuenta el tráfico de vehículos. En la glorieta de Cuatro Caminos, el caos era mucho mayor a pesar de los esfuerzos de los agentes municipales, con grandes acumulaciones de personas intentando coger un autobús.
La preocupación por las consecuencias del apagón se entremezcan con las risas nerviosas y la reacción de incredulidad. Es lunes, pero en varias calles de Lavapiés, Legazpi y Embajadores parece sábado. Decenas de vecinos se arremolinan en círculos en las aceras próximas a sus viviendas, mientras comentan lo ocurrido o escuchan la radio en un transistor. Están también quienes, sin luz ni conexión, han optado por lanzarse a las terrazas de la capital. “Si no podemos hacer nada, al menos venimos a tomar algo y hablamos con las vecinas”, dice una joven sentada frente a una cerveza. Está sola, pero habla con los clientes del resto de mesas. “Por lo menos, esto sirve para dejar el móvil y mirarnos las caras”.
Con información de Marta Borraz, Lourdes Barragán, Nerea Díaz Ochando, Gabriela Sánchez y Laura Olías.