
Necesidades básicas: luz y cuidados
Hay un relato que destaca que el lunes no sucedió en España ninguna tragedia, ningún incidente grave de orden público, pero que parece olvidar que hubo angustia y preocupación, carreras, miedo, imprevistos que afrontar de la manera en la que cada cual pudo
Cuando la electricidad falla, quedan las radios a pilas, los hornillos de gas, las latas de la despensa, las linternas, las velas. Cuando la electricidad falla, lo que damos por hecho desaparece. Ya sabemos lo que pasa cuando lo que sentimos seguro se tambalea: nos damos aún más cuenta de cuánto lo necesitamos, nos lamentamos por no valorar lo que pensamos inmutable y, en realidad, es una suerte. Eso sí, de la misma manera, olvidamos rápido. Por eso, no está de más recordar que, cuando la luz se fue, nos salvó lo de siempre, lo que damos por hecho: cuidarnos.
Hay un relato que destaca que el lunes no sucedió en España ninguna tragedia, ningún incidente grave de orden público o de seguridad, que demostramos civismo y unidad. Sin duda, podrían haber pasado muchas cosas que, afortunadamente, no ocurrieron. Pero ese relato, que al menos en alguna de sus variaciones está lleno de optimismo y hasta de superación, parece olvidar que el lunes hubo angustia y preocupación, carreras, miedo, imprevistos que afrontar de la manera en la que cada cual pudo.
No hablo de restablecer el servicio eléctrico ni de las industrias paradas ni siquiera de los trenes varados en un túnel o de la gente atrapada en ascensores. Me refiero, más bien, a cómo estaban los demás. Cuando se confirmó que el apagón era generalizado, que se desconocían sus causas y el tiempo que estaríamos así, cada cual afrontó preguntas y preocupaciones. Recoger a niñas y niñas del cole, confirmar que tal familiar tendría su medicación, qué pasaría con las personas dependientes que necesitaran ascensor o cualquier tipo de ayuda, cómo estarían los mayores solos, y los adolescentes con algún problema, qué hacer con los enfermos que tenían citas importantes, cómo solventar las distancias de las ciudades grandes, cómo llegar a los demás.
No es que antes de las doce y media del lunes no fuéramos vulnerables, es que tenemos medios que nos ayudan a sentirlo un poco menos o a afrontar nuestras fragilidades. Con el apagón, nos vino encima la vulnerabilidad. Sí, había gente tomando cervezas en las terrazas, aprovechando para compartir con sus vecinas, desconectar de las redes y del FOMO, leer un libro o pasear, y eso está bien. Pero esa realidad convivía con la de quienes tenían que buscar soluciones prácticas y afrontar dudas y angustias.
A media tarde, dos educadoras aguardaban en una escuela infantil de Madrid. Con ellas ya solo quedaba una niña de apenas dos años. Nadie había acudido aún a recogerla y no tenían ni idea de cuándo lo harían, sus padres trabajan en otra ciudad. Intentaban mantener la calma para que la niña no sintiera extrañeza pero también ellas tenían asuntos que resolver. No era difícil ponerse en la piel de aquellos padres que no habían llegado ni habían conseguido saber nada de la escuela infantil de su hija, ni en las de esas educadoras responsables pero inquietas por sus propias familias.
No muy lejos, en un edificio de unas cuantas alturas, un vecino con discapacidad había esperado varias horas afuera. No tenía manera de llegar a su séptimo piso. Hasta que entre cinco vecinos lo subieron a pulso. La falta de ascensores dejó ‘encerradas’ a muchas personas en situaciones similares, bien en sus casas, sin poder casi comunicarse con otras, salvo las de sus mismos pisos; bien fuera de sus casas, sin poder entrar allí donde tenían sus cosas.
En un colegio, varias profesoras pasaron horas angustiosas acompañando a menores con autismo que estaban muy confundidos y agitados con la situación. Permanecieron junto a ellos hasta que las familias, también preocupadas, consiguieron llegar. El follón de las calles no era un ambiente muy propicio para la calma de quienes, con autismo u otros trastornos, tenían que caminarlas para ir de un sitio a otro ni para sus acompañantes. Algunas de esas profes no consiguieron llegar a casa hasta bien entrada la noche, sin saber tampoco de sus seres queridos ni de quién les habría atendido.
Hay quien salió pitando en cuanto pudo para llegar cuanto antes a la casa de padres o abuelos cuya salud, física o mental, no está en el mejor momento. ¿Entenderían lo que estaba pasando?, ¿se estarían apañando?, ¿estarían tranquilos? Hay quien, al llegar, los encontró desorientados o asustados, o quien se buscó la manera de hacerles llegar la medicación. Hay quien temió por la salud de quienes dependían de máquinas. Hay quien tenía un bebé pequeño en las manos y ninguna ayuda conocida cerca.
De todo eso cada cual salió como pudo: no había electricidad, pero había cuidados que proveer sí o sí, de eso no se podía prescindir. Y esto no busca ser una romantización de lo bien que lo hicimos, de la solidaridad o de lo buenos que somos los seres humanos cuando la dificultad aprieta. Es el recordatorio de que necesitamos esos cuidados y de que proveerlos no debería ser nunca una mera preocupación individual en ninguna situación. De que nos salva lo colectivo y lo público y eso no se hace solo ni se hace si no tenemos tiempo. Y de que no hubo una gran tragedia, no, pero sí mucha angustia y muchos problemas y es justo que aparezcan en el relato para que así tengamos muy presente lo que más importa, lo que más necesitamos.