Impuestos y civilización

Impuestos y civilización

Ni siquiera la izquierda, real o presunta, se atreve a recordarnos lo mucho que se obtiene gracias a los impuestos y lo mucho que se pierde cuando las grandes fortunas, mayores año tras año gracias a la abdicación de los poderes públicos, dictan el destino colectivo

Josep Borrell dijo el viernes que sin un ejército único y una fiscalidad centralizada, la Unión Europea estaba condenada a desaparecer. No estoy seguro de que un mayor poder militar pueda garantizar la supervivencia de nada. Sí estoy convencido, en cambio, de que si no se resuelve la cuestión de los impuestos, lo que va a extinguirse no es sólo la Unión Europea, sino todo lo que veníamos llamando “civilización occidental”.

Oliver Wendell Holmes Jr. (1841-1935), el juez más prestigioso en la historia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, pronunció una célebre frase que lo resume casi todo: “Me gusta pagar impuestos: con ellos compro civilización”. Desde hace medio siglo, sin embargo, tendemos a dar por supuesta la civilización, como si se tratara de algo garantizado, imperecedero y gratuito. Y tendemos a ver los impuestos como un tributo estéril al Estado-Leviatán, un monstruo que nos empobrece y coarta nuestra libertad.

Deberíamos ser conscientes de que el socialismo real existió y fue un éxito. No se instauró en la Unión Soviética, sino en Estados Unidos y sus aliados europeos. Ya antes de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Franklin Roosevelt subió vertiginosamente los impuestos para combatir los efectos de la crisis de 1929 y la consiguiente Gran Depresión. En el escenario posbélico, los impuestos fueron esencial para reconstruir todo lo devastado. 

En Francia, Alemania o el Reino Unido empezó a considerarse normal que quien más tuviera pagara el 70%, el 80% y hasta el 90% de sus ingresos. Esas tres décadas de “socialismo real” bajo un sistema de libre empresa y de libertades públicas, que se extendieron desde 1945 hasta las grandes crisis petroleras de los años 70, fueron las más prósperas en la historia europea.

A partir de los años 80 se impuso la religión (porque se trata de una cuestión de fe sin pruebas) de las privatizaciones y la reducción continuada de impuestos. El nuevo catecismo de la derecha transformó a los ciudadanos en consumidores-accionistas (lo llamaron, ay, “capitalismo popular”) y proclamó que cuanto más ganaran los más ricos, más migajas se derramarían sobre los pobres. El engaño alcanzó, y mantiene, un éxito notable.

Mientras la onda expansiva del neoliberalismo generaba nuevos fenómenos (la globalización, la desindustrialización, la marginalización de los sindicatos, la desaparición de la conciencia de clase), los partidos que solíamos considerar “de izquierda” se desplazaron poco a poco, en lo referente a políticas económicas, hasta la derecha de lo que, en los años 50 y 60, solíamos considerar “derecha”. Eso coincidió, quizá no casualmente, con la transformación de las “fuerzas de izquierda” en “fuerzas progresistas”. Y también poco a poco caló en esas fuerzas el tabú de las propuestas fiscales: hablar de subir los impuestos en una campaña electoral empezó a considerarse suicida.

No se puede subir los impuestos a los ricos, porque se irán. No se puede subir los impuestos a los bancos (con beneficios escandalosos) o a las empresas energéticas (con beneficios aún más escandalosos) porque, según parece, ya son más fuertes que el propio Estado. Con argumentos tan falaces como los anteriores hemos ido construyendo nuestra realidad presente: magnates todopoderosos, servicios públicos (sanidad, educación, etcétera) en decadencia, déficits presupuestarios y endeudamiento alarmante de los Estados.

En nuestra realidad presente también destacan una Unión Europea agujereada por los paraísos fiscales (Países Bajos, Irlanda, Luxemburgo, etcétera) y una España donde determinadas regiones (Madrid, por ejemplo) pueden practicar el “dumping” fiscal en detrimento de otras.

Eso que llamábamos “civilización”, compuesto por elementos como la justicia social, la igualdad de oportunidades, la educación universal de calidad y un cierto respeto por la verdad, se degrada a ojos vista. No queremos seguir pagando el precio que cuesta. Ni siquiera la izquierda, real o presunta, se atreve a recordarnos lo mucho que se obtiene gracias a los impuestos y lo mucho que se pierde cuando las grandes fortunas, mayores año tras año gracias a la abdicación de los poderes públicos, dictan el destino colectivo.