
No es el Pelicot catalán, se llama Teófilo Lapeña
Los hombres tenemos que hablar de esto, de los casos de abusos, hablar entre nosotros, pero no como una cosa monstruosa que se produce en el averno, en mentes enfermas, sino como el fruto decadente y degradado de una manera de socializar aprendida, que nace en nuestra manera de relacionarnos entre nosotros y con las mujeres
Es un electricista español que vive en Cataluña. Se llama Teófilo Lapeña. Es el último caso de agresión y violación sobre las mujeres que ha saltado a la prensa. En este caso la víctima era además una niña, pero siempre late la misma socialización violenta, agresiva, machista y criminal detrás. No es otro caso Pelicot, no es excepcional, no es algo aberrante, es una normalidad lacerante. Pasa entre extraños, pero sobre todo pasa en las familias, con los padres, hermanos, tíos, amigos. Abramos los ojos y no miremos esa realidad como casos aislados, raros y monstruosos.
La lectura del auto de la Fiscalía en el que Teófilo Lapeña usaba a una niña de 12 años como cebo para atraer a otros hombres para que la violaran es peor que cualquier novela de terror. Entre los más de 20 encausados por haber participado de estas violaciones a la niña había hombres de 19 a 50 años, entre ellos había italianos, españoles, pakistaníes o latinoamericanos. Lo que les unía era la necesidad de agredir, de violar, de humillar, de someter a una niña de 12 años. Eran hombres con una pulsión primitiva, violenta y aprendida en la que se sienten realizados haciendo de la mujer un objeto que solo vive para su sometimiento absoluto.
Los hombres tenemos que hablar de esto, hablar entre nosotros, hablar de estos casos, pero no como una cosa monstruosa que se produce en el averno, en la marginalidad, en mentes enfermas, sino hablar de ello como el fruto decadente y degradado de una manera de socializar aprendida, que nace en nuestra manera de relacionarnos entre nosotros y con las mujeres. Una representación abusiva de unos procesos aprendidos desde que somos pequeños en los que mostrarse sensible era sinónimo de debilidad, en los que la única manera de presentarnos como fuertes y poderosos era a través del sometimiento, de la cacería, de la mujer como trofeo. El miedo a quedar excluidos nos enseñó una manera de ganar rédito entre similares que implicaba tratar a las mujeres como un objeto, como una pieza de exposición, como un ser inerte que solo estaba entre nosotros para ganar respetabilidad entre los hombres.
La masculinidad aprendida ha sido también un espacio de esclavitud para nosotros del que escapar. Un cepo que nos hacía infelices por estar constantemente sometidos a unos roles con los que no nos encontrábamos cómodos y que nos han provocado dolor emocional y psicológico. Nos enseñaron a no hablar de emociones, a no mostrar vulnerabilidad, a pensar que las lágrimas y la empatía eran patrimonio de las mujeres y que nuestro valor estaba en la fuerza, el hieratismo y la capacidad por mantener nuestras emociones reprimidas por temor a que se vieran como síntoma de debilidad ante nuestros semejantes. Ese cepo ha sido una condena para las mujeres que nos rodeaban, porque al no ser capaces de liberarnos han generado dolor en ellas al impedirnos tratarlas como a iguales y comprender que la emocionalidad es tan solo un síntoma de humanidad.
Son innumerables las mujeres que han alzado la voz para intentar sanar como un grito de liberación sus casos de abusos, agresiones y los miedos que han vivido a lo largo de su vida desde que eran niñas. No lo han hecho para que nosotros nos demos cuenta, sino para narrar sus heridas, pero están ahí, para que nosotros los leamos, lo escuchemos y aprendamos que sin haber cometido jamás una aberración como las de Teófilo Lapeña o Pelicot hemos sido enseñados de una manera que les dolía y que en última instancia ha provocado esas vidas tristes de tantas mujeres. Está en sus libros, lo han contado Neige Sinno, Laura C.Vela, Aurora Freijo, Maggie O´ Farrel, Delphine de Vigan, Elena Garro o Elena Ferrante, entre muchas otras. Pero no hace falta leer, pregunten a las mujeres que tienen en su familia, a sus amigas. Siempre habrá una historia de abusos y es preciso que hablemos entre nosotros para ponerle fin. Porque es de los nuestros el que viola, un simple hombre, el agresor puede que esté cerca.