La horda

La horda

El beso de Spencer Tracy y Sylvia Sidney en Furia dio paso en La jauría humana a la cara destrozada de Marlon Brando, decepcionado a la fuerza con la condición humana y el sistema que intentaba defender

La horda no estaba en discusión cuando Joseph L. Mankiewicz, que entonces ejercía de productor de la MGM, intervino en el proceso de la redacción del guion de Furia, la primera película estadounidense de Fritz Lang. Una horda es una horda –debieron de pensar todos–, y no se habló en exceso sobre el grupo de ciudadanos normales que queman una comisaría para matar a un hombre injustamente acusado de secuestro. Las diferencias eran de otro cariz y, como el guion no avanzaba, Mankiewicz preguntó en voz alta, pasando a la cuestión fundamental: “¿Cuál es el personaje más importante?”. No era una pregunta baladí, ni mucho menos; enfatizar el papel de la víctima no tenía las mismas implicaciones que hacer lo propio con los papeles de su esposa, el fiscal del distrito, el corrupto gobernador o la prensa, aunque su intervención fuera circunstancial. Tras la discusión posterior, Lang aceptó la propuesta de Mankiewicz de que el acusado no fuera un hombre de clase media, sino un trabajador, y Mankiewicz aceptó el punto de vista de Lang, quien quería que la mujer fuese más determinante.

Años después, Fritz Lang lamentó no haber ido más allá en lo tocante al protagonista. En su opinión, arraigada en la situación de los Estados Unidos, tendría que haber sido un negro, y no un blanco. Sin embargo, la MGM no lo habría aceptado nunca, como él mismo denunció a través de una declaración de Louis B. Mayer, cofundador de los estudios: “la gente de color sólo se puede usar de limpiabotas o mozo de estación” (Who the Devil Made it, de Peter Bogdanovich). Había cosas intocables, incluso en detalles de apariencia inocua como el beso final de la película, que el director alemán tuvo que aceptar a pesar de odiarlo por “innecesario” y “cursi”, con razón. Como bien sabía él por lo que había visto en su patria, Hollywood no edulcoraba menos que la industria germana de la época, sometida al nacionalsocialismo. “Goebbels entendió el enorme poder propagandístico del cine, y me temo que ni la gente de hoy es consciente del tremendo medio de propaganda que es”, sentenció en aquella entrevista. Que la MGM tolerara Furia a duras penas no implicaba que estuviera dispuesta a que la crítica se le fuera de las manos; de hecho, estaba deseando que fuera un fracaso de taquilla.

En 1966, Arthur Penn llevó una historia similar a la gran pantalla: La jauría humana, de Horton Foote, cuyo guion corrió a cargo de la dramaturga Lilian Hellman, autora de obras tan indispensables como La calumnia, La loba (en realidad, Las zorritas) y Tiempo de canallas. El rodaje fue un desastre, y lo que empezó siendo un relato “sobre gente sin objetivos en una noche de sábado sin objetivos” se volvió tan “tórrido y enorme” que “todas las jovencitas tenían tres pechos”, ironizó Hellman, quien acabó harta de Penn y de la industria cinematográfica en general (New York Times, 1966). Pero, anécdotas aparte, y a diferencia de Furia, el verdadero protagonista de La jauría humana es, huelga decirlo, la jauría, es decir, la horda. Aquí no hay consideraciones sobre la irracionalidad de un grupo humano determinado en circunstancias muy específicas, sino sobre qué es realmente una sociedad entera y hasta dónde puede llegar cuando se basa en el culto al dinero y en una acumulación de brechas étnicas y de clase que se intenta ocultar a toda costa, enterrada bajo sonrisas y fiestas. Demasiada carga para suavizarla con una redención de última hora. 

El beso de Spencer Tracy y Sylvia Sidney (y la justa resolución jurídica del caso de Furia) dio paso en La jauría a la cara destrozada de Marlon Brando, decepcionado a la fuerza con la condición humana y el sistema que intentaba defender. Quizá por el vuelco que dio el mundo entre una y otra, la reflexión de la primera está más alejada de la actualidad que la reflexión de la segunda y, si quisiéramos sacar punta al asunto, de otra película muy relacionada con las dos: Perros de paja, de Sam Peckinpah, donde la esperanza ha desaparecido por completo. Aún quedaban espacios para afrontar los conflictos reales en el cine de masas y, en consecuencia, por el simple hecho de afrontarlos de un modo mínimamente amplio, de extender los anticuerpos culturales que pueden poner freno a la barbarie. No se había llegado a la pregunta que, en cierta ocasión –según Win Wenders–, formuló Lang a su vieja amiga Lotte Eisner: “¿Por qué te molestas en seguir yendo al cine? Ya no se ve ninguna película nueva. Se limitan a hacer lo mismo una y otra vez (The logic of Images, 1988). O dicho de otra manera, a no representar el presente.

En términos efectistas, de similitudes superficiales, es posible que el cinéfilo medio de nuestros días no acuda a películas como las mencionadas en busca de respuestas sobre algunos aspectos de lo que se está cociendo; por lo menos, teniendo cintas como El despertar de una nación, de Gregory La Cava, donde un político altísimamente demagógico llega al poder a partir de promesas como la recuperación del espíritu originario de la nación y del descreimiento de una sociedad cansada de esperar soluciones en vano (¿les suena de algo?). Desde luego, es improbable que el arcángel Gabriel se presente en la Casa Blanca y dé un nuevo programa político (directamente golpista) a su ocupante; en cambio, es posible que, al haberse perdido gran parte del pensamiento crítico en un bosque de clichés, la mayoría progresista prefiera lo improbable al seguro, doloroso y complejo cóctel de la localidad texana de La jauría. Sería algo parecido a lo que ocurre con el abuso habitual del término fascismo, que elimina la responsabilidad sistémica de la ecuación, exterioriza convenientemente el problema y lo limita a sectores incultos, casi desde el clásico error de Norberto Bobbio, quien se atrevió a afirmar que “donde había cultura, no había fascismo” (L’Expresso, 1982), redimiendo así a las siempre avanzadas élites.

Lotte Eisner, artífice de un excelente estudio sobre el cine expresionista alemán (La pantalla diabólica), además una biografía de Murnau y otra de Lang, dijo una vez a Werner Herzog, desde el trasfondo de la destrucción que había provocado el nazismo: “La historia del cine no les permite a los jóvenes directores como usted que se den por vencidos”. Se piense lo que se piense sobre la cinematografía de Herzog, no se puede negar que se lo tomó muy a pecho: cuando se enteró de que su maestra y maestra de tantos (Wenders entre ellos; por eso le dedicó París, Texas) estaba a punto de morir, se fue andando desde Múnich hasta la capital francesa en peregrinación cultural, convencido de que el gesto la salvaría. Absurdo, sin duda; pero, casualmente, Eisner sobrevivió a su crisis y, aunque los procesos sociales no se arrodillen ante supersticiones artísticas, dio toda una lección de compromiso y sacrificio, una de las pocas cosas que puede impedir que la furia de hordas y jaurías nos desborde; o peor si cabe: que acabemos como el burgués interpretado por Dustin Hoffman en Perros de paja, convertidos en el enemigo.