
Cabaret
Cuando Christopher Isherwood escribió ‘Adiós a Berlín’ Sally Bowles ya existía. Y no era un personaje de ficción
La leyenda de Sally Bowles, inevitable y lógicamente asociada a Liza Minelli, no había empezado en el Cabaret de Bob Fosse (1972); tampoco era hija del musical de Joe Masteroffs (1966), de la censurada película de Henry Cornelius (I Am a Camara, 1955) o de la obra de teatro del mismo nombre, de John Van Druten (1951), y ni siquiera se puede afirmar que surgiera en su totalidad del Adiós a Berlín (1939) de Christopher Isherwood, miembro del grupo de W. H. Auden. No, Sally Bowles ya existía cuando el novelista llegó a Berlín en 1930, y no era un personaje de ficción, sino un ser de carne y hueso, francamente excepcional: la actriz y bailarina Jean Iris Ross, que entonces sólo tenía diecinueve años.
Sin “la injusticia triunfante de la Historia” (Albert Camus, ¿Por qué España?), Ross sería muy conocida en nuestro país, al que acabaría ligada por motivos políticos y sentimentales de peso. Es la valiente reportera de Constancia de la Mora en Doble esplendor (1944), la corresponsal del Daily Express y el Daily Worker que siempre estaba en el frente, jugándose la vida bajo las bombas; una precursora en muchos sentidos, empezando por el feminismo de clase y, en clave más personal –por si alguien quiere tirar del hilo– la pareja de dos autores bastante relevantes: el periodista y miembro de las Brigadas Internacionales Claud Cockburn y, según John Sommerfield (The Imprinted, donde Ross aparece como Jane Reynolds), del poeta John Cornford, fallecido en combate cerca de Córdoba. Pero el día que Isherwood borró la imaginaria línea entre ficción y realidad, ella no era aún esa mujer.
En aquella época, Ross intentaba abrirse camino en el cine y las tablas (llegó a trabajar con Max Reinhard en Los cuentos de Hoffmann y Peer Gynt) mientras sobrevivía como cantante en bares de lesbianas y locales de mala muerte, que no se parecían nada al Kit Kat Klub. “La narración de Chris estaba muy, muy alejada de lo que realmente pasó”, aunque fuera cierto que “todos nosotros nos oponíamos radicalmente a las normas burguesas de la generación de nuestros padres –dijo una vez–. Por eso nos fuimos a Berlín. El ambiente era más libre” (Divine Decadence, de Linda Mizejewski); o, por lo menos, lo fue hasta que los nazis destruyeron la República de Weimar y, de paso, los cabarets de Jean Ross, sin duda más cercanos a las lecturas de Bertolt Brecht y Kurt Weill, incluso en términos económicos: “Ni Christopher ni yo nos podríamos haber permitido una sola copa o comida” en el club del famoso musical, puntualizó el escritor Stephen Spender, amigo de los dos (Life wasn’t a Cabaret, 1977).
El propio Isherwood reconoció en su autobiografía (Christopher and His Kind, 1976) que Auden y él no habían ido a Alemania porque estuvieran cansados de Gran Bretaña o les interesaran determinados procesos sociales, sino porque “Berlín significaba chicos” y era uno de los pocos sitios donde podían ser homosexuales sin acabar entre rejas. Como cabía esperar, el novelista quedó intelectualmente prendado de una mujer tan libre como Ross, que vivía su sexualidad sin miedo y, para disgusto de esta, tomó el apellido de otro de sus colegas profesionales –un tal Paul– y la convirtió en Sally Bowles, eliminando su ideología y enfatizando su no del todo falso aspecto de femme fatal. Había nacido un mito, y el mundo tardaría en descubrir que ese mito era una militante comunista comprensiblemente enojada por la confusión de persona y personaje, que la perseguiría toda la vida, por buenas que fueran las intenciones de Isherwood y el valor artístico de las sucesivas adaptaciones de su obra.
Décadas más tarde, cada vez que los periodistas querían conocer a “la verdadera Sally Bowles” –escribió su hija, la escritora Sarah Caudwell– seguían empeñados “en hablar de sexo”, algo que Ross toleraba a regañadientes y con una ironía no exenta de irritación, como demuestran sus palabras: “Dicen que quieren saber sobre el Berlín de los años treinta, pero no quieren saber nada del desempleo, de la pobreza o de los nazis marchando por las calles. Sólo quieren saber con cuántos hombres me acosté”. Sin embargo, eso no significa que Ross se arrepintiera en modo alguno de sus años juveniles o rechazara la influencia liberadora de la cantante ficticia, que por cierto debe mucho a la Marlene Dietrich de El ángel azul, de Joseph von Sternberg. A veces, las simplificaciones literarias tienen tanto recorrido que, al final, cuentan la verdad que habían mutilado y añaden contexto.
Entre las anécdotas del rodaje de Cabaret, hay una relativamente menor que lo ilustra. Bob Fosse tuvo problemas para encontrar la ambientación que necesitaba, y se vio obligado a pedir ayuda a su esposa, la gran bailarina y coreógrafa Gwen Verdon, quien desde luego merecería un artículo aparte. Había dificultades hasta con el vestuario, y Verdon las superó por el procedimiento de recorrerse los mercadillos y tiendas de medio París en busca de lo que nadie localizaba en la Alemania Federal, porque sus dirigentes habían eliminado hasta el último vestigio de la época, empezando por los corsés y los ligueros: “Pedí ropa real de los 30, sensual, sin sostén –declaró Liza Minnelli al Daily News en 1971–. Dije: que parezca de antes de la guerra, y todos los alemanes dijeron: ¿Qué guerra?”, como si el Tercer Reich y su víctima necesaria, la República de Weimar, no hubieran existido jamás.
Sin pretenderlo, Fosse destapó el foso político que había tapado Isherwood; sin pretenderlo, Isherwood impidió que el tradicional anticomunismo británico borrara a la persona que se ocultaba bajo Sally Bowles y, por el simple paso del tiempo, un personaje descargado a propósito de elementos subversivos pasó a ser “una especie de pionera de la mujer emancipada” (Caudwell, Reply to Berlin). Si aún viviera, es posible que Jane Iris Ross cambiara parcialmente de opinión en lo tocante a la novela de su antiguo amigo; a fin de cuentas, las palabras tienen vida propia y, cuando hay verdad en su canción de fondo, el cabaret rescata la vida real.