Mayte y Blanca, las guisanderas que mantienen viva la cocina de siempre en Asturias que tiene cien años de historia

Mayte y Blanca, las guisanderas que mantienen viva la cocina de siempre en Asturias que tiene cien años de historia

Madre e hija están al frente de Casa Lula, uno de los restaurantes con más solera de Asturias que desde 1925 en un pueblo de Tineo ofrece

Mayte y Blanca; Blanca y Mayte. Madre e hija; hija y madre. Son las dos mujeres que están al frente de Casa Lula, uno de los restaurantes asturianos más prestigiosos, que acaba de cumplir cien años y que es sinónimo de buena comida, excelente servicio, calidad y que sobrevive al paso del tiempo en un entorno rural, en uno de esos sitios a los que hay que ir a propósito: El Crucero, en Tineo.

Casa Lula resiste porque nunca ha dejado de cocinar con alma, y es ahí, en la cocina, donde todo el amor por el oficio de estas dos mujeres queda plasmado en cada plato. Cocina sin estridencias, con recetas históricas a las que hay que cuidar para que el sabor siga siendo el mismo, capaces de transportar a todos los comensales a las cocinas de antes, a cuando no había prisas y los guisos se dejaban reposar para que los caldos ganaran consistencia.

Es la cocina de Lula, que fue la fundadora de esta casa de comidas que abrió por primera vez en 1925 junto a su marido Alvarín, que había emigrado a Cuba y decidió invertir el dinero ganado en la aldea, cuando nadie veía el negocio en la zona rural asturiana y ellos sí lo vieron. Hoy son Mayte y Blanca, tercera y cuarta generación de mujeres de esta saga de cocineras con remango y coraje, las que siguen al frente de las cazuelas. Si hay algo que consigue unir a todas las mujeres que regentaron este negocio es la valentía, la capacidad de resistencia y el amor por el lugar de origen. Eso y don, el don por la cocina.

Todas ellas: Lula, Adina, Mayte y Blanca, han luchado hasta conseguir que en un pueblín de Tineo se coma el que, para muchos, es el mejor pote de Asturias. Su pueblo, su pote. Su receta. Y que nunca presentan a ningún concurso, porque las avala algo mucho más grande: el paladar de los comensales.

La fuerza de Mayte y Blanca, guisanderas las dos, se percibe nada más entrar en el local. Se las ve moverse entre fogones. Mayte cocina “por sensación”, no necesita medir los gramos de sal ni poner el reloj al horno. Su hija Blanca, que estudió en Barcelona Dirección Hotelera, llegó al negocio familiar con una visión más cuadriculada y con una libreta debajo del brazo donde lo apunta todo y va tachando. “Cuando acabé de estudiar en Barcelona, me fui a Inglaterra; después estuve en un hotel en Somiedo, trabajaba doce horas al día. No tenía vida. Así que pensé que estaba mejor en Casa Lula. En realidad, era algo que sabía, sabía que iba a terminar aquí, y no me arrepiento de nada”, explica Blanca. Mayte, que la mira de reojo desde un lado, reconoce que le hubiera gustado que su hija hubiera tardado “un poco más” en entrar en casa, pero no lo dice porque no le encante trabajar con su hija, sino desde esa visión de madre que no se diluye ni siquiera en los momentos en que discuten en la cocina, que también los hay.

“Al final estamos todo el día juntas, pero también sabemos disfrutar. Nos gusta ir a comer juntas por ahí y vamos a ir a ver a Juan Luis Guerra al concierto de Gijón”, explican. Las “Lulas” son una piña.


Mayte, Manolín y Blanca en la puerta de Casa Lula

En una silla, con una mirada chispeante de ojos azules que lo atraviesa todo, está Manolín, abuelo de Blanca y suegro de Mayte, que a sus cien años es quien les da el arrojo necesario para seguir luchando por el negocio cuando las cosas se ponen feas. Porque en Casa Lula, como ocurre en todos los negocios familiares, no siempre las cosas pintaron bonitas, y en estos cien años hubo casi de todo. Épocas muy buenas, “cuando había muchas bodas”; épocas complicadas, como la pandemia…

“Cuando a veces tienes un día negro y piensas que igual hay que cerrar el negocio, mi suegro, que es como un padre, se sienta y nos recuerda el esfuerzo que pusimos toda la familia en llegar hasta aquí”, asegura Mayte Álvarez.

Es la visión tranquila que da la mirada de un paisano de aldea, que vio hacerse grande un negocio y que sabe que, más allá de la buena comida, Casa Lula es la vida de un pueblo.

Manolín, hijo de Lula, nació en el negocio y se casó con Adina, que venía de una casa de labranza en Tineo donde no se sabía nada de cocina; solo lo básico para alimentarse. Pero aprendió rápido: tenía el don de las guisanderas, que saben aderezar los platos casi por instinto.

“Adina nos contaba que a Lula le daban cólicos de vesícula. Un día tenían a ocho para cenar, había que hacer un arroz con pollo y, como Lula se encontraba mal, le dijo a Adina que le dejaba los ingredientes. Creo que nunca se comió un arroz con pollo tan rico”, recuerda Mayte, que siempre escuchó la anécdota de su suegra, la del día que tomó los mandos de la cocina por vez primera, y que hizo el arroz con pollo más sabroso del mundo sin saber cómo hacerlo.

Madre e hija se complementan bien. Por la mañana madruga Blanca.

“Me gusta escuchar música mientras cocino o un pódcast. Como sé que a mi madre no le gusta madrugar, ella baja más tarde. La complicidad que tenemos nos facilita el trabajo, nos entendemos con una mirada”, explica Blanca, y le lanza esa mirada cómplice a su madre, que, en la silla de al lado, le da la razón.

Y a eso de las doce de la noche, Mayte se pondrá a hacer sus tartas, en el silencio de las noches de El Crucero.

Blanca Menéndez entró al negocio familiar con un montón de buenas ideas que había aprendido en Barcelona y que a su madre jamás se le hubieran ocurrido.

“Yo sabía que estaba de moda cenar con cava, y me parecían fundamentales detalles como salir a saludar a la gente en Nochevieja”… Y lo hicieron. Y Mayte escuchó las ideas renovadas de su hija, e hicieron más grande a Casa Lula.

Mayte conoció al que es su marido y padre de sus hijos siendo una nena, cuando estudiaba una carrera que jamás se arrepintió de dejar. Ella, de Pravia; él, de El Crucero.

“Tuve muchas oportunidades. Cuando conocí a Álvaro, ya sabía que tenían un negocio. Yo tenía 17 años; estuvimos cinco de novios y nos casamos. Estaba estudiando Económicas en Oviedo, pero un día me dijo que él lo que quería era casarse conmigo y venir para esta casa. Me pareció buena idea. Vine y me quedé. Trabajé desde el primer día, y fue sencillo porque mis suegros me pusieron el camino fácil”, cuenta Mayte.

Fueron años en los que aprendió y aprendió, y no solo con su suegra Adina, sino en cursos que impartían desde Hostelería de Asturias: “Operaciones básicas de cocina”, se llamaban.


Mayte y Blanca en la cocina de Casa Lula

Aunque ya llevaban años juntas en el negocio, el testigo de la cocina lo cogió Blanca hace tres años, y fue algo parecido a cuando su abuela tuvo que enfrentarse a aquel arroz. El día menos pensado tenía todos los ingredientes sobre la mesa, y lo hizo como su abuela: de forma ejemplar.

“Me caí y me rompí las dos manos y tres costillas, y entonces Blanca, que estaba en la sala, tuvo que entrar a la cocina”, recuerda Mayte. Ella ya ayudaba mucho en cocina, pero mientras su madre no podía mover las manos, Blanca cogió los mandos de Casa Lula.

“Teníamos seiscientas personas para comer y mi madre sin poder moverse. Recuerdo que yo subía con una libreta a su habitación y lo apuntaba todo, todo. Hacíamos videollamadas para montar bien los bizcochos: ella arriba y yo abajo”, relata Blanca.

Y ese día que cogió los mandos, sintió Blanca una sensación distinta en su chaquetilla de guisandera: le quedaba diferente, más ajustada.

Le habían otorgado el título en 2002 por ser nieta e hija de guisandera; se había formado en Barcelona, llevaba años ayudando en la cocina, pero ese día, sacando adelante un servicio frente a seiscientas personas con unos platos hechos por ella, fue guisandera de pleno derecho.

Casa Lula ha cumplido cien años, creciendo desde aquella taberna que abrieron en 1925 Lula y Álvaro, haciendo reformas y ampliaciones, “invirtiendo todo en el negocio”, pero manteniendo la esencia de la comida bien hecha, con ese toque de guisanderas que da la experiencia y el amor por los guisos.

Mayte y Blanca han encontrado el equilibrio en la cocina. No conocen una forma mejor de dar amor que seguir al frente de estos fogones. Mayte sigue condimentando por sensación; Blanca coloca a la perfección los ingredientes de la ensalada de perdiz.

El tándem perfecto que le da vida a los ojos de Manolín, que mira orgulloso a las mujeres que sostienen Casa Lula.

Pote, merluza que viene todas las semanas fresca desde Celeiro y que se rellena para convertirla en manjar, arroz con leche, requesón, formigos…

Mayte es una jubilada en activo al cincuenta por ciento; Blanca, la hija que ha tomado las riendas y que no quiere saber nada de “influencers” rondando por su salón.

En Casa Lula mandan los clientes, el olor de las potas y la frase de Manolín, que desde su sabiduría les recuerda que tanto esfuerzo ha merecido la pena:

“Esta puerta no se cierra”, dice él.

Y Mayte y Blanca se cruzan las miradas… y huele a pote.