Corruptos y corruptores

Corruptos y corruptores

La corrupción persiste en España a pesar de los múltiples organismos de control y reformas legales, lo que revela fallos estructurales más profundos en nuestra administración pública.

¿Cómo puede ser que, a pesar de todos los escándalos de corrupción que hemos tenido (desde el Franquismo, escondidos pero ciertos), de todas las rasgaduras de vestiduras y de todas las reformas de financiación de los partidos y de la contratación pública, sigamos padeciendo esta plaga bíblica en nuestro país?

No cabe pensar que estemos gobernados por una gente particularmente mala, por una casta, porque todas las castas que nos gobiernan (de izquierdas o derechas) degeneran en comportamientos corruptos. No cabe pensar tampoco que nos falten mecanismos de control. No existe en ningún otro país una panoplia de organismos de lucha contra la corrupción más numerosa. Tenemos alrededor de una docena de organizaciones. Entre otras, la todopoderosa Intervención General del Estado, el Tribunal de Cuentas, la Oficina de Conflictos de Interés, el Consejo de Transparencia, amén de dos fiscalías anticorrupción y dos cuerpos de policía nacionales (UCO y UDEF). Y estas sólo a nivel de la administración central. Luego hay que sumar, por supuesto, las agencias anti-fraude autonómicas y otros órganos locales. Entre todas, destaca el papel que puede jugar la Autoridad Independiente de Protección del Informante, en la que hay legítimas expectativas de que, bajo la presidencia de Manuel Villoria, pueda impulsar una estrategia más unificada.

¿Qué falla pues? Las conversaciones interceptadas por la UCO nos dan unas pistas: “Estamos enredando para intentar modificar el sistema de evaluación de futuras licitaciones. Para poder tener más control. Pero necesitamos trabajarnos a los interventores y abogados del Estado”. Ahí está la clave: en que cargos de designación política (en este caso, miembros de la presunta trama corrupta) cambian ad hoc las reglas para adjudicar los contratos públicos. Es eso lo que es prácticamente imposible en otras democracias consolidadas de nuestro entorno, de Finlandia a Portugal. Hay excepciones, siempre pueden ocurrir casos de corrupción, pero que alcancen la capacidad de retorcer adjudicaciones de contratos multimillonarios con esta facilidad, no. Al menos, no durante un periodo sostenido, como el que presumiblemente hemos padecido aquí. Y, por cierto, sólo se ha revelado gracias a que uno de los presuntos miembros de la trama (Koldo) decidió grabar sus conversaciones. Ninguna de la docena de órganos de vigilancia contra la corrupción lo detectó antes.

Si les preguntas a la inmensa mayoría de empresas contratistas con la administración, te dirán que no puede ser. Que ellas sufren una auténtica pesadilla de controles legales, que incluyen un papeleo redundante y creciente por momentos. Y, en muchos casos, para contratos de cuantía modesta, con márgenes de beneficio pequeños (cuando no raquíticos) y con pagos por parte de las administraciones contratantes que con frecuencia se retrasan.

Y es que este es el problema de la administración pública española: la doble dualidad, primero, entre un sector público que, en su 90%, se relaciona con las empresas mediante demasiadas regulaciones y, en un 10%, mediante regulaciones que pueden ser modificadas ad hoc; y, segundo, un sector público habitado, en un 90% por funcionarios de carrera altamente inamovibles, y un 10%, de cargos a dedo de los partidos políticos en las cúpulas de las administraciones. El resultado de esta doble deformidad es un exceso de procedimientos administrativos por un lado y de chapuzas por el otro. Esto es lo que hay que abordar.

Pero estas propuestas no son sexis. Lo más impactante cuando arrecian los escándalos de corrupción es decir que se va a ser implacable con los corruptos y los corruptores. Por ejemplo, castigando severamente a las empresas implicadas. Y, sí, los responsables deben pagar por sus desmanes, pero la responsabilidad de la empresa plantea problemas de implementación que, además, podrían llevar a la misma perversión que vemos con los castigos a la corrupción: a medida que nos ponemos más duros con los comportamientos corruptos, más incentivos tienen los grandes corruptores para diseñar sistemas para circunvalar esos castigos. Los castigos contra la corrupción desincentivan a los pequeños corruptores, pero los grandes jugadores invertirán recursos para, por ejemplo, en este caso, generar empresas-pantalla que les permitan esquivar las sanciones. Hay que aumentar los castigos, posiblemente sí. Pero todo indica que esta estrategia es insuficiente sin atajar los problemas estructurales de nuestras administraciones: el exceso de regulación y de politización.

En resumen, hay que poner en marcha una reforma de todo el sector público en nuestro país. Sin cambiar los fundamentos del Estado, la corrupción seguirá aflorando en la superficie.