Putofobia: siempre pierden las mismas

Putofobia: siempre pierden las mismas

La putofobia no es un fenómeno aislado ni un simple prejuicio individual: es un sistema de desprecio que recae, una y otra vez, sobre las mismas mujeres. Mujeres pobres, migrantes, racializadas, trans… Mujeres a las que se les niegan derechos y se les acumulan violencias

“La putofobia social tiene mucho que ver con el machismo, la misoginia, el odio a lo femenino, a las mujeres, y, sin embargo, en contra de lo esperable, en ciertos sectores del feminismo más institucional, que deberían luchar precisamente por estas cuestiones, es donde hay más putofobia. Este enfrentamiento ni siquiera es nuevo, es un debate histórico”. La cita está sacada de una entrevista que Carlos Soledad hizo en 2020 a dos trabajadoras sexuales en el medio El Salto. La descripción encaja como anillo al dedo en lo que se ha vivido estas dos semanas tras conocerse “la manera deshumanizante” con la que Abalos y Koldo García hablaban de las mujeres prostitutas en las conversaciones filtradas.

Más allá de la corrupción, estas grabaciones evidencian un desprecio estructural hacia las mujeres que ejercen el trabajo sexual. Vemos como son tratadas como cuerpos disponibles, sin voluntad ni derechos. Las conversaciones reflejan una deshumanización que, como analiza Ana Requena, no es anecdótica. Pero hay algo más una vez han salido a la luz estas vergüenzas y que va de la manera en que se está hablando de “las prostitutas” en medios, tertulias y redes. En cómo queda reflejado hasta qué punto el estigma de “puta” sigue funcionando como una categoría que legitima el desprecio y lo “ensucia” todo. No es algo propio de este caso ni de dos hombres concretos: es un síntoma de una cultura que normaliza esa mirada, que normaliza la putofobia.

La putofobia no es un fenómeno aislado ni un simple prejuicio individual: es un sistema de desprecio que recae, una y otra vez, sobre las mismas mujeres. Mujeres pobres, migrantes, racializadas, trans… Mujeres a las que se les niegan derechos y se les acumulan violencias. En el mejor de los casos, se las reduce a “pobres mujeres” sin autonomía; en el peor, se las borra por completo al equiparar de forma simplista prostitución y trata. Bajo esa mirada, sus experiencias se homogeneizan, y sus voces quedan anuladas, encajadas únicamente en el relato de víctimas pasivas sin capacidad de decisión, al tiempo que se simplifica y diluyen las problemáticas y especificidades existentes no solo en la explotación sexual, sino también en la prostitución donde si todo es violencia, nada es violencia, provocando una enorme indefensión a las trabajadoras sexuales

Hace falta un debate social y político real, no sostenido en el binarismo entre abolición o regulación, sino desde una perspectiva pro derechos, que escuche a quienes están en el centro de la cuestión. Las intervenciones abolicionistas y prohibicionistas en la esfera pública han normalizado el insulto, la ridiculización, la revictimización y la expulsión de las trabajadoras sexuales de los espacios de interlocución política, pero también de la defensa de su dignidad y sus derechos como mujeres cuando son parte de la noticia. También se le niega la posibilidad de agruparse y colectivizar sus preocupaciones, sus demandas y sus necesidades sin la intermediación de ninguna mujer que “las salve”. Si lo hacen son descalificadas como proxenetas.

En estos días, la forma en que se está hablando de las mujeres prostitutas no solo refuerza la putofobia y los estigmas ya existentes, sino que se convierte en una coartada perfecta para que determinados sectores del feminismo institucional, en especial el feminismo socialista, vuelvan a imponer su agenda abolicionista. Una agenda que no ha demostrado eficacia alguna para prevenir el machismo estructural dentro de sus propias filas, pero que se reactiva cada vez que las putas aparecen en escena, aunque sea de forma “accidental”. Esta instrumentalización no solo ignora sus derechos, sino que las coloca de nuevo en el centro del juicio social, moral y mediático, sin escuchar su palabra ni reconocer su capacidad política. Sin ellas.

En estos no-debates, que arraigan estigmas y reproducen opresiones y violencias, siempre pierden las mismas. Las mujeres a las que se deja con menos margen de maniobra porque son las que menos valen a ojos de las instituciones y el poder político: las pobres, las migrantes, las racializadas, las trans. Aquellas cuyos cuerpos están marcados por la precariedad, la violencia institucional y la exclusión no por ser putas, sino por la putofobia. Porque la putofobia no castiga una práctica, sino una posición social. Castiga a las de siempre.