
Y se fue Miguel
Miguel era un animal periodístico, en toda su dimensión. De esos que sabían encontrar el titular apropiado. Era verdaderamente genial, con una genialidad que no he vuelto a encontrar en prácticamente ninguno de los muchos periodistas que se han cruzado en mi camino
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Éramos dos jóvenes estudiantes de periodismo iniciando nuestro camino. Él trabajaba en una filial de American Express, yo en el Banco de Bilbao (BB), mientras estudiábamos la carrera universitaria. Era el año 1983 y un día, viendo juntos la información sobre Nicaragua en un Telediario, le dije: “¿Nos vamos a Nicaragua?”. Y nos fuimos.
“¿Qué has soñado hoy?”, nos preguntábamos cuando despertábamos en el amanecer de la Colonia Nicarao, en Managua, en casa de Mamá Elena, mientras encendíamos el primer cigarrillo de aquellos Valencia sin filtro que era el tabaco más barato entonces en Nicaragua. Luego, a lo largo del día, tocaba lidiar con el calor, las entrevistas, la guerra y el ron Flor de Caña en la Laguna de Tiscapa.
Durante algo más de un mes hicimos en Nicaragua un recorrido inolvidable. Yo no tenía apenas experiencia con la fotografía, pero él me enseñó. Llevábamos decenas de carretes que habíamos montado con cintas de Kodak a oscuras en el baño del piso en el que él vivía en Aluche. Montamos reportajes de texto, de audio y de foto (los free lance tienen que tocar todas las teclas) verdaderamente memorables, adentrándonos por primera vez en el periodismo de guerra. Fue nuestra primera experiencia profesional, nuestro bautismo de fuego, literalmente. Luego vino todo lo demás.
Éramos entonces amigos de dos referentes fundamentales de la cultura latinoamericana exiliados en España. Él de Eduardo Galeano y Helena, yo de Mario Benedetti y de Luz. Compartimos las amistades y todos creamos un vínculo indeleble.
Él dejo su trabajo, yo dejé el mío, y nos adentramos con pasión en el oficio del periodismo. Primero la entonces convulsa Centroamérica, luego el Cono Sur, la dictadura de Pinochet en Chile y de Stroessner en Paraguay, las recién recuperadas democracias de Uruguay y Argentina. Después Oriente Próximo, la Guerra del Golfo, él en El Sol, yo ya en RNE. Posteriormente la Antigua Yugoslavia. Y así, con trayectorias que se iban cruzando, entremezclándose. Él aventurándose en otros medios y formatos, televisión, documentales, investigación periodística; yo siempre en el mundo del reporterismo internacional y las corresponsalías.
Miguel era un animal periodístico, en toda su dimensión. De esos que sabían encontrar el titular apropiado (incluso aplicando la máxima que de que no permitas que la realidad te estropeé una buena crónica). Era verdaderamente genial, con una genialidad que no he vuelto a encontrar en prácticamente ninguno de los muchos periodistas que se han cruzado en mi camino. No voy a decir que era un ser humano excepcional. No, no lo era. Era un ser humano con sombras, con enormes imperfecciones, con páginas oscuras. Probablemente eso es lo que le convertía precisamente en humano y lo que hacía que, tras odiarle durante un rato, volviéramos a quererlo.
Galeano escribió un texto sobre Haroldo Conti, cuando la dictadura argentina lo desapareció, en el que le pedía perdón por no haberle dicho antes en vida lo mucho que le quería. Yo a Miguel le escribí una carta, en el año 1984, en el que le decía lo mucho que le quería y que quería decírselo por si la vida o la muerte alguna vez nos separaban. Se lo dije entonces, y se lo digo ahora que la muerte nos ha separado: te quiero, mi amigo, mi hermano Miguel… Que el nuevo camino que has emprendido te sea apasionante. Yo fumo y bebo un trago esta noche en tu nombre.