
Dudas existenciales ante unas lonchas de jamón
Llego al supermercado con la modesta intención de comprar algo para el desayuno. Hay quien diría que es en los actos rutinarios donde reside lo más puro de la voluntad; yo, en cambio, creo que en ellos habita una clase especial de asombro, el asombro de que la normalidad sea un ciclo que se repite dentro del caos del mundo. La única realidad a la que atenerse es la de saber en qué pasillo está el pan, todo lo demás es perversión y neoliberalismo.
Voy a ser sincero. Salí por pan sin recordar que ayer había comprado pan para hoy. El dejà vu me ha asaltado al agarrar el pack de dos molletes como una conexión psíquica con mi yo de ayer. Así que ya que estoy, busco algún complemento para el pan. Mi barbero Hakim dice siempre que el jamón es haram y el único pecado que yo le veo es que sea tan caro. Desayunar aguacate es prácticamente terrorismo medioambiental. Hace demasiado calor para la avena y la fruta por la mañana me sienta fatal. Hoy en día es complicado desayunar sin arrepentirse, así que agarro unos tomates y los peso haciendo las trampas justas para pagar lo que a mi me parece un precio razonable y se me ocurre también que el jamón york es un haram mucho más asequible a fin de mes.
Se da la circunstancia de que soy caprichoso. Hoy me apetece jamón, pero el resto del mes no lo voy a tocar. Casi cualquier opción me va a llevar a tirar algunas lonchas y vengo de una familia en la que mi madre besa el pan duro antes de tirarlo al cubo; en este súper no hay charcutería al corte y no puedo –y me daría vergüenza– pedir tres o cuatro tajadas finas de jamón cocido, por lo que me toca morir en el fiambre envasado.
Me detengo frente al lineal de embutidos como el que busca respuestas. Me fijo en una bandeja de york de marca blanca de aura modesta. Y mientras me aseguro de que el contenido del paquete es jamón y no una pseudocosa industrial laminada y malamente llamada jamón, me quedo absorto leyendo la etiqueta. Puede leerse: “Contiene cinco o seis lonchas”. Ni más ni menos que cinco o seis, entiendo que jamás al mismo tiempo. Cinco o seis lonchas. Es una declaración de límites.
Sé que estamos en el crepúsculo de los tiempos y que lo mismo pasado mañana salimos todos por los aires, pero echo un vistazo a mi alrededor porque necesito hablar con alguien del tema. Ocurre que esa oscilación entre dos certezas detona mi inquietud y los tomates empiezan a sudar en la bolsa y mi frente empieza a sudar del esfuerzo y el reponedor suda a mi lado porque lleva trabajando a destajo toda la mañana y debe estar pensando en el pedazo de imbécil que soy divagando ante un trozo de jamón como si estuviese ante las puertas de los misterios eleusinos.
Cinco o seis lonchas. No sé qué es lo que me inquieta más, si la indeterminación o la tranquilidad con la que se expone. Es como si alguien hubiera decidido que eso es lo máximo que puede abarcar la duda humana sin desmoronarse. O lo mismo no se trata de contar con exactitud sino de sostener la tensión entre la carencia y la abundancia, o de dibujar la línea entre lo que necesitamos y a lo que aspiramos. Bueno, o quizá solo sea una forma que tiene el empresario de comunicar al resto del mundo que sus máquinas se le han rebelado y que, como en una revolución proletaria, ha perdido el control de los medios de producción. Si necesitas ayuda, parpadea dos veces.
Cuando llego a casa ya casi no es hora de desayunar y en la tele se maravillan con la precisión con la que un submarino estadounidense ha alcanzado las instalaciones nucleares iraníes. “Ha sido un golpe milimétrico”, comentan, mientras yo abro el blister de jamón que me ha costado 1,47 para averiguar si son cinco o seis las lonchas que voy a desayunar. Lo cierto es que cuando queremos nuestra precisión es abrumadora. Podemos mapear el genoma humano y bombardear una azotea desde miles de kilómetros o hacer que un coche se aparque solo, pero no podemos, o no queremos, garantizar si hay cinco o seis lonchas de jamón en un paquete.
Esto me parece revelador en tanto hay zonas de la vida que preferimos dejar a la incertidumbre, porque la precisión nos obliga a hacernos responsables. Porque si sabemos que hay seis y solo vamos a necesitar cuatro, la culpa se vuelve concreta; la gestión, nefasta. Pero si no lo sabemos, no se pierde nada porque no se espera nada de nosotros. Voy a desayunar pan, tomate y jamón con la duda resuelta de si me ha tocado la quinta o me han regalado la sexta. Dado el caso es mejor medir la incertidumbre en gramos que en lonchas.