
El nuevo imperio antiguo
Cuando te crees un dios, tienes un problema. Cuando los demás te tratan como si fueras un dios, el mundo tiene un problema. Y eso es lo que ocurre con Donald Trump
Todo esto es absurdo. Y es aún más absurdo intentar encontrarle la lógica o el sentido.
Resulta que una cumbre de la OTAN se organiza con el único fin de evitar que un bebé de 79 años, Donald Trump, monte una pataleta. Resulta que el bebé, narcisista y megalómano, exige que sus socios de la OTAN aumenten hasta niveles de guerra el gasto militar, con el único fin de que compren armamento estadounidense. Resulta que el bebé de las pataletas dice que las armas hacen falta para contener el expansionismo del déspota ruso, Vladimir Putin, quien resulta ser su amigo y, hasta donde se sabe, aliado. Resulta que el secretario de la OTAN, Mark Rutte, un personaje execrable que llegó al gobierno holandés de la mano de la ultraderecha, propugnó el austericidio tras la gran crisis, intentó frenar las políticas comunes europeas contra la pandemia y aplicó en su país medidas xenófobas, se siente feliz, por la razón que sea, lamiéndole el culo al bebé estadounidense.
Esto ya no es el imperialismo moderno que conocíamos. Para encontrar paralelismos con la actualidad hay que mirar unos 20 siglos atrás. Hay que mirar a Roma.
Algunos emperadores romanos tienen muy mala fama. Son, en general, aquellos que fueron sucedidos por sus enemigos: la historia es de quien la escribe. Nerón, por ejemplo, con toda su megalomanía, su estatua de 30 metros y su Domus Aurea, fue un emperador bastante eficiente. Calígula nunca se planteó seriamente nombrar senador a su caballo y no fue, probablemente, la bestia cruel que describieron sus sucesores, pero gobernó a golpe de capricho y erró en casi todo. La transexualidad (eran otros tiempos) tampoco ayudó a su prestigio. Marco Aurelio Antonino Augusto, tras su muerte llamado Heliogábalo, llegó al poder con sólo 15 años y reinó durante menos de cuatro, pero en ese breve tiempo consiguió granjearse un desprecio generalizado.
El gran inconveniente de aquellos emperadores fue el tonteo con la divinidad. Cuando te crees un dios, tienes un problema. Cuando los demás te tratan como si fueras un dios, el mundo tiene un problema. Y eso es lo que ocurre con Trump.
El trumpismo es un fenómeno indeciblemente pueril. El único objetivo real de Donald Trump, el puñetero bebé de las pataletas, es bajar aún más los impuestos a los ricos, de los que forma parte, y hacerse aún más rico aprovechando su cargo. En su mundo infantil, la forma de evitar el desplome de la economía estadounidense pasa por imponer nuevos tributos a las tribus sometidas por el imperio: aranceles, compra de armas, etcétera. Esa fue también la política económica de Calígula. Un emperador a quien, durante la entronización, la multitud aclamó como “nuestro bebé” (ay, la lucidez romana). Un emperador que quiso erigir una estatua de sí mismo como dios en el templo de Jerusalén.
(Lo de las estatuas de Trump a lo largo y ancho del imperio llegará, es sólo cuestión de tiempo).
Y nosotros miramos, estupefactos. Miramos el imperialismo caprichoso que ampara genocidios y admira las tiranías. Miramos a esos billonarios, tan lejanos a nosotros, que alquilan una ciudad como Venecia para su boda y regalan a sus amigas viajes espaciales. Miramos el vaciado de las instituciones (en el mundo y en España) a conveniencia de los nuevos césares, grandes o pequeños. Miramos cómo campan por el planeta la injusticia, la desigualdad y la vesania. Miramos, estupefactos, como si esta putrefacción no tuviera nada que ver con nosotros.
Como siervos, miramos e inclinamos la cabeza.
Con esta nota optimista me despido. Volveré a dar la lata en septiembre, si la autoridad no lo impide y el tiempo lo permite.