
El ruido del ascensor
La DANA nos dejó empantanados, literalmente y en sentido figurado. Porque una cosa son las inundaciones y otra muy distinta es lo que viene después: la lentitud, la burocracia, la espera eterna
Ni los gritos en el pleno del Congreso ni los tambores de guerra lograron silenciar el ruido que más ansiábamos escuchar en mi edificio: el zumbido del ascensor arrancado. El jueves pasado, después de ocho largos meses, volvió a funcionar. Qué cosa tan insignificante en medio de escándalos de corrupción, qué nimiedad mientras se agita peligrosamente el tablero político mundial. Pero qué importante al mismo tiempo para la vida cotidiana, me digo cada vez que aprieto el botón de llamada. Y, probablemente, ahí esté el problema, que pasamos por alto lo que de verdad sostiene nuestra vida diaria.
Habían pasado 232 días en los que subimos y bajamos a pulso el carrito de mi bebé, la bici de mi hijo mayor y las bolsas de la compra. Pero todo eso no es nada comparado con lo que ha vivido mi vecina del segundo, que va en silla de ruedas. Para ella, la avería del ascensor no fue solo una incomodidad: fue una parálisis forzada. Las escaleras se convirtieron en una frontera infranqueable con el mundo exterior y su vida se detuvo el 29 de octubre de 2024 con la misma brusquedad con la que la nuestra solo se volvió cuesta arriba.
La DANA nos dejó empantanados, literalmente y en sentido figurado. Porque una cosa son las inundaciones y otra muy distinta es lo que viene después: la lentitud, la burocracia, la espera eterna. Basta dar un paseo por mi pueblo, Aldaia, para ver fachadas desconchadas, garajes inutilizados y ascensores que siguen fuera de servicio, porque hay vecinos y vecinas que han tenido aún peor suerte. Intentamos recuperar la normalidad mientras me pregunto si lo que realmente hace falta es que las cosas vuelvan a ser como antes.
Y es que todo apunta a que lo ocurrido no será una excepción. El clima extremo ya no es algo lejano ni puntual. Las DANAS, las olas de calor, las inundaciones… están aquí y han llegado para quedarse. Ignorar una y otra vez las alertas llevará a consecuencias peores si no actuamos ya. Adaptarse no es una opción, es una urgencia. Hay que prevenir, sí, y repensar infraestructuras, pero también hay que establecer mecanismos de respuesta más rápidos, más humanos, más justos. Y da mucho miedo y enfado pensar que esta necesidad tan real vaya a quedar sepultada bajo los escándalos. El escenario que vivimos y que viviremos nos sitúa en una disyuntiva compleja: si no tomamos parte de los cambios necesarios, si no exigimos y planteamos una transición justa y un escenario de futuro que escuche al planeta y las necesidades reales de la gente nuestro destino será que la misma élite que nos vocifera hoy y, la más peligrosa, la que sigilosamente acumula poder, decida por nosotros y nosotras. Quedará en sus manos decidir qué migajas nos deja en el nuevo reparto de equilibrios, qué energía podemos consumir, cuánta agua y hasta cuántos alimentos. Cosas tan cotidianas y tan cruciales a la vez.
Ayer, cuando el ascensor volvió a sonar, muchos lo celebramos como si fuera una victoria. Y lo fue, a su manera. Pero también fue un recordatorio de todo lo que falló en el camino. Ojalá aprendamos. Ojalá nos encontremos.