
Corrupción con traje progresista
Es trágico constatar que no se corrompieron para sobrevivir, ni por desesperación, sino por avaricia. No fueron víctimas de un sistema que los empujaba a delinquir, sino cómplices entusiastas de una lógica de privilegios que decían combatir
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La mitad de los españoles percibe un salario inferior a 22.300 euros anuales, lo que se conoce como salario mediano. En el otro extremo, el 20% más rico de los asalariados supera los 37.177 euros al año, y el 1% más acomodado ingresa más de 89.204 euros anuales. Estos datos, recogidos por la Encuesta de Estructura Salarial, ayudan a contextualizar los ingresos laborales en España, aunque no incluyen rentas de capital, alquileres o herencias, que ensanchan aun más la brecha económica.
Santos Cerdán, hoy encarcelado, recibía como diputado una asignación anual de unos 72.000 euros, mientras que el exministro José Luis Ábalos, por su parte, cobraba 78.858 euros. Ambos eran, en consecuencia, parte del estrato más acomodado de la población española en lo que se refiere a rentas salariales. Pese a ello, todo parece indicar que creían merecer más.
En ocasiones, las burbujas socioeconómicas ciegan a quienes habitan en ellas. El reputado economista Jesús Fernández Villaverde lo dejó claro en un polémico mensaje en redes sociales, en el que tachaba de “mediocridad económica” creer que ganar 250.000 euros al año en Madrid es “vivir bien”. Para él, una renta de un millón de euros anual no alcanza para “lujos de película”. Estas afirmaciones, que parecen venidas de otro planeta para la mayoría social, solo se entienden si se compara a las élites españolas con sus equivalentes estadounidenses, que era lo que él estaba haciendo. Dentro de esa burbuja, hasta los ricos pueden sentirse pobres.
En ese mismo tono se han expresado algunas quejas recientes de Ábalos. Según se recoge en prensa, lamentó que altos cargos nombrados por él cobraban casi el doble de su salario como ministro. Tal vez por eso Ábalos no se consideraba parte del 20% más acomodado de la población española, sino como un “perjudicado” dentro de su nuevo entorno. Si es así, perdió completamente el vínculo con la realidad que decía querer transformar.
Sea cual sea su justificación, algo llevó al ministro Ábalos, a su asesor Koldo y al diputado Cerdán a organizar y desplegar una red de corrupción. Y aún no sabemos cuántas personas más están involucradas. Lo que sí sabemos es que todas ellas despreciaron la esencia del servicio público, lo cual resulta especialmente grave cuando se trata de figuras que se proclaman de izquierdas y defensoras de lo público. Toda corrupción es un veneno para la democracia; pero cuando proviene de quienes deben encarnar la regeneración democrática, el golpe es doblemente doloroso.
Quizás creyeron que merecían más y se sintieron legitimados para buscar una especie de “justicia personal” por vías ilegales. Pero nadie en la izquierda –y tampoco la ciudadanía en general– podrá verlos nunca de ese modo. Para la mayoría social, los políticos son percibidos como una élite privilegiada, percepción que se apoya en mitos, pero también en verdades: en términos salariales, forman parte del estrato más alto. Ante casos de corrupción, el imaginario colectivo ve a unos privilegiados intentando ser aún más ricos. Y esa es la peor imagen posible, con consecuencias políticas fatales.
Lo que han hecho es imperdonable. No solo han traicionado el mandato democrático que se les confió en las urnas; han quebrado la confianza de quienes aún creemos que lo público puede y debe ser gestionado con honestidad, justicia y sentido del deber. La mayoría de los votantes progresistas nunca disfrutarán de salarios siquiera parecidos a los que tenían estos corruptos antes de iniciarse en las prácticas delictivas. La ruptura emocional es incalculable.
En plena ofensiva reaccionaria global, cuando la democracia necesita más que nunca defensores valientes y coherentes, estas personas eligieron servirse a sí mismas en lugar de servir al pueblo. Y lo hicieron además aprovechándose de un Gobierno asediado y débil que, con todas sus insuficiencias, lucha por proteger lo común, redistribuir la riqueza y regenerar las instituciones. En lugar de defender ese proyecto, los corruptos han cavado un túnel por el que se ha escapado la credibilidad de la izquierda y los votos de decenas de miles de españoles. Desgraciadamente, este tipo de casos contribuye a ocultar y difuminar la impoluta gestión que muchas otras personas de izquierdas hemos hecho cuando hemos estado gobernando. La expresión popular “meter a todos en el mismo saco” describe bien el sentir general actual de una ciudadanía hastiada.
Por si fuera poco, esta trama ha alimentado la narrativa reaccionaria que equipara lo público con lo ineficaz y a lo político con lo corrupto, dejando a quienes defendemos lo contrario más expuestos, más debilitados, más solos. Y es trágico constatar que no se corrompieron para sobrevivir, ni por desesperación, sino por avaricia. No fueron víctimas de un sistema que los empujaba a delinquir, sino cómplices entusiastas de una lógica de privilegios que decían combatir. Estaban entre el 20 % más rico de la población y, aun así, sintieron que merecían más.
La corrupción de un político conservador perpetúa el cinismo. Pero la de un político progresista ahoga la esperanza. En esa situación, la democracia se convierte en un ritual vacío que pueden ocupar las fuerzas reaccionarias. Por eso este escándalo no es solo un delito: es una herida política profunda, que exige una respuesta clara y contundente. Hace falta una regeneración ética que devuelva el servicio público a su lugar original: el de la lealtad incondicional a los de abajo. Hace falta un cambio de guion y de ciclo que restaure la esperanza y permita recoser rápido la herida. Todo lo demás será papel mojado.