La misión

La misión

A las 19:50:00 UTC del día 15 de julio de 1975, la Soyuz-19 despegó del cosmódromo de Baikonur; siete horas después, el Apolo-18 hizo lo propio desde el Centro Espacial John F. Kennedy. Su objetivo, acoplar las dos naves en el primer proyecto conjunto de la URSS y EEUU lejos de la Tierra

A las 19:50:00 UTC del día 15 de julio de 1975, la Soyuz-19 despegó del cosmódromo de Baikonur (Kazajistán); siete horas después, el Apolo-18 hizo lo propio desde el Centro Espacial John Fitzgerald Kennedy (Florida). En su interior, respectivamente, viajaban dos cosmonautas y tres astronautas que iban a cambiar –siquiera de forma breve– las relaciones internacionales de la guerra fría y el curso de la entonces llamada “carrera espacial”: Alexéi Leonov, Valeri Kuvásov, Tom Stafford, Vance Brand y Deke Slayton. Su objetivo, acoplar las dos naves en el primer proyecto conjunto de la URSS y EEUU lejos de la Tierra.

En los cincuenta años transcurridos desde aquel día han cambiado muchas cosas. La caída de la URSS tuvo consecuencias que aún sufrimos, porque a pesar de que el socialismo no se limitaba a la experiencia soviética, su desaparición derrumbó el ideal de un sistema alternativo al capitalismo y, al no reformularse dicho ideal (como propone Alain Badiou, por ejemplo, en Observaciones sobre la desorientación del mundo), la humanidad acabó donde estamos hoy: en el amanecer de una distopía ciberpunk no demasiado alejada de las obras de William Gibson (Neuromante, Monalisa acelerada, etc.) o, salvando las distancias, Richard Morgan (Leyes de mercado), con megacorporaciones que controlan la política y la información y gobiernos al servicio de las megacorporaciones. No hay un solo aspecto de las relaciones sociales y políticas de nuestra época que no esté sometido a esa dinámica de destrucción del bien común, que en su plano más llamativo es una transferencia masiva de rentas a favor de un puñado de ricos. Y desde luego, el espacio exterior tampoco está a salvo de ello.

Si los beneficiarios de ese proceso vencen todos los días la gravedad de los Estados, si no se les paran los pies ni en cuestiones tan cruciales para la mayoría como la vivienda y la pobreza, es obvio que la gravedad de nuestro planeta no les supondrá ningún obstáculo cuando tengan los medios técnicos que necesitan. Los casos de SpaceX y Blue Origen son sólo el principio de lo que va a pasar. Los tratados internacionales sobre el espacio (sobre todo, el de 1967) se oponen claramente a su privatización y a la apropiación nacional de los cuerpos celestes, pero con el valor habitual de los derechos básicos en las constituciones políticas: el de papel mojado. Como decía J. G. Ballard (empiecen por El mundo sumergido) nada es tan determinante como «los vastos imperios comerciales» que mueven gigantescas sumas de dinero por todo el globo terrestre y «a la velocidad de la luz» (revista Seconds, 1996). De hecho, lo único que ha impedido hasta ahora que impongan su ley en el camino de las estrellas es que el ladrillo y la especulación, por así decirlo, son más rentables que el desarrollo de sistemas de propulsión y mantenimiento vital.

En la entrevista de Seconds, Ballard afirmó que la era espacial no había durado ni quince años, contados a partir “del primer vuelo de Gagarin”. Las previsiones de la ciencia ficción habían sido tan acertadas en lo social como desacertadas en lo tocante a los viajes espaciales. Sin embargo, esa no era aún la situación cuando miembros de la NASA y la Academia de Ciencias de la URSS entraron en contacto en 1969 para preparar una misión conjunta; en parte, porque los primeros querían impedir que Richard Nixon recortara el presupuesto de la agencia estadounidense. Tres años después, Alexéi Kosiguin y el propio Nixon firmaron un acuerdo de cooperación para “la exploración y uso del espacio ultraterrestre con fines pacíficos” que incluía el programa experimental Apolo-Soyuz; seis años después, el 17 de julio de 1975, las dos naves se acoplaron sin problemas después de que Leonov se comunicara con Stafford para decirle: “Tom, no te olvides de tu motor, por favor”, refiriéndose a los propulsores delanteros del Apolo, que podían dañar la Soyuz si se olvidaba de apagarlos (The Partnership, de Edward Clinton y Linda Neuman).

“En lugar de ocuparnos de la guerra fría, nos ocupamos de la cooperación –llegaría a decir Valeri Kovásov–. Y permítanme recordarles que sólo hubo un sector con el vigor necesario para hacerlo: la cosmonáutica”. Que dicha cooperación quedara luego en suspenso y no se retomara hasta finales de la década de 1980 (con las misiones internacionales de la Mir, la estación espacial soviética), es asunto aparte. El agravamiento de las tensiones entre las dos superpotencias, los problemas presupuestarios de la URSS y el error que cometió la NASA al sustituir el programa Apolo por el carísimo y casi publicitario programa de los transbordadores detuvo la evolución del proceso, que por entonces era –esto es fundamental– público, en el sentido de que dependía estrictamente de las agencias gubernamentales. No había sitio para los Elon Musk y, como no lo había, pocos se plantearon la posibilidad de que el espacio exterior quedara algún día en manos privadas por la simple y vieja razón del poder económico. Además, nadie imaginaba que la URSS estaba a punto de hundirse.

En principio, y para los que tienen preocupaciones de verdadero calado, como la creciente dificultad de sobrevivir en sociedades cada vez más injustas, puede parecer que el espacio exterior es un cuento ajeno a sus intereses; también se lo debió de parecer la conquista de América a nuestras contrapartes del siglo XVI, aunque aquella conquista no estuvo inicialmente en manos de ricos, sino de pobres. Sin embargo, el problema del espacio no es menor; ni siquiera en la dirección que criticó Kurt Vonnegut (lean Matadero cinco) cuando dijo, refiriéndose a la misión del Apolo 11, que “con esa cantidad de dinero, lo menos que puede hacer [la NASA] es descubrir a Dios” (CBS Evening News, 1969). Ahí, Vonnegut no estuvo fino, aun estándolo en apariencia: olvidó, casi como la URSS, que nuestra especie necesita algo más que una mejora de las condiciones materiales; y olvidó, como tantas personas, que no es la inversión en investigación espacial lo que daña las condiciones materiales de la gente y que, en todo caso, la cuestión es otra: si se invierte bien o no y si son los gobiernos o las grandes empresas quienes se llevan el gato al agua.

Cuando la Soyuz-19 y el Apolo-18 se acoplaron, la mayoría de la población pensaba que la Historia de la humanidad es una línea necesariamente ascendente. En realidad, ni lo es ni lo ha sido nunca y, tanto es así, que se empieza a poner en duda hasta la prohibición de situar armas en nuestra órbita, como si no bastara un «error técnico» (Kuvásov. Soviet Life, 1989) para provocar una catástrofe. Cualquiera diría que estamos destinados a ser los Asnos estúpidos (1957) de Isaac Asimov, pero no lo estamos en absoluto. Sólo tenemos que recuperar el espíritu de la misión de 1975 y recordar, como reza el preámbulo del tratado internacional de 1967, que «la exploración y la utilización del espacio ultraterrestre se debe efectuar en bien de todos los pueblos» y con independencia de «su grado de desarrollo económico y científico».