La infinita espera en la casa de los horrores: cinco familias atrapadas en un edificio de la Sareb en Cádiz

La infinita espera en la casa de los horrores: cinco familias atrapadas en un edificio de la Sareb en Cádiz

El edificio del número 19 de la calle Javier de Burgos, en pleno casco histórico de Cádiz, está en ruinas. En lugar de estar desalojado, sigue habitado por niños, ancianos, madres solas… Todos con contratos de alquiler legal, todos pagando una renta mensual a pesar del derrumbe físico, y emocional, que hay alrededor

Con hijos y sin casa: la desesperada lucha de tres madres sin opciones a una vivienda digna en Cádiz

Khaoula retira una losa del suelo de su casa y se asoma al vacío. No es una grieta ni una hendidura pequeña: es un agujero que da directamente a la vivienda de abajo, a varios metros de altura. El techo del piso inferior se desplomó hace semanas, y el suelo que ella pisa, donde juegan sus hijos, donde cocinan, donde duermen todos juntos, ya no es más que una superficie temblorosa. Por eso, los seis miembros de su familia duermen desde hace meses en el mismo salón, apiñados entre colchones y cajas, con la esperanza de que ese trozo de casa aguante.

Las catas técnicas que han hecho en las vigas para evaluar el estado del edificio han abierto nuevas vías de entrada para las cucarachas, que emergen por las noches, cruzan las habitaciones y se enredan entre las cabezas de sus hijos mientras duermen. Más de una vez, de madrugada, uno de los niños se ha despertado sobresaltado. “Mamá, esto no es una casa, esto es un infierno”.

El edificio, en el número 19 de la calle Javier de Burgos, en pleno casco histórico de Cádiz, está en ruinas. Pero en lugar de estar desalojado, sigue habitado por cinco familias. Allí viven niños, ancianos, madres solas… Todos con contratos de alquiler legal, todos pagando una renta mensual a pesar del derrumbe físico, y emocional, que hay alrededor.

Khaoula Ben vive con su marido y sus cuatro hijos, de entre 5 y 14 años. Llegaron hace años y su casa ha ido deteriorándose sin que el propietario primigenio, ni ahora la Sareb, hayan hecho nada por reparar o cuidar de ese inmueble. Cada día que pasa en la casa es como una coreografía del miedo: suben por escaleras resquebrajadas, cruzan pasillos con cables colgando y losas frágiles, esquivan humedades y charcos cuando llueve. En invierno, el agua se cuela por las paredes como una corriente subterránea. Ha habido ratas, malos olores y plagas de cucarachas que aparecen como un ejército. “Una noche mi hija se despertó gritando. Le había entrado una cucaracha en el pelo. ¿Cómo se le explica a un niño que tiene que dormir en medio de eso?”, se pregunta.

El edificio es propiedad de la Sareb, el llamado “banco malo”, que lo adquirió tras un proceso de embargo y cuya intervención ha sido tardía. Solo cuando su caso empezó a hacerse público. Desde la sociedad lamentan el estado de la vivienda, han ofrecido un realojo, y se ha limpiado la finca y empezado unas catas técnicas para analizar el estado del edificio, que es lo que les ha generado que tengan unos agujeros en el techo por donde entran cucarachas.

La Asociación Proderechos Humanos y el Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Cádiz denunciaron públicamente hace semanas este caso tan flagrante de infravivienda, en el que se vulneran a diario derechos básicos. Es más grave porque no depende de la voluntad de un privado, sino de una sociedad con capital público, que, según estos colectivos, no debería permitir que en un edificio de su propiedad malviviesen de esta manera ni adultos ni ocho menores de edad. Por eso en las calles aledañas cuelgan carteles y pancartas pidiendo una solución urgente.

La única alternativa ofrecida por ahora ha sido una vivienda en San Fernando, también propiedad de la Sareb. Khaoula la ha visitado. La vivienda es nueva, pero es muy pequeña para los seis miembros de la familia. Tiene dos habitaciones. Además de la falta de espacio, el cambio implicaría abandonar su barrio, el colegio de los niños, su trabajo. Khaoula trabaja como auxiliar a domicilio, con turnos muy ajustados y personas mayores que dependen de su puntualidad. Un traslado a otra ciudad haría imposible que mantuviera ese empleo. “Una de las abuelas que cuido necesita sus pastillas por la mañana. Si yo llego tarde, ¿quién se hace cargo de eso?”.

El Ayuntamiento de Cádiz les ha instado a marcharse, a aceptar esa casa en San Fernando. Se ha ofrecido a pagarles un bonobús. No puede proponerles una casa de realojo porque, por delante de ellos, hay numerosas familias gaditanas en una lista de espera. Para la oposición, especialmente para Adelante Izquierda Gaditana, la solución municipal del gobierno de Bruno García (PP) es “ofensiva”.

Las familias no se niegan a salir. Se niegan a ser desplazadas sin garantías. “No nos dan nada por escrito. Nos dicen que es algo provisional, pero no sabemos si volveremos, ni cuándo. Solo palabras. Yo he pedido una cosa muy sencilla: que si tenemos que irnos, que sea con un papel que lo diga, con fechas claras, con una solución digna. Pero hasta ahora todo es aire”. Khaoula ha llamado decenas de veces a los técnicos, a Urbanismo, a los responsables de la Sareb. “Si no llamo yo, nadie se entera de nada. Estamos siempre a la espera, como si no existiéramos”.

Mientras tanto, la finca sigue deteriorándose. Los técnicos han hecho inspecciones, pero los vecinos dudan de los informes. “Nos dijeron que iban a venir con el arquitecto, que iban a mirar las vigas, pero después nos dicen que ya tienen la evaluación hecha. ¿Cómo? ¿Si nadie ha entrado todavía?”. Los puntales que deberían reforzar los techos se retrasan. Los escombros aún no han sido retirados del todo. La rehabilitación no ha comenzado, y el plazo inicial que se manejaba —entre nueve meses y un año— ya ha sido desmentido por los propios operarios. “Este edificio necesita, al menos, dos años y medio, tres, quizás más”, les han dicho los obreros que han ido pasando por allí.

Y mientras todo eso se dilata de forma infinita, la vida en el número 19 sigue siendo una ruleta. Khaoula recuerda el día en que el techo falso del dormitorio bajo el de sus hijos cayó de golpe. “Pensé que era un terremoto. El estruendo fue brutal. Salimos todos corriendo. Los niños lloraban. Nos metimos todos en el salón, por miedo. Desde entonces no dormimos separados”.

A pesar del miedo, a pesar del desgaste, nadie se ha rendido. Las vecinas se han organizado, han hecho públicas sus denuncias, han acudido a plataformas, han exigido al Ayuntamiento que actúe. Han repetido que no quieren privilegios, que no piden caridad. Solo justicia. Solo un lugar seguro donde criar a sus hijos, donde poder descansar por las noches sin sobresaltos. Donde la infancia no se viva como una amenaza continua, donde una casa no sea el infierno para un niño. Khaoula no desea milagros ni le gusta hablar de una vida soñada. “Es que yo no quiero soñar, yo quiero que se cumpla un derecho básico. Yo quiero una casa digna”.