EEUU 250-Thoreau 208: un cara a cara con el filósofo estadounidense de la naturaleza

EEUU 250-Thoreau 208: un cara a cara con el filósofo estadounidense de la naturaleza

Hoy más que nunca, el Diario de Thoreau nos llega con plena frescura como una práctica y un manifiesto en favor de la sensibilidad, en favor del cuidado hacia todo lo que nos rodea

El pasado 12 de julio se cumplieron 208 años del nacimiento de Henry David Thoreau. El gran filósofo trascendentalista y pionero de la escritura naturalista. Es un aniversario que merece ser recordado, celebrado, especialmente en estos tiempos. Los Estados Unidos de América se acercan también al 250º aniversario de su nacimiento como nación, que llegará el 4 de julio de 2026. Dado el clima de crispación y delirio del país en estos momentos, aún no está claro qué se va a celebrar exactamente. Pero celebración, seguro, la habrá.

Thoreau nació en Concord, Massachusetts, en 1817. De joven estudió en Harvard, probablemente un estudiante curioso y lleno de preguntas. Ya algo más mayor, terminó pasando una noche en la cárcel. La lección de esa noche nos legó su “Desobediencia civil”, un manifiesto político que, en el pasado, ha inspirado a figuras como Gandhi y Martin Luther King y que, todavía hoy, es piedra de toque para la reflexión en torno al individuo y el poder gubernamental,

Con fina ironía, Thoreau eligió el 4 de julio de 1845 para mudarse al estanque de Walden (Walden Pond), en las afueras de Concord, el pueblo cercano a Boston donde había nacido. Así daba inicio a un experimento de dos años con el que pretendía comprender mejor las posibilidades y contradicciones de los EE.UU. del siglo XIX. Allí construyó una cabaña y en ese mismo terreno cultivaba sus hortalizas. Su intención inicial era situarse a cierta distancia de la sociedad que le rodeaba y explorar los límites de esa independencia de la que su joven país tanto se jactaba. No es que desapareciera, a modo de un ermitaño, en las profundidades de un bosque recóndito. Su cabaña estaba a apenas cuarenta minutos del pueblo, que visitaba ocasionalmente, y a menudo, recibía visitas. Incluso tenía una silla apoyada en la puerta de la cabaña, lista para quien pudiera aparecer en cualquier momento.

Cuando Thoreau no estaba paseando, arreglando techos o haciendo trabajos de topografía, estaba inmerso en la escritura de su diario. Parte de ese trabajo se convertiría en un clásico norteamericano, Walden. Pero Thoreau escribía sobre todo aquello que le rodeaba: las estaciones, las personas, los eventos políticos de la extraña nación que iba tomando forma al mismo tiempo que su propia vida. Los EE.UU. tenían apenas 41 años al nacer Thoreau. Un salvaje experimento sociopolítico recorría los vastos territorios de este nuevo país, que, probablemente, muchos percibían más como un ensayo de país en esos momentos.

Los EE.UU. no tenían precedentes directos y su futuro era del todo incierto. Pero un sentimiento común de curiosidad y de aventura parecía unir a la masa heterogénea que habitaba estas tierras. Desde California hasta la isla de Nueva York, como cantaría, ya en el siglo XX, el gran Woody Guthrie en su “This Land is Your Land”, el país vivía un proceso de profunda transformación. Grandes invenciones, experimentos educativos, ideales esperanzadores, se mezclaban con conflictos sociales y guerra –como la de México– que daban forma a ese experimento democrático que apenas comenzaba su andanza.

Esa era la energía de las décadas de 1830 a 1860. Y esos, los asuntos candentes, las realidades salvajes que moldearon la obra de Thoreau, especialmente El Diario, obra ingente que abarca más de 7.000 páginas y cubre una amplia variedad de temas y estilos literarios. Más que un reflejo de sus días, el Diario era, para Thoreau, su laboratorio personal, un lugar donde placer y esfuerzo se aunaban y donde, día a día, buscaba nuevos modos de pensar la vida y sus acontecimientos. Sus anotaciones naturalistas, las escenas humorísticas del mundillo de Concord, la seriedad filosófica sobre los temas políticos o sociales del momento, eran, en realidad, parte de un calidoscopio en cuyo centro bullía un intenso deseo de relacionarse, de mantenerse despierto y alerta, para entender mejor su propia vida y la vida del país que, casi al unísono, crecía a su alrededor. Como el que lleva –o llevaba– sus cuchillos al afilador, Thoreau iba a su diario para agudizar su experiencia vital.

EE.UU. 250 – Thoreau 208. Esto podría leerse casi como el marcador de la final entre un país inquieto y uno de sus pensadores más revolucionarios. En la época de Thoreau, ambos eran todavía jóvenes, ambos querían experimentar intensamente con la vida y sus posibilidades. Hoy, esta comparación ofrece, más bien, una invitación para esta nación en un momento clave de autorreflexión –con su 250 aniversario a la vuelta de la esquina– inspirada por un pensador que dedicó su vida a preguntarse cómo vivir.

El Diario fue la declaración de independencia continuada de Thoreau, una carta de derechos siempre despierta que exploraba todo lo que se cruzaba en su camino. Todos los materiales de su día –altos, bajos, divertidos, anodinos, oscuros u obvios– entraban al Diario y eran observados, acariciados e integrados en la página con gran cuidado y perspicacia. Desde la política hasta los hongos, desde las innovaciones en la topografía hasta las puestas de sol, desde las ardillas hasta las disputas entre vecinos, todo merecía su atención.

Caminando, midiendo, escuchando, pensando y percibiendo noche y día –así vivía Thoreau, y ese es el retrato que nos ofrecen las páginas del Diario. Y ese es su método medioambiental. En esencia: un manifiesto para cuidar de todo lo que nos rodea. Una práctica simple, en realidad ya contenida en la raíz francesa de la palabra environment: virer (girar) y el prefijo en- (alrededor). Y eso es lo que Thoreau nos pide que hagamos: ¡Date la vuelta, mira a tu alrededor!

Si abrimos el Diario al azar, y leemos anotaciones pertenecientes a cualquier semana, podríamos encontrarnos con algo así:

“Revisar las notas sobre los pájaros que escuché esta mañana y comparar la lista con la del día 11 (…) Verificar los daños causados por el rayo que anoche quemó los postes del telégrafo que hay cerca de Walden Pond (…) Qué extraña es esta época del mundo, en la que imperios, reinos y repúblicas vienen a suplicar a nuestras puertas (…) Fui a recoger arándanos con mi hermana (…) Llevé nuevos especímenes de peces a la Boston Society of Natural History (…) Soy más libre que cualquier planeta (…) Arreglé el techo de los Emerson y ayudé al pequeño Eddy con la tarea de latín”.

Hoy más que nunca, el Diario de Thoreau nos llega con plena frescura como una práctica y un manifiesto en favor de la sensibilidad, en favor del cuidado hacia todo lo que nos rodea. El gran compositor estadounidense John Milton Cage adoraba esta obra de Thoreau por su atención exquisita a los cambios continuos del mundo interior y exterior. Y aun así, el Diario también es un libro de acción. Siempre que un problema social o político apremiante preocupaba a Thoreau, este intervenía. Y la intervención tomaba muchas formas: limpiar un arroyo en verano para que los niños del pueblo lo pudieran usar; ayudar a escapar a un esclavo fugitivo; o negarse a pagar una serie de impuestos que, para él, estaban financiando una guerra inmoral.

Este fluir constante entre la acción y la observación está en el corazón del Diario y seguramente inspirará a los lectores contemporáneos. Alguien que hoy quiera celebrar a Thoreau, no tiene más que leerlo. Unas pocas páginas serán suficientes. De hecho, si poco a poco fuéramos cada vez más los que seguimos su ejemplo, quizá algún día descubramos la estrategia secreta para ganar el partido la próxima vez.

Hoy el marcador señala: EE.UU. 250-Thoreau 208. Y, aun así, es evidente que Thoreau sigue ganando en el tiempo extra.