A la vuelta del verano

A la vuelta del verano

Feijóo debería ser consciente de que una musculación ficticia con falsa testosterona trumpista es desastrosa para él, para su partido y para España. Con esta pócima, la hipótesis del ‘sorpasso’ de Vox dejará de ser inverosímil

¿Qué pasará, políticamente, a la vuelta del verano? ¿Qué otoño se avecina? Quién sabe: incluso los meses de verano pueden traer sorpresas. El paisaje político en España y en el mundo es tan vibrátil, tan febril, que hacer previsiones se ha hecho más difícil que nunca. En esta niebla espesa parecen vislumbrarse tres posibilidades en el horizonte político español. La primera es que prosiga la cacería contra el “sanchismo”, con su correlativa resistencia. La segunda es que se produzca una situación de colapso, una crisis multiorgánica. La tercera es que frente a esta amenaza se suscite una reacción saludable, un proceso de rectificación democrática transversal.

La primera posibilidad parece la más probable. Las derechas siempre han tenido afición a las monterías. Tengo viva en la memoria la que se organizó contra el gobierno del PSOE hace treinta años. A tiro pasado, el año 1998, la recordaba Luis Maríam Ansón: “Había que terminar con Felipe González. En muchos momentos se rozó la estabilidad del propio Estado. Pero era la única forma de sacarlo de ahí”.

Comparado con lo que hemos vivido después, aquella operación toma ahora un aire “retro”, como de cacería en los montes de El Pardo, con sus señores antiguos con bigote, sombrero tirolés, loden y petaquita de güisqui. Incluso puede considerarse retrospectivamente como una operación moderada: Ferraz quedó a salvo de escraches, piñatas y rosarios. Ahora las operaciones de acoso y derribo se organizan verbalmente en las Cortes, bajan a la calle en manifestaciones, pintarrajean las sedes del PSOE, e incluso empiezan a tantear la práctica de la violencia, como en Torre Pacheco y otros lugares. Esta desmesura, paradójicamente, ha tendido a estabilizar la situación, a mantener la agregación parlamentaria que sostiene el gobierno de Pedro Sánchez. Este es el escenario más previsible: acoso y resistencia, con costes elevados para todos.

Una segunda posibilidad es aun peor. La situación puede desmadrarse, degenerar, y un un empeoramiento bárbaro e irreversible puede producir respuestas disparatadas, ahora inimaginables. Sin caer en el alarmismo conspiracionista, sería de una ingenuidad imperdonable ignorar que algunos desean e intentan lograr este escenario, y que otros no hacen nada para evitarlo, porque creen que les conviene. Las monterías actuales (incluida la caza al emigrante) persiguen lo que Martín Caparrós llama el “efecto capicúa”: la captación de apoyos en los dos extremos de la pirámide social, para unir el voto de los más adinerados y de los más desfavorecidos, y ponerlo al servicio de los primeros. Para lograr este objetivo, la desmesura de los métodos es imprescindible y la escalada radical es una condición necesaria.

Ahora bien: el resultado es inevitablemente pésimo, como vemos en los países en los que el “efecto capicúa” ha triunfado. Los cipayos del trumpismo ya no se dedican a vender la cubertería de la familia, como decía Harold Macmillan de Margaret Thatcher. Ahora la rompen, tratan de hacer tabla rasa, promueven la anomia. El panorama resultante, incluso en el país más poderoso del mundo, cada vez se parece más al naufragio que Voltaire describió en su ‘Candide’: “Las velas hechas jirones, los mástiles rotos, el barco abierto en canal; cada cual a su aire sin escuchar al otro, y sin nadie al frente de la situación”. Nadie al timón, ni siquiera Trump, que se lo imagina.

El carácter anómico y destructivo del trumpismo internacional, y su penetración en España, deben ser un motivo de alarma para todos los demócratas, más allá de sus distintas afinidades o simpatías políticas. Es una amenaza tan grave y evidente, que abre una tercera posibilidad de futuro para la política española. Es un escenario de momento muy improbable, dada la crispación existente: pero en todo caso posible y necesario: una rectificación democrática y transversal, aunque sea gradual, aunque solo avance con pequeñas victorias. La degradación política es tan evidente, la barbarie nos acecha de forma tan clara, que estas amenazas hace posible una reconducción general y compartida, un golpe de timón que evite un naufragio. La posibilidad de esta reconducción no debería desaprovecharse. Un enfoque político debería evitar la ilusión de las soluciones más o menos arbitristas. Una Grosse Koalition como la que algunos proponen crearía nuevos problemas que se añadirían a los ya existentes. Una segunda Operación Reformista, podría acabar como la primera, o como el experimento de Ciudadanos. Los nuevos liderazgos no se improvisan. Lo que se necesita es un acuerdo mayoritario, explícito o tácito, para rebajar la tensión y enfriar el clima, en beneficio de nuestra democracia. Bastarían unos pocos acuerdos: respetar y exigir respeto, seguir las buenas normas y costumbres de la democracia, dejar de enlodar e insultar, combatir con eficacia la corrupción (sobre todo, evitar el ridículo de negar su carácter transversal y adjudicarla al adversario). Bastaría, en definitiva, con ventilar el ambiente, situar a los extremismos en su lugar, y garantizar que, llegado el momento, se vote con la serenidad necesaria, y el pueblo decida en las urnas.

Cuando se cometen errores de bulto que perjudican a los demás es obligado pedir perdón. Más aún si los fallos son garrafales. Esta práctica, las izquierdas la han ejercitado con mayor o menor fortuna; las derechas, casi nunca. Impaciente ante la inoperancia del “marianismo”, Cayetana Álvarez de Toledo le dijo en una ocasión a Aznar: “En lugar de salir cada tanto a dar a Rajoy un pellizco de monja, deberías convocar una rueda de prensa y pedir perdón por dos cosas: el apoyo a la guerra de Irak y el nombramiento a dedo de tu sucesor. Y luego, si acaso, anunciar tu vuelta”. Aznar siempre ha dejado clara su posición sobre el tema: “Yo no tengo que pedir perdón por nada”. Su repugnancia a excusarse no es, ni mucho menos, un caso singular. Todos podemos poner nombre y apellido a quienes tienen la sinvergüenza de anatemizar moralmente a sus adversarios, presumiendo de elevados sentimientos morales, cuando todo el mundo sabe perfectamente que tienen un entorno y un pasado más agujereados por la corrupción que un queso de Gruyère.

A la vuelta del verano, la posibilidad de favorecer una rectificación de conjunto la tiene, sobre todo, Alberto Núñez Feijóo. Los mismos que en su momento lo tildaban de ser uno de los “barones blandos” del PP, ahora le recetan y prescriben una estricta dieta de esteroides anabólicos. Debería ser consciente de que una musculación ficticia con falsa testosterona trumpista es desastrosa para él, para su partido y para España. Con esta pócima, la tripartición de su espacio político se convertirá en definitiva, y la hipótesis del sorpasso de Vox dejará de ser inverosímil. El problema no sería sólo suyo, o de su partido. Sería de todos.