La normalidad de la vida con un doble trasplante de órganos: «La ciencia nos cura, pero la cabeza nos salva»

La normalidad de la vida con un doble trasplante de órganos: «La ciencia nos cura, pero la cabeza nos salva»

La vida del asturiano Pedro Fernández transcurre en su localidad natal de Pravia entre su tranquilidad y optimismo natural y la necesidad de cuidados para llevar su día a día con su corazón y riñón nuevos

España registra la mayor actividad en trasplantes de su historia, con un aumento del 10% en un año

Pedro Álvarez lleva una vida normal en su querida villa de Pravia, donde nació. Madruga, hace los recados de casa, echa una mano en el negocio de su hijo, disfruta con sus nietos… y cuando la calle se le pone cuesta arriba en los repechos, se para a tomar una bocanada. Pero Pedro está convencido de que son los 73 años los que le hacen tener que tomar algo de impulso, porque su corazón trasplantado jamás le ha fallado. De hecho, su cicatriz se ha diluido prácticamente en el pecho, tanto que él sigue poniéndose las camisas como siempre, con dos botones abiertos… ¡que es verano!

Pedro Álvarez está trasplantado dos veces: una de corazón y otra de riñón; casi nada. Pero es que, literalmente, casi nada, porque Pedro vive la vida con optimismo y pasión, dando total naturalidad a las medicaciones para evitar el rechazo, a las revisiones que le hacen pasar por el hospital cada seis meses y a la dieta. “Yo ya me acostumbré a comer sin sal y sin grasas; el poder mental es el que marca todos estos procesos. Yo siempre he sido una persona optimista y creo que el hecho de cómo te enfrentes a estos procesos tiene mucho que ver en la evolución. La ciencia nos cura, pero la cabeza nos salva”.

En la repisa del mueble de salón tiene una botella de vino, que ha comprado para comparar los precios porque su hijo tiene una comercializadora para hostelería. ¿Qué si echa de menos tomarse un vino? Él mismo responde y vuelve a sonreír: “Pues no, la verdad, a veces en Navidad mojo los labios para brindar, pero bebo agua y, como mucho, alguna cerveza sin alcohol cuando echo la partida con los amigos”. Es la mayor afición de Pedro: jugar al tute. Antes de cambiar de corazón, cuando estaba sano, era cazador.

Fue en abril de 2014 cuando Pedro se sometió al primer trasplante, el de corazón. Llevaba un tiempo renqueando, se agotaba y no se encontraba bien. Las escaleras para subir al segundo piso se convirtieron primero en una odisea y después en algo imposible. Él, que nunca había sido fumador ni hombre de excesos, que no debería por estadísticas necesitar un corazón nuevo, se vio ahí de repente.

“Unos médicos decían que no tenía nada y otros que sí. Hubo un día que me encontraba muy mal, con muchos dolores en el pecho, y un cardiólogo del Hospital de Cangas del Narcea me dijo que lo que tenía era muy grave. Le voy a hablar claramente: tiene que hacerse un trasplante”, le dijo el médico a Pedro. Y ese día pasó de ser un hombre sano a estar en la lista de espera para recibir un corazón que tenía que salvarle la vida, porque Pedro tenía una cardiopatía muy grave y estaba en el tiempo de descuento. Por eso, no solo estaba esperando un corazón, sino que le ubicaron en la lista de espera preferente. Si llegaba un corazón compatible, la primera persona que lo recibiría sería Pedro.

“Casi no me dio tiempo ni a asimilarlo, no sé por qué, pero no sentí miedo”, explica Pedro con su media sonrisa, esa que le da un aire de calma a su rostro.

Una noche, mientras cenaba una sopa sin sal —plato al que reconoce que le ha pillado el gusto sin necesidad de artificios—, a Pedro le llamaron al móvil. “Era tarde y pensé que ya no eran horas para coger la llamada, pero insistieron y respondió mi hija”. Había un corazón para Pedro. Posó la cuchara, preparó cuatro cosas en una bolsa y en nada estaba en Oviedo.

“Siempre he tenido confianza plena en los médicos. Reconozco que cuando te hablan de trasplantarte por primera vez te llenas de miedo, no conoces a nadie que haya pasado por lo mismo… Pero después, los cardiólogos te dan seguridad, y aquella noche solo quería que me trasplantasen y ya”. Y a las dos de la mañana, Pedro ya estaba en quirófano. Tan confiado iba que no se despidió de nadie, pensando en que podría ser la última vez que los viese.

La operación salió bien, pero Pedro tardó seis días en despertar. Peor lo pasaba su mujer, Isabel, fiel escudera de Pedro y conocedora a la perfección de todo su historial médico. “Yo es que, si no fuera por Isabel, no estaría hoy aquí”, le dice Pedro, y la mira con los ojos cargados de ternura y agradecimiento. “Cuando intentaban despertarlo, se ponía muy agitado, y entonces se alargó el proceso. Teníamos mucha incertidumbre, porque necesitábamos verle despierto para saber que la operación había salido bien, realmente”, recuerda Isabel. Y, al sexto día, “San Pedro”, como le bautizaron cariñosamente en el hospital, despertó en perfecto estado de revista: lúcido y con su media sonrisa perenne.


Pedro e Isabel en su hogar en Pravia

De vuelta en su casa de Pravia, donde la luz entra por el salón a través de unos enormes ventanales y lo invade todo, fue donde Pedro comenzó su recuperación, siempre con el cuidado y supervisión de Isabel, que era la encargada de esterilizar las comidas, la ropa… Y todo marchaba bien, dentro de la normalidad, pero Pedro empezó a no encontrarse bien de nuevo. Tardó en quejarse, porque el corazón nuevo no le ha cambiado ni un ápice su forma de ser, y siempre ha sido hombre de molestar lo justo, pero era demasiado evidente. “Tenía una retención de líquidos terrible, estaba hinchado y me costaba muchísimo orinar. Ahí sí lo pasé mal. Resulta que un nódulo que tenía en el tiroides, y que nunca me había dado guerra, me estaba provocando un exceso de calcio y los riñones estaban sufriendo mucho, prácticamente no funcionaban”, explica Pedro. Y, nuevamente, cinco años después de escucharlo por primera vez, la frase volvió a repetirse: “Pedro, necesita usted un trasplante y le ponemos en lista de espera”.

Esta vez, Pedro lo pasó peor. “Sufrí en la espera, con diálisis peritoneal en casa. Además, cada vez que hay un órgano, convocan a cuatro personas y ahí se decide, según la compatibilidad, para quién es”. La primera vez que ocurrió, a mí me descartaron. Vuelves a casa con esa decepción y agotado de tratamientos, pastillas… Y Isabel cierra los ojos, volviendo a esa etapa tan dura, que afortunadamente también pasó. La hermana de Pedro y su hija quisieron ser donantes de riñón para Pedro, pero tampoco pudo ser.

Pero, en la segunda llamada, el riñón sí fue para Pedro, y nuevamente volvió un trasplante a salvarle la vida. “Dicen que tengo más vidas que un gato…”, explica con gracia, y recuerda también que fue precisamente él el primer paciente que fue trasladado del viejo HUCA al nuevo, un 14 de junio del año 2014.


Pedro Fernández, con doble trasplante: de corazón y riñón

La vida de Pedro (o las vidas de Pedro) es ahora tranquila, pero en esa tranquilidad está su capacidad pasmosa y admirable de relativizar, de quitar hierro y de centrarse en todo lo que puede hacer, lo que puede comer, lo que puede disfrutar. Su cabeza la mantiene él a raya para que no le lleve a lugares en los que podría estar con miedo. “Yo es que creo que estoy como un cañón”, explica, y justo se mira el azúcar porque Pedro también es diabético desde hace muchos años.

Hace unos días, su mujer le hizo una tortilla con chorizo, porque alguna vez hay que darse un pequeño capricho. “Fíjate que yo siempre fui un llambión, hacían unas milhojas en la confitería del pueblo que me volvían loco, pero ahora no se puede. Ahora, cuando como esa tortilla, que son muy pocas veces, yo la disfruto como nadie, me sabe a gloria”, explica sin dramas.

Decían los médicos que Pedro quizás debería llamarse San Pedro y que es complicado dar una respuesta médica a la fortaleza y aplomo con el que él ha sabido llevar sus dos trasplantes y lo que ello conlleva. Y Pedro tampoco sabe explicar muy bien de dónde le viene esa filosofía de vida, pero recuerda que, hace años, trabajando en el monte, la carroceta que conducía se quedó mirando boca abajo, al pie de un precipicio. “Tuve miedo ese día en Peñaullán”, explica. Y, desde entonces, desde que salió de allí, se tomó la vida con media sonrisa, y con un corazón y un riñón nuevos.

¡Buen camino, Pedro!