
Trilogía sobre la corrupción valenciana: una sociedad de corruptos, íntegros y ‘gilipollas’
Los medios de comunicación, la política, la empresa, la judicatura o el cuerpo de funcionarios son estamentos que resultan claves en la batalla por la regeneración que casi nadie da. En general, están todos dimitidos
Hemeroteca – La trama civil del golpe de Zaplana
Lamento empezar haciendo spoiler con una mala noticia. La corrupción jamás será erradicada mientras exista el dinero. Diría que es inherente a la condición humana. Si acaso, deberíamos conformarnos con minimizar sus efectos y que deje de estar institucionalizada. Esto es, conseguir que el fenómeno de la ilegal compraventa de favores y el uso del cargo para el enriquecimiento ilícito, que en nuestro país es sistémico, pase a ser una excepción.
Sobre las causas y raíces históricas caben mil tesis doctorales. Les recomiendo que lean La patria en la cartera, del amigo y magistrado Joaquim Bosch, un ensayo histórico que bucea en la génesis de esta plaga en el franquismo y más allá. Asumiendo que es imposible erradicar esta peste, como se finiquitó en su día la rabia en esta parte del mundo, se trataría en esencia de conseguir que la corrupción dejara de tolerarse, aplaudirse y, en la más pornográfica de las complicidades, votarse. Y esas actitudes, créanme, suceden. No hace falta recordar que un partido encadenó mayorías absolutas cuando el 90% del electorado sabía o intuía que unos cuantos de sus cargos públicos eran carne de Picassent, Fontcalent y otras jaulas, extremo que se confirmó tras una lluvia de condenas judiciales que afectó, entre otros, a dos presidentes de la Generalitat y cuatro consellers. Y unas cuantas docenas más de políticos y funcionarios.
El umbral de tolerancia de la corrupción es enorme, por mucho que en las barras de los bares lluevan insultos al Santos Cerdán, al Koldo o al Ábalos de turno. Porque esos, los políticos a los que pillan con el cazo o los cazan por pillos (el 1% de los que se dedican a ese mercadeo), sí generan consensos sociales en las airadas protestas. Es la corrupción mediática, la que copa portadas y abre telediarios, especialmente si va bien cargadita de aliño de farlopa y putas.
Pero una mayoría absolutísima de esos indignados admiten, consienten y bendicen la peor de las corrupciones, la de baja intensidad, la que cala socialmente como la lluvia fina y convierte al sinvergüenza corrupto en listo, espabilado, y hasta en un referente social. Y a la persona íntegra, con escrúpulos y valores, en un anacronismo con patas, para unos, y un perfecto gilipollas, para los más. El nepotismo, los privilegios del cargo, la recomendación, la compra del voto a cambio de la “saca de farina” están más que asumidos.
El modelo productivo de la comisión
Desterrar esa ecuación de tolerancia supondría alcanzar algo así como el futbolístico fair play financiero, pero en el terreno de la ética. Y a poco que cualquiera mire a su alrededor se percata de que no es tarea fácil. Porque la comisión, la cultura de la comisión, es la gasolina de esta economía especulativa que, en nuestra subvariante del capitalismo financiero, pivota sobre un modelo productivo que tiene más que ver con el casino y la ludopatía inmobiliaria que con la creación de valor añadido. Una economía en la que, según se eche la línea por aquí o por allá, el valor del suelo se multiplica como los panes y los peces. Y en eso, en la reclasificación, y en el sobrecoste en la obra pública anidan grandes vetas de las que extraer ganancias de esas que se cuecen y se reparten en el subsuelo de la política y de la economía.
La cultura de la comisión es la gasolina de esta economía especulativa que, en nuestra subvariante del capitalismo financiero, pivota sobre un modelo productivo que tiene más que ver con el casino y la ludopatía inmobiliaria que con la creación de valor añadido
Esa es la chorizada prémium en esa economía de tocomocho. Luego están las de ir por casa. Un amigo, que se dedica al sector auxiliar del turismo en la Marina Alta, me contaba la última, su última. Hizo una factura y antes de entregarla al cliente, alguien le reclamó con vehemencia que la engordara 400 euros. ¡Y eso que había factura! ¿Razón? Era lo que pretendía cobrar quien lo llamó para hacer el trabajo. Saben ustedes que esta práctica está a la orden del día. Yo te recomiendo, te doy el pase y pongo la mano. El cliente, por cierto, no tiene precisamente el poder adquisitivo de Elon Musk.
Cobrar piezas que no se han cambiado, facturar horas que no se han trabajado, tener un restaurante con 15 camareros y declarar beneficios anuales equivalentes al sueldo de dos empleados (ha sucedido), engordar la caja fuerte de billetes bronceados y luego poner a caldo a los médicos del hospital comarcal, que es una mierda porque, claro, no se invierte…
Es la sociedad farisea que conforma un ecosistema en el que la corrupción es un endemismo. Contra el que no se aplica ninguna vacuna. Esa pomposa “cultura de la integridad”, en palabras de Pedro Sánchez, no es que no se promueve, es que está amenazada de extinción. Y no lleva camino de revertirse la situación, como sí sucedió con el lince ibérico, que se salvó de la desaparición.
La escuela, como reducto en la Galia
Para ser justos, hay una aldea de Astérix, un reducto en la Galia donde, en general, se predican principios y valores de esos que no cotizan en el Nasdaq: las escuelas, al menos las que servidor conoce de primera mano. Saben que en el universo docente, cada vez más metaverso, la presencia de mujeres es abrumadoramente mayoritaria, en especial en infantil. Tan mayoritaria como lo es la del hombre en los casos mediáticos de corrupción política.
En el universo docente, cada vez más metaverso, se predican principios y valores de esos que no cotizan en el Nasdaq y la presencia de mujeres es abrumadoramente mayoritaria, en especial en infantil. Tan mayoritaria como lo es la del hombre en los casos mediáticos de corrupción política
En el espacio escolar se celebra el día de la paz, el de la multiculturalidad, el de la inclusión, el de la empatía, el día del árbol, el de los océanos sin microplásticos, el de la agricultura de proximidad, el del cooperativismo habitacional… En definitiva, se hacen prácticas para forjar ciudadanos, en toda la profundidad del término. Pero una vez salen los niños de esa burbuja, tropiezan con la cruda realidad, la que dictamina que el más hijo de puta es el más reconocido.
Veamos un ejemplo muy gráfico vivido en primera persona. En el Port de Xàbia hay un colegio de primaria, con un patio espectacular que para sí querría la trama del ‘caso Azud’, la que sacó rédito del aprovechamiento urbanístico de parte de las parcelas de centros escolares privados de la capital. Dentro del recinto, el profesorado está comprometido en cuerpo y alma con trasladar al alumnado esa cosmovisión solidaria del mundo. Extramuros del colegio triunfa un ejército de especuladores que, con toda seguridad, tienen perfectamente cubicado el patio y el edificio escolar. Saben cuántos adosados caben. Con piscina y con “chorrito” incorporado, que diría el expresidente José Luis Olivas de aquella reforma del proyecto de Ciudad de las Ciencias que hizo en una noche para quitarle el copyright a los socialistas. Por cierto, el condenado por corrupción Olivas disfruta de vivienda con vistas al mar a escasos trescientos metros de esta escuela. Y tratamiento de don en la muy pija cafetería de la esquina.
La escuela es, en efecto, de las pocas instituciones que se dedica a la pedagogía contra la corrupción, a difundir cultura antídoto de las prácticas corruptas. La Universidad, por supuesto que no. De hecho, si la UCO tuviera un rato libre debería hacer alguna incursión en la sacrosanta jurisdicción de los birretes.
Los medios de comunicación, la política, la empresa, la judicatura o el cuerpo de funcionarios son otros estamentos que resultan claves en esta batalla por la regeneración que casi nadie da. Y, en general, están todos dimitidos. En parte porque hablar, escribir y actuar contra la corrupción está pasado de moda y tiene efectos secundarios. Se lo digo por experiencia. Lo cual no quita para que cuando estalla un escándalo con ilustres y famosos de la política de repente se hace un hueco en la agenda mediática. Hasta que esa cuestión vital es desplazada por un chivo arancelario de Trump o por una guerra callejera en Torre Pacheco, a base de cócteles molotov de bajos instintos, violencia y negocios de chusma sin escrúpulos. Negocios en votos y en billetes.