
Cómprame un Mercedes Benz
Ozzy Osbourne dijo una vez: «No te conviertes accidentalmente en un cretino; tienes que currártelo un poco». Lo malo es que no es necesario que nos lo curremos a título personal; si no estamos alerta, será el contexto político y cultural quien se lo curre por nosotros
Michael McClure nunca ganó “un céntimo con la poesía” (The Chronicle, 2003). Su confesión dice bastante del género, teniendo en cuenta que al final de su vida había escrito catorce poemarios; y dice aún más si se tiene en cuenta que, además de ser el mentor literario de su amigo Jim Morrison, era uno de los cinco poetas que habían estado en “el principio del renacimiento poético de San Francisco”, como escribió Jack Kerouac en Los vagabundos del Dharma (1958): la famosa lectura de la Six Gallery de 1955, que compartió con Ginsberg, Lamantia, Snyder y Whalen. Pero un buen día, recibió una llamada telefónica de Janis Joplin que cambió su suerte económica, porque el resultado de aquella conversación le supuso una fuente de ingresos que tampoco tenía con el teatro (The Beard, 1965). “No sabía que sus canciones dieran tanto dinero”, afirmó años más tarde.
Al parecer, Joplin se había quedado impresionada con una canción suya, cuyo primer verso era este: “Venga, Dios, cómprame un Mercedes Benz”. Quería hacer algo con él y, tras conseguir el permiso y la colaboración de McClure, se puso a dar vueltas al asunto. En agosto de 1970, estando a punto de dar un concierto en el Capitol Theatre de Nueva York, se reunió con el compositor, productor y cantante Bob Neuwirth, tiraron del verso del poeta y escribieron la letra entera de la que sería la última canción grabada de Joplin: Mercedes Benz, incluida en su disco póstumo (Pearl, 1971). Nunca llegaremos a saber si había algo de cierto en lo que contó Bobby Womack (Across 110th Street, It´s All Over Now, etc.) tras la muerte de la genial artista texana: que, en realidad, todo empezó mientras la llevaba en su coche a un hotel (My Story, 2014); lo que sabemos es lo dicho y, por supuesto, que aquella canción era y sigue siendo una de las más feroces y sarcásticas críticas musicales de lo que ahora se llama “consumismo”, en una simplificación muy consumidoramente tendenciosa.
Convertir un problema sistémico como el mencionado en un problema individual es una estratagema que siempre da excelentes frutos. Si la forma de vida de la mayoría no depende del modelo económico, sino de la actitud de cada cual, el modelo se va de rositas. A partir de ahí, no hay diferencia filosófica entre quien piensa que los pobres son pobres por vagancia o falta de talento y quien piensa que la solución de los problemas –en este caso, del consumo excesivo– está en una mezcla de conciencia, bondad y reciclaje; son típicas posiciones del irrealismo, que es a la mente humana lo que la guillotina a los cuellos. Y Joplin, que no era propensa a ir por túneles tan masificados, hasta se permitió la licencia de meter más humor al Mercedes Benz en su pequeño exordio: “me gustaría interpretar una canción de gran importancia política y social”. Humor, sí; para entrar a saco a continuación y destripar lo que empezaba a pasar en el mundo mediante una de las técnicas más directas y descarnadas que existen, la de cantar a capela.
Dos décadas después, el espíritu rebelde de aquella época se había desinflado casi por completo. Parafraseando al Hunter H. Thompson de La maldición de Lono (aunque la obra se publicó en 1983), la gente había dejado de hacer la revolución y se había puesto a hacer ejercicio, detalle que también se observaba en la música. Ni siquiera molestaba que canciones y discos de intención liberadora se utilizaran de repente en anuncios de multinacionales, como precisamente ocurrió con Mercedes Benz por gracia de la hermana de Joplin, que no tuvo reparos en ponerla al servicio del fabricante de coches. Aún no se había llegado al extremo de utilizar la antimilitarista y anticlasista Fortunate Son, de los míticos Creedence Clearwater Revival, para apoyar la guerra y el patrioterismo; pero se estaba preparando el terreno, y no siempre había quien pudiera o quisiera pararles los pies.
De hecho, la pérdida generalizada de cultura musical o, siendo más exactos, de registros culturales, facilitó el proceso. Sin dejar a los Creedence, John Fogerty ya se había empezado a quejar en 1970 del público “que no escucha nuestras letras, que piensa que sólo es música para pasarlo bien” y luego pregunta, en pleno apagón intelectual: “¿Nunca vais a escribir algo que signifique algo?” (RollingStone, 21 de febrero). Al cabo del tiempo, se podía oír Imagine (Lennon) en anuncios de American Express y Born to be Wild (Mars Bonfire) en anuncios de másters para ejecutivos –por ejemplo– con la seguridad de que la incongruencia y el disparate se habían normalizado de tal manera que el vaciamiento ideológico y estético de autores y obras no llamaría la atención. Si hasta se puede presentar a Antonio Machado como un anciano sensiblero ajeno al republicanismo y a Valle-Inclán como un barbudo gracioso sin alma subversiva, qué no se puede hacer con el simple rock; sobre todo, cuando los herederos de determinadas víctimas están en el ajo.
El recientemente fallecido Ozzy Osbourne dijo una vez: “No te conviertes accidentalmente en un cretino; tienes que currártelo un poco” (Esquire, 2005). Lo malo es que no es necesario que nos lo curremos a título personal: si no estamos alerta, será el contexto político y social quien se lo curre por nosotros y nos lo imponga. Desde luego, siempre habrá artistas como Tom Waits (Orphans: Brawlers, Bawlers & Bastards es una buena forma de conocerlo) que planten cara a la industria del vaciamiento; algunos no hemos olvidado la dignísima carta que envió en el año 2002 a The Nation en apoyo de un dignísimo artículo de John Densmore, el batería de los Doors. “John, sigue puro –dijo entonces–. Tu credibilidad, tu integridad y tu honor son cosas que ninguna compañía debería poder comprar”. Sin embargo, será difícil que los Waits y los Densmore tengan éxito si no entendemos ni el irónico compromiso de Janis Joplin.