
Cortijos en ruina y casetas para los trabajadores del Mar de Plástico almeriense: “La luz va y viene”
Un informe del Servicio Jesuita a Migrantes pone el foco sobre el fenómeno de las infraviviendas que habitan más de un millar de personas en el campo de Níjar
Sin voto, sin techo y sin derechos en el Mar de Plástico almeriense
“La luz va y viene. Hay semanas que solo tenemos electricidad dos o tres días. De repente se va y no vuelve hasta el día siguiente o más. Cuando no hay luz, tampoco hay agua caliente. A veces parece que vivimos apagados también nosotros. Uno se acostumbra o lo intenta. El agua no se puede beber, solo la usamos para lavar. A veces la piel se pone mal, pero yo qué sé. Como digo siempre: nosotros los morenos solo estamos para trabajar. Lo demás ya es como un lujo”.
La vida de Dauda transcurre entre plásticos desde que llegó al campo de Níjar, hace ahora un año, desde su Malí natal. Trabaja en un invernadero y vive en un cuarto pegado al almacén que hay en la finca, que rara vez abandona. “No tengo otro sitio. Hay cinco habitaciones pequeñas. Cada uno [duerme] en un cuarto. A veces, si viene algún paisano, se mete una semana en la habitación con otro sin que se entere el jefe, pero no puede estar mucho tiempo. Cada uno pagamos 65 euros al mes al jefe. Él es quien nos da trabajo también. Normalmente paga cinco euros la hora. No es mucho, pero al menos hay algo”.
El testimonio de Dauda se recoge en el informe La infravivienda invisibilizada, un trabajo elaborado por María Martín, Javier Barrio y Daniel Izuzquiza que acaba de ser publicado por el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM). El documento estima que, sólo en la zona del campo de Níjar que han estudiado, hay unas 470 infraviviendas que dan cobijo a unas 1.400 personas, incluyendo 275 niños y niñas menores de 14 años. Si el rango se amplía a los 18 años, los menores rondarían los 480.
Los tres son técnicos que trabajan sobre el terreno con esta entidad y conocen de primera mano la precariedad de quienes nutren de mano de obra barata la llamada huerta de Europa: los salarios de miseria, los abusos laborales, la invisibilidad administrativa, la ausencia de suministros básicos y la infravivienda son el día a día de miles de personas en el extremo suroriental del país. Es una realidad que rara vez trasciende: de vez en cuando se publica algún reportaje, a menudo de medios internacionales. En los últimos años, ha ocurrido con el desalojo de grandes poblados chabolistas, como El Walili, en enero 2023.
En cambio, bajo el radar queda casi siempre la situación de quienes malviven en cortijos, casetas, almacenes y demás construcciones rurales dispersas, cuyos habitantes sufren además las condiciones de aislamiento. A veces, el cortijo y sus anexos llegan a crecer tanto que acaban alojando a decenas de personas, como El Uno, desalojado este mismo año. Pero en muchas ocasiones ni siquiera consta como tal a las administraciones. De ahí, que el informe se refiera a “infravivienda invisibilizada”. “Una infravivienda silenciosa, desarticulada, diseminada… y sin embargo extensa, grave y estructural”.
“Cuando llovía, el agua se colaba dentro de la casa y afuera se inundaba todo”
El informe de SJM contiene media docena de testimonios directos de quienes se hacinan en estos lugares, muchas veces familias enteras. “El problema son los niños. Aquí no hay nada. No hay donde jugar. Todo es polvo. Al lado hay un camino lleno de tierra, y al otro lado, carretera con camiones”, cuentan Souleyman y Fatima, quienes, además de trabajar la finca, la cuidan a cambio de poder quedarse en ella. “No hay vecinos, no hay otros niños. No pueden invitar a nadie. Ni amigos, ni nada, todo el día solos. Estás en el campo, pero casi encerrados. Y eso nos duele, porque no es vida para los niños”.
Su sueño es huir del lugar, pero la falta de vivienda asequible es un problema estructural en Níjar. Ellos tienen papeles, pero no basta: “Lo poco que hay, no alquilan a inmigrantes. Aunque tengas papeles, aunque trabajes. No importa”.
Cedida | SJM
Aminata, de Costa de Marfil, está embarazada de cinco meses. “Tengo miedo por el bebé. No sé si esta agua es buena. No sé si este aire es bueno. Hay mucha humedad, mucho frío, mucho calor. En verano, por la noche, no se puede dormir. Se cierra todo, no hay aire. Es como ahogo. Muy agobio. Pero hay un pequeño patio, allí salgo a veces, por el fresco. Es lo único bueno”.
En estos sitios los suministros básicos escasean, en el mejor de los casos. “El dueño no quería que enchufáramos estufas para evitar que subiese la factura de luz, por lo que la cortaba por las noches. Decía que gastábamos mucho, aunque pagábamos 120 euros cada mes por vivir allí, no teníamos derecho a casi nada”, relata Cheikh. “Cuando llovía, el agua se colaba dentro de la casa y afuera se inundaba todo. El dueño también tenía animales: cinco perros que ladraban sin parar, día y noche. No se podía dormir, no se podía hablar por teléfono. También gallinas, que entraban en la casa y dejaban todo sucio. Cuando me quejé, me dijo que si no me gustaba, me fuera. Que esas eran las condiciones”.
Chabolas, garajes y cortijos abandonados
Según el INE, a fecha de 1 de enero de 2023 Níjar tenía 32.858 residentes, de los que 6.568 vivían en diseminados, casi el 20% del total. Es una cifra altísima que da una idea de la configuración sociodemográfica de la zona, pero que ni siquiera se acerca a la realidad porque se basa en los datos del padrón, al que apenas acceden un tercio de quienes residen allí, según los datos que maneja el SJM.
En 2024, Níjar aprobó su Plan Local Integral para la Erradicación de Asentamientos Chabolistas, con el objetivo de acomodarse al Plan Estratégico EASEN aprobado un año antes por la Junta de Andalucía. El foco de las administraciones suele ponerse exclusivamente sobre los asentamientos chabolistas, unos 40 sólo en Níjar, algunos tan extensos y simbólicos como Atochares, habitados por unas 1.600 personas en total, según estimaciones recientes. Y aun así, la eficacia de las intervenciones públicas para erradicar el fenómeno es, hasta ahora, escasa.
Sin embargo, el chabolismo no agota el catálogo de infravivienda en la zona. En San Isidro y Campohermoso, núcleos del extenso término municipal de Níjar, abundan también patios, chamizos y garajes en los que se hacinan decenas de personas.
Por último, está la infravivienda rural diseminada, de la que se ocupa este informe. Cortijos abandonados o alquilados, casetas de aperos, almacenes de invernaderos, remolques reconvertidos en vivienda, casetas prefabricadas y otras edificaciones insalubres. Generalmente no disponen de suministro de agua potable, por lo que sus habitantes recurren al agua de balsas de riego. Suelen acumular problemas de humedades, falta de ventilación adecuada y de instalación eléctrica, lo que impide el uso de electrodomésticos básicos para refrigerar alimentos o climatizar la vivienda.
Cedida | SJM
Acceder a ellos es difícil, pues suelen estar al final de caminos no asfaltados o en mal estado, dentro de fincas de propiedad privada, lo que obliga a atravesar cancelas cerradas con llave. Una vez dentro, las estancias tienden a confundirse: el área destinada al descanso puede coincidir con la zona de cocina o incluso con el aseo, en caso de que exista. “Esta falta de separación impacta directamente en la salud y la dignidad de las personas que residen allí”, observan los autores del informe.
Un 58% de las edificaciones son infraviviendas habitadas
El informe se basa en el trabajo de campo realizado durante la primavera de este año. En Andalucía no existe la cédula de habitabilidad desde 1987, por lo que los investigadores del SJM tuvieron que recurrir a la observación exterior. Un enfoque limitado, según admiten, pero suficiente para visibilizar la situación.
Además de recoger testimonios directos, los autores recabaron “indicios vitales” (ropa tendida, luces, vehículos) en torno a las edificaciones de 219 parcelas catastrales de las zonas con mayor actividad agrícola en Níjar, situada en el eje San Isidro-Campohermoso, que recorrieron “palmo a palmo” haciendo un trabajo casi etnográfico: ropa tendida, conversaciones, juguetes por el suelo, animales domésticos, antenas sobre el tejado, vehículos, calzado en la entrada o parterres con flores suelen indicar que alguien vive allí.
Después, pasaron a evaluar si cada una de esas viviendas podía considerarse infravivienda. Chabolas, barracones o prefabricados, cortijos deteriorados, ubicadas en entornos muy degradados o sin suministros básicos. Algunas se levantaron antes de 1960 ligadas a la economía agraria previa a los invernaderos; otras se asocian al impulso de los “pueblos de colonización”; las que se levantaron a partir de los 80 para acompañar al boom de los cultivos muestran la falta de planificación urbanística.
Cedida | SJM
El resultado es que el 58,9% de las edificaciones de la zona eran infraviviendas habitadas, y que tres cada cuatro inmuebles se destinaban habitualmente a ese fin. “Esta alta presencia de infraviviendas no puede entenderse como algo excepcional ni puntual. Al contrario, se trata de una forma normalizada dentro del sistema agrícola almeriense, profundamente ligada a la inmigración y a la inexistente oferta de vivienda en la zona”, subrayan los autores.
Extrapolando estos resultados, el informe concluye que entre 825 y 2.000 personas residen actualmente en infraviviendas dispersas en el campo de Níjar. El escenario más probable coincide con sus observaciones directas: unas 1.400 personas, 275 de ellas niños y niñas de menos de 14 años. “Se trata de una situación estructural, no puntual ni marginal, que afecta a cientos de personas y vulnera derechos humanos básicos”, apunta el informe, en el que se pide más implicación y “corresponsabilidad” a administraciones y empresarios agrícolas para abordar el fenómeno.
Los autores sugieren la adaptación de programas autonómicos y municipales al ámbito rural mediante “realojos dignos”, la rehabilitación de viviendas, la inspección de edificios, los incentivos a empresarios o la mejora de los transportes. “Aunque escasas, hay buenas prácticas que muestran que otra realidad es posible: viviendas rehabilitadas, pequeñas residencias rurales, alojamientos dignos adaptados al trabajo agrícola”. En definitiva, vivienda digna para los trabajadores de la “huerta de Europa”.