
La ola de calor cuando ni la casa ni el trabajo son un refugio: «Siento como si estuviese zumbada»
La respuesta a las altas temperaturas tiene un gran «componente de clase»: los barrios más humildes suelen contar con menos zonas verdes, edificios peor acondicionados y vecinos con trabajos más expuestos a la intemperie, lo que se traduce en mayor mortalidad
Los efectos del calor sobre la salud se acumulan: qué esperar de la segunda ola del verano
Se citan allí todos los días, en un parque cerca de casa, para “no volverse locas”. Lo dice así Carmen, limpiadora del hogar, que vive con su hijo en una habitación “que no es un cuarto sino un salón que da a una terraza interior”. La descripción le sale de corrido, como si lo hubiera explicado muchas veces. Así que cuando llegan las cinco de la tarde, con la jornada laboral de agosto finalizada y unas cuantas duchas encima, Carmen ya no sabe dónde meterse en su salón-habitación. Hoy la tarde se ha dado especialmente mal, ha terminado nerviosa, “como con un ataque de ansiedad”.
Ahora, con los pies tocando el césped, todo parece mejorar. La cerveza perfectamente colocada en el reposabrazos de una silla de camping. La charla con otros dos vecinos, Jerson y Palmira, hacen más llevadera la segunda ola de calor del verano en el barrio de San Isidro de Madrid, una zona del distrito de Carabanchel que empieza a estar mordida por la gentrificación pero aún conserva una renta media por hogar de 32.214 euros, un 30% más baja que la media en la ciudad.
“¿Qué pasa cuando la casa no es un refugio sino al revés? La respuesta que podemos dar al calor tiene un componente de clase muy importante y la afectación, por lo tanto, no es la misma”, señala Sandra Robles, coordinadora del grupo de inequidades en salud de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (SemFYC).
El calor es un disparador de la desigualdad. “Los barrios de menor renta suelen tener temperaturas más elevadas por contar con menos cobertura vegetal y espacios verdes y también edificios y viviendas peor acondicionadas. Los puestos de trabajo con mayor exposición a las temperaturas como el sector de la construcción o la limpieza viaria, están asociados a sueldos bajos, precariedad y población migrante. Las personas con mayor precariedad laboral y menor renta, como las mujeres mayores que acceden a pensiones más bajas, tienen menos capacidad para tomar medidas individuales que les permitan adaptarse al calor extremo”, enumera un estudio realizado por Greenpeace sobre adaptación de las ciudades al calor extremo.
Protegernos del calor no puede ser solo una acción individual de no salir o ponerte un gorro porque eso es un foco de desigualdad. Debe ser una política pública para acortar las brechas tan grandes
Robles divide a las personas más afectadas por las temperaturas extremas en dos grandes bolsas: la sanitaria y la social. En la primera entran quienes tienen patologías, mucha edad, los niños y las niñas y las embarazadas, mientras en la segunda están quienes tienen casas mal acondicionadas y sufren precariedad laboral. “La combinación de las dos da la peor situación posible y nos demuestra que la vulnerabilidad respecto al calor no es para todos igual. Y, sobre todo, no solo depende de la salud que tengas”, explica la médica de familia. No son tanto factores individuales sino las “condiciones en las que vivimos y trabajamos”.
De izda a derecha, Jerson, Palmira y Carmen, en el parque San Isidro de Madrid.
Jerson, por ejemplo, es soldador y suele trabajar en obras al aire libre. “Nos vamos quejando, sí, decimos que qué asco de calor y qué asco de vida, pero en realidad no tenemos tiempo para pensar en mucho más porque hay mucho trabajo”, dice. Este año no puede coger vacaciones justo por eso, se justifica, ni hacer lo que hacen otros años con Carmen y otra tercera familia: alquilar tres días una casita con piscina y barbacoa en Cuenca.
“Vamos diez personas y repartimos todos los gastos”, cuenta el soldador. Nadie tiene coche –“ay, si tuviéramos íbamos a estar aquí todo el verano, de eso nada”, interviene Palmira, que trabaja cuidando a una persona dependiente– así que las salidas para pasar el día a la sierra, al río o a otro lugar fresco se complican un poco más. “Se me ocurrió bajar a Madrid Río con mi hijo, a los chorros estos, y le salió una reacción alérgica en la boca, la tenía como quemada. Lo tuve que llevar al médico así que ya no vamos más”, cuenta Carmen. La piscina municipal más cercana está a 45 minutos andando de casa. “Unos 20 en el bus”, matiza Palmira.
Suspenso en refugios climáticos
La mayoría de ciudades, donde el asfalto multiplica la subida de las temperaturas por el efecto isla de calor, suspenden en refugios climáticos. Solo 16 de las 52 capitales de España, un 30%, tienen una red de espacios públicos para resguardarse en verano. Extremadura, Castilla-La Mancha, Cantabria, Asturias, Galicia, Canarias y Baleares no cuentan con ningún refugio en sus ciudades principales, según el análisis realizado por Greenpeace en el informe ‘Ciudades al rojo vivo’, que ven las mayores grietas en los horarios –cierran a mediodía o los fines de semana–, la gratuidad –si hay que pagar entrada, no sirve– o la falta de zonas de descanso.
“No vale cualquier sitio. Estamos pidiendo una medida de salud que es clave y las ciudades no se lo toman en serio y meten, por ejemplo, los centros comerciales”, lamenta María José Caballero, responsable de Adaptación de Greenpeace España. Es decir, no es suficiente con enumerar espacios climatizados o zonas verdes de la ciudad, sino que hay que habilitarlos. “Son una de las medidas de adaptación más eficaces y sencillas de implementar a corto plazo por los ayuntamientos para proteger a la población mientras se avanza en otras medidas que transformen todo el municipio y aumenten su resiliencia”, recuerda la organización.
El salón de uñas de Jennifer, en Carabanchel.
Que las ciudades tengan planes contra el calor es un fenómeno relativamente reciente y empujado, a la fuerza, por las temperaturas extremas en verano en muchos puntos de España. En ellos también se deberían incluir, según los expertos consultados, políticas públicas que permitan la rehabilitación de viviendas para garantizar que están bien aisladas, por ejemplo, y priorizar la actuación en los barrios más sensibles al calor extremo. “En Lisboa, por ejemplo, tienen en cuenta estos mapas de vulnerabilidad para ir primero con más problemas y en Madrid nos encontramos una plaza como la Puerta del Sol con toldos que no valen absolutamente de nada”, cita Caballero.
También se recomienda establecer “mapas de desplazamientos confortables” con recorridos para que la población pueda resguardarse del sol. “Protegernos del calor no puede ser solo una acción individual de no salir o ponerte un gorro porque eso es un foco de desigualdad. Debe ser una política pública para acortar las brechas tan grandes”, acentúa la doctora Robles.
Nos vamos quejando, sí, decimos que qué asco de calor y qué asco de vida, pero en realidad no tenemos tiempo para pensar en mucho más porque hay mucho trabajo
Las entidades sociales se han topado en los últimos años con una avalancha de pobreza energética en verano: personas que tienen instalados aparatos de aire acondicionado en sus casas pero no pueden encenderlos por la subida de la factura de la luz. Cruz Roja está repartiendo en Córdoba, por ejemplo, ventiladores a domicilio para personas mayores vulnerables para aliviar el impacto de la ola de calor. Mantener el hogar a una temperatura adecuada en estos días es un imposible para dos de cada tres familias atendidas por la organización.
La casa es el parque
La pobreza es un factor decisivo a la hora de explicar la mayor mortalidad asociada a las temperaturas extremas, concluyó un estudio realizado por investigadores del Instituto de Salud Carlos III en la ciudad de Madrid hace cinco años. “El riesgo se explica primordialmente por el nivel de ingresos de un hogar. El impacto del cambio climático está más acentuado en los grupos sociales desfavorecidos”, apunta este trabajo liderado por Cristina Linares y Julio Díaz, que detectó únicamente muertes ligadas al calor en tres de los 17 distritos de Madrid. Tetuán, Carabanchel y Puente de Vallecas. Lo único que explica estos datos es el nivel de renta.
Mustafá es una de la veintena de personas sinhogar que duerme en el parque de la Estació del Nord de Barcelona
El peor escenario es directamente no tener una casa. A última hora de la tarde, cuando las temperaturas empiezan a dar una mínima tregua, Zacharías se pone a montar su vieja tienda de campaña. Lo hace en uno de los laterales del parque de la Estació del Nord, en el barrio del Eixample de Barcelona, donde duerme desde hace dos meses. Antes pernoctaba en callejuelas o cajeros del centro de la ciudad, pero cuando el calor se hizo insoportable se trasladó a este parque, que está calificado como refugio climático. “¿Que cómo paso el calor? Pues si hace mucho, duermo fuera de la tienda. No puedo hacer mucho más”, se lamenta este marroquí de 31 años.
A su lado duerme Mustafá al raso, aunque a veces su vecino le deja echarse una siesta en la tienda de campaña si no la usa. Durante el día cuenta con amigos que viven cerca y pasa en sus casas las horas de más calor. “Si no tuviera eso, no podría ducharme y quizás hasta estaría enfermo del calor”, asegura. Como ellos hay una veintena de personas que usan este espacio arbolado para pasar las noches y los días tórridos. Antes tenían la opción de ir a un gimnasio municipal cercano, que cuenta también con polideportivo y vestuarios accesibles a cualquiera, pero en agosto está cerrado, igual que muchos otros espacios con aire acondicionado como bibliotecas o centros cívicos.
Las estaciones de tren o el aeropuerto también son una opción recurrente, pero en picos de turismo, el personal de seguridad tiende a echarles, tal como denuncian desde Arrels, una asociación que atiende a personas sinhogar. “Faltan espacios donde refrescarse y resguardarse”, asegura Beatriz Fernández, presidenta de la entidad. En la organización ven golpes de calor, quemaduras solares y desmayos. “Se habla mucho de los riesgos de trabajadores como los barrenderos, y es normal, pero no debemos olvidar que las personas sinhogar no tienen una casa a la que volver ni en dónde refugiarse”.
El salón de uñas de Jennifer, en la vía Carpetana de Madrid, registra con cada cita cómo están viviendo las mujeres del barrio los días de fuego en el asfalto. Dentro no hay aire acondicionado, pero se apañan con un pingüino de refrigeración que mantiene fresco el pequeño espacio.
“El rato de las uñas descansan, al menos. Les ofrecemos agua”, explica la dueña, una salvadoreña de 20 años que pasa mucho más calor en su casa que en el trabajo. “Siento como si estuviese zumbada, me levanto con dolor de cabeza. Y no soy solo yo. Todos los días últimamente hay peleas en el autobús cuando regreso a mi barrio. La última porque una mujer rozó a otra con unas bolsas”, relata. Su madre ha venido a visitarla justo estas semanas y observa la conversación desde uno de los sofás donde se hacen pedicuras. “Somos de tierra caliente, pero esto… esto se lleva peor”, zanja.
Carmen, Palmira y Jerson volverán a casa tarde. Llegarán a su salón-habitación o a su dormitorio y se ducharán antes de entrar a la cama. Pensarán una noche más, vencidos por el sueño y el calor: ojalá esta sea buena.
Con información de Sandra Vicente (Catalunya) y Alejandra Luque (Cordópolis).