
Clasismo en zapatillas caras de running
El clasismo, como el racismo o el sexismo, se expone estos días en redes sociales con ligereza porque los clasistas creen que, hoy más que nunca, las jerarquías sirven para mantener el orden en un mundo de subvencionados e invasores. Por suerte, la clase no solo se define por el dinero familiar ni la buena educación se define por los estudios
De entre todos los pecados que nos quiebran como sociedad hay uno digno de toda aversión posible y es el clasismo. Yo lo experimenté trabajando como camarera. Puedes conocer a un ser humano por su genética, sus aficiones, su árbol genealógico, su historial clínico, sus parejas, sus gustos, pero lo conocerás realmente por algo tan sencillo como su modo de tratar a un camarero. Los bares o restaurantes son el mejor laboratorio para observar las dinámicas de poder porque un clasista siempre lo será más en un entorno en el que exista una clara estructura jerárquica. La legitimación jerárquica le da a los groseros clasistas una fortísima sensación de invencibilidad traducida en malas formas, chasquidos impertinentes de dedos, interjecciones caninas, miradas por encima del hombro y peticiones -imposiciones- cargadas de arrogancia.
Esto que voy a decir es una generalización, pero la ausencia de “pedigrí” familiar suele ser sinónimo de muchísimos porfavores y gracias. Las personas con más estatus social dependen menos de los demás así que pueden permitirse el lujo (y la mala educación, claro) de desdeñar algunas interacciones sociales básicas, especialmente con los de abajo. Las personas de clase trabajadora que son groseras lo suelen ser por enfado o por puro agotamiento, no para dejar claro el límite de ninguna jerarquía.
La semana pasada se hizo viral el vídeo de dos chicas influencers corriendo por “uno de los barrios más chungos de Barcelona”. Lo subieron a su Tiktok como parte de un reto (este era solo el primer capítulo de una serie abortada) vanagloriándose de haber perpetrado la madre de todas las odiseas interclasistas. El barrio en cuestión era L’Hospitalet de Llobregat, no penséis que se habían metido en el suburbio con más homicidios de Honduras. Simplemente se dedicaron a trotar siete kilómetros por las aceras de un barrio de clase trabajadora mientras proferían comentarios despectivos y ponían cara de estar atravesando un vertedero: “No me siento muy cómoda, la verdad, es como que se te clavan las miradas de la gente”, “En el primer kilómetro solo he olido a kebab”, “En el segundo kilómetro nos han dicho muchas cosas en plan ‘guapa’”, “¡Arg, una rata!”. Cómo de infiltrado de clasismo has de tener el cerebro para pensar que ese vídeo recibiría solo carcajadas, aprobación o incluso alguna condecoración en el ámbito civil.
El clasismo también sirve para analizar otro tema candente estos días: el de los políticos que falsifican sus currículums. Se nos reprocha a los que criticamos su hipocresía diciendo que somos clasistas porque un político puede serlo perfectamente sin estudios (faltaría más), cuando sucede justamente lo contrario: el clasismo emerge cuando te tienes que inventar un título para estar a la altura de tus estándares morales. Clasista no es que el que exige veracidad en unos estudios, es el que se los inventa para aparentar ser lo que no es.
Escribe Elena Ferrante en su obra ‘La invención ocasional’: “No tengo ninguna comprensión con los muchachos que, en el mundo de hoy, contraponen la época dorada en la que todos sabían estar en su lugar, dentro de un orden fundado en jerarquías sexistas, racistas, clasistas”. El clasismo, como el racismo o el sexismo, se expone estos días en redes sociales con ligereza porque los clasistas creen que, hoy más que nunca, las jerarquías sirven para mantener el orden en un mundo de subvencionados e invasores. Por suerte, la clase no solo se define por el dinero familiar que uno tiene o deja de tener, ni la buena educación se define por los estudios que ha recibido.