
‘La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas’: el libro de culto sobre niños salvajes, poder y sexualidad reprimida
Era muy difícil encontrar esta breve novela del fallecido escritor quebequés Gaétan Soucy, escrita con un lenguaje prodigioso y un ritmo fascinante sobre temas oscuros como la violencia paternofilial o la perversión infantil
Lucía Calderas, escritora: “Son dolorosas las caricaturas del barrio y la periferia”
Todo cambia para dos hermanos la mañana que encuentran a su padre muerto. Hasta donde les alcanza la memoria, siempre han vivido aislados, los tres, confinados en su extensa finca. El único que salía de vez en cuando para comprar provisiones era el padre; los muchachos no conocen otra realidad que la que les ha enseñado él o la que han descubierto en los libros y en los escasos visitantes que reciben, a los que observaban con curiosidad y sigilo. Tras el hallazgo del cadáver, se ven forzados a salir, aunque solo sea, en un principio, para conseguir un ataúd para enterrarlo. Uno de ellos, el narrador, será quien tome las riendas y se encamine al pueblo.
Puede que el punto de partida de la obra más importante del escritor quebequés Gaétan Soucy (Montreal, 1958-2013) no resulte lo que se dice original –se han escrito muchos libros (y filmado otras tantas películas) sobre niños apartados de la civilización por sus padres, por un secuestrador o en contextos postapocalípticos–; no obstante, ya se sabe que en la literatura no importa el qué sino el cómo, y el autor desde luego despliega un arsenal narrativo de recursos e imaginería al alcance de muy pocos. Soucy solo publicó cuatro novelas, pero, otra verdad literaria, a menudo basta una sola para ser recordado (y ya es más de lo que consigue la mayoría).
Porque La niña que amaba las cerillas, publicada por primera vez en francés en 1998, se ha convertido en un pequeña (por lo breve, solo por lo breve) obra de culto. Tal vez el hecho de llevar muchos años descatalogada en castellano, a precios imposibles en el mercado de segunda mano, mientras se corría la voz entre los blogueros literarios, ha contribuido a la creación de un mito en torno a la misma; pero hay algo más, sin duda, y ahora que ha vuelto a las librerías gracias a Contraseña, el lector lo comprobará. Esta editorial independiente de Zaragoza la propone en una nueva traducción de María Teresa Gallego Urrutia, una veterana del oficio que resuelve con nota los entresijos de un texto nada sencillo.
Poca trama, mucha voz
La acción, si se puede denominar así, apenas se limita a la excursión del protagonista a la localidad, un punto de inflexión en la existencia de los hermanos. Hay, por lo tanto, pocos giros argumentales, poca o nula “trama”. La fuerza del libro se sostiene sobre la potencia de la voz narrativa o, en otras palabras, en el punto de vista y el estilo. Es una voz que paladea la narración de la llegada al pueblo encabalgándola con los recuerdos de la vida en ese microcosmos controlado con mano de hierro por el padre, y que deja entrever, poco a poco, cómo es él, cómo es su hermano y cómo habitan el mundo.
El municipio no se asemeja a la idea que el narrador tenía de un pueblo; basándose en sus lecturas añejas, visualizaba algo más propio de los cuentos medievales: murallas y contrafuertes, castillos y puentes levadizos. En el trato con los lugareños, es torpe: no adivina las emociones ajenas, no sabe leer las situaciones, no entiende qué funciones ostentan los cargos públicos. Todo esto lo revela sin decir que no entiende, a través de esa perspectiva particular de quien ha crecido con otro mapa de referencias; salvando las distancias, como aquellos “niños salvajes” que eran (más o menos) introducidos en la sociedad después de toda una vida en el bosque.
En este caso, los personajes no estaban del todo asilvestrados: leían libros (al menos el narrador, que desprecia al hermano por carecer de ese hábito) y se relacionaban entre ellos tres, ni que fuera según sus reglas, tan diferentes de cualquier patrón familiar. El protagonista deja entrever una enemistad con su hermano, no tanto una rivalidad como más bien una repulsión, un desdén, quién sabe si por pasar demasiado tiempo juntos, sin nadie con quien evadirse. El hecho de no estar tan unidos como cabría esperar aumenta la vulnerabilidad del narrador, que se presenta solo ante los adultos del pueblo, pero al mismo tiempo le confiere una independencia que marcará la recta final de la historia.
Negación de la sexualidad
En la dinámica de las relaciones entre los tres late una insinuación erótica, una represión de la sexualidad que se canaliza a través de la negación del cuerpo, el autoplacer y el contacto embrutecido, con el cuerpo ajeno (el padre utiliza a un mendigo para impartir lecciones de anatomía humana). El narrador ha aprendido a contener el instinto por la autoridad paterna y por la falta de referencias, pero la lectura le ha enseñado que existen los afectos, el romanticismo. Un visitante recurrente, al que reencontrará en el pueblo, le resulta atractivo al narrador, hasta el punto de llamarlo “el príncipe”. Su hermano se ríe de él, diciéndole que se ha enamorado.
Pero si hay algo que no pasa desapercibido, es la elocuencia del narrador. Un despliegue estilístico apoteósico: la voz de quien ha crecido al margen, con lecturas mal digeridas y desordenadas, sin contacto con la calle, con el habla coloquial de sus coetáneos. Esto da lugar a un discurso un tanto deslavazado, trufado de cultismos a contrapié, metáforas insólitas, construcciones gramaticales en desuso, errores como escribir títulos de libros y nombres propios con minúscula inicial, frases largas y ramificadas que combinan las referencias a Spinoza y Saint-Simon con el léxico escatológico y soez.
Tiene un humor por momentos macabro, y a la vez es capaz de evocar las imágenes más bellas, sobre todo al recrearse en las descripciones del entorno rural. Su repertorio de metáforas parece no tener fin, es creativo, y muy lúcido bajo su aspecto de ocurrencia infantil. Es reflexivo –no hay que olvidar que se ha empapado de filosofía, aunque sea sin comprenderla del todo–, y tiene esa cualidad de la mirada del extraño de percibir el mundo sin el filtro de los prejuicios, de las pautas sociales que, de tan arraigadas, tan interiorizadas, que dejan de verse.
Un uso prodigioso del lenguaje
En ocasiones no sabe cómo nombrar algo, o lo nombra con un rodeo: para decir que alguien está desnudo, comenta que lleva “el traje de adán (o de eva)”; los libros son todos “diccionarios”; el ataúd que necesita para el padre es “un pijama de madera”. En una misma frase puede decir “grimorio”, “ungir” o “sudario” seguidas de “cojones”, “mamporros” o “cascársela”. El uso del lenguaje expresa de manera prodigiosa una forma de estar en el mundo, y hay mucho que leer entre líneas: abundan las alusiones a la religión, por ejemplo, y nunca se emplea la palabra “mujer”, sino que se habla de dos categorías, “putas y santas vírgenes”, con lo que esto revela de la misoginia del padre.
La originalidad del estilo responde a las condiciones de aislamiento; es el rasgo que más los distancia, en el sentido simbólico, de la sociedad. Si el lenguaje nos hace humanos, cuando este se desplaza del uso común, de la norma, la distancia entre los individuos aumenta, hay una falta de entendimiento por no responder a los mismos códigos. Frente a la educación formal de la escuela, que inculca un registro oficial del idioma, los hermanos desarrollan una lengua propia, con las mismas palabras, pero combinada de manera tan diferente que se convierte en un idioma diferente. (Salvando las distancias, la situación se puede comparar a la de las lenguas minoritarias sin reconocimiento oficial: no se enseñan en el colegio, su uso se limita a un área geográfica y se pierde de generación en generación, sustituido por el idioma dominante).
Al invento magistral del estilo hay que sumarle un extraordinario sentido del ritmo, que no significa introducir giros argumentales en cada capítulo (argumento, como tal, hay poco), sino mantener la tensión incluso en las escenas más inofensivas en apariencia. El autor mide la insinuación de las pistas, de revelaciones clave para entender quién es el narrador y qué será de él y de su hermano. Para construir una obra como esta, se tiene que ser un poco funambulista, cruzar la cuerda sin pisar en falso para no echarlo todo a perder; y Gaétan Soucy no se cae ni se tambalea.
Para construir una obra como esta, se tiene que ser un poco funambulista, cruzar la cuerda sin pisar en falso para no echarlo todo a perder; y Gaétan Soucy no se cae ni se tambalea
El narrador tiene ecos de la maravillosa Merricat de Siempre hemos vivido en el castillo (1962), de la no menos maravillosa Shirley Jackson: un emblema de la crueldad infantil que, después de quedarse sola con su hermana, también se ve obligada a desplazarse al pueblo, aunque con un impulso bien diferente. La atmósfera asfixiante del aislamiento, el juego de relaciones de dominación, miedo y dependencia, también pueden recordar a títulos como Las hijas de Sara (2003) y Las efímeras (2015), de Pilar Adón; y a una novela que le es más próxima en el tiempo, En el corazón del bosque (1997).
Sería una gran noticia que el riesgo que ha asumido la editorial al apostar por La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas –porque publicar un libro con este estilo tan peculiar, narrado por un personaje huraño, es sin duda un atrevimiento– se tradujera en una acogida entusiasta, un lento pero constante boca a oreja que asegure el mejor de los éxitos para una novela, que no es convertirse en un best seller, sino en un long seller, es decir, un libro cuyas ventas se sostienen en el tiempo, sin hacer un “pelotazo” como tal, pero ganando adeptos más curtidos en lecturas, que reconocen su calidad.
La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas no es la primera ni la única novela que se escribe sobre niños aislados, ni la primera ni la única sobre la perversión infantil o la violencia paternofilial; pero es una novela única de verdad, como escrita en estado de gracia, tan singular que, si esta expresión no se hubiera convertido en un indiferente cliché, se le podría aplicar sin rubor aquello de “No has leído nada igual”.
Y, por una vez, sería verdad.