La izquierda pierde cuando compra el marco del miedo

La izquierda pierde cuando compra el marco del miedo

El socialismo no movió –y mueve– a millones de personas estimulado por una enumeración de propuestas concretas sino por una idea, narrativa o relato de emancipación frente a la necesidad y de futuro justo y compartido

Las últimas declaraciones de Gabriel Rufián, una figura brillante y consolidada en la izquierda, han reabierto el debate sobre cómo debería abordarse el debate de la inmigración. Rufián ha afirmado que la izquierda tiene que ser capaz de hablar del “orden, de seguridad y de multirreincidencia” así como reconocer que los inmigrantes tienen “que aceptar un mínimo de códigos, de normas de convivencia y de sociabilidad”. Además, Rufián sugiere que el riesgo de no tomarse en serio estas cuestiones –“problemas”, según él mismo acepta– puede implicar que los votantes progresistas se echen en manos de la extrema derecha.

En beneficio de Rufián hay que decir que él niega categóricamente que exista una relación entre delincuencia e inmigración, si bien esta afirmación entra en colisión con el propio marco impuesto por las preguntas de los entrevistadores. Por otro lado, la posición realista que defiende Rufián tiene bastantes ventajas sobre una visión idealista que, tradicionalmente fuerte en la izquierda, tiende a minusvalorar problemas que la población percibe como importantes. Abordar un problema concreto suele implicar salirse de la pureza que marca la teoría, como acertadamente señala él, pero el reto principal es saber definir y delimitar bien dónde está dicho problema.

La narrativa estándar sobre esta cuestión, y que late de fondo en las declaraciones de Rufián, asegura que los votantes obreros se están trasladando hacia la extrema derecha como consecuencia de la desatención por parte de la izquierda a los problemas de (in)seguridad ciudadana provocada por la inmigración. Esta proposición camina pareja a otra que afirma que la izquierda también se ha desentendido de los problemas económicos de las clases populares. De hecho, el propio Rufián acepta este planteamiento al afirmar que la izquierda ha perdido a la clase trabajadora porque “les hemos dicho lo que tenían que decir o pensar antes que llenar su nevera”. Pero, ¿qué hay de válido en estos argumentos?

En primer lugar, es cierto que la extrema derecha en España está creciendo entre los sectores económicamente más desfavorecidos de la sociedad. Por ejemplo, según el último barómetro del CIS, el 24,6% de los que se consideran de “clase baja/pobre” votaría a Vox, que encabeza este grupo social. Este es el dato que ha despertado un nuevo interés en esta cuestión, e incluso ha sido subrayado en un muy citado artículo de Ángel Munárriz para El País. Sin embargo, el dato tiene matices importantes que incluso un magnífico profesional como Munárriz ha pasado por alto. Por ejemplo, en la misma encuesta se comprueba que entre los que se consideran de “clase trabajadora”, “clase obrera” o “proletariado” un 25,5% votaría al PSOE, un 10,8% a Sumar y un 8,8% a Podemos, mientras que a Vox sólo le votaría un 7% y al PP un 10,1%. Se trata de una paradoja, aunque sólo es aparente.

En realidad, lo que el CIS está preguntando es acerca de la clase social subjetiva, es decir, de cómo se perciben las personas a sí mismas. Naturalmente, en esa percepción influye la ideología del encuestado. En general, aquellas personas con conciencia de clase tienden a ubicarse entre la categoría social de “clase trabajadora” y aún más entre “proletariado”, mientras que los sectores más desclasados tienden a considerarse sencillamente “pobres”. Eso explica por qué hay tanta diferencia entre ambos grupos, y por qué no es apropiado concluir tan rotundamente que “la clase trabajadora vota a la extrema derecha”. En realidad, todo apunta a que la extrema derecha está creciendo entre los sectores más pobres pero que son también al mismo tiempo despolitizados o conservadores. El referido es un dato importante (porque señala un crecimiento), pero no tan exagerado como lo que suele recogerse en los grandes titulares.

En segundo lugar, es mucho más difícil inferir que ese crecimiento entre los sectores económicamente más vulnerables viene marcado por la ausencia de políticas sociales o por la preocupación por la seguridad ciudadana. Este es un tema muy estudiado académicamente, y el consenso apunta a que este crecimiento depende mucho de las características locales o regionales, aunque tiende a estar más impulsado por sentimientos de identidad nacional, elementos culturales o aspectos simbólicos que por una racionalidad programática y mucho menos por cifras reales (por ejemplo, de criminalidad). Dicho de otra forma, es improbable que los nuevos votantes conozcan el programa socioeconómico de las derechas, o que siquiera les importe, ya que lo que mueve su nuevo interés en la extrema derecha es probable que tenga más que ver con una identidad que consideran amenazada y que buscan preservar.

En tercer lugar, la extrema derecha tiene una ventaja comparativa en ese marco identitario, puesto que ofrece una “seguridad patriótica” frente a la competencia que suponen otras culturas y otras formas de ver el mundo. Por el contrario, la izquierda tiende a ser más cosmopolita y despreocupada (o incluso contraria) respecto a ese tipo de identidades tradicionales. Además, la competencia cultural (y también la económica) es mucho más sentida entre las clases populares que entre las clases acomodadas por diferentes razones, siendo la más relevante la forma en la que ven el mundo y los desafíos socioeconómicos.

En la literatura académica, los estudios de Seymour Lipset en los años 50 afirmaban que la clase trabajadora tendía a ser más conservadora y tradicionalista en cuestiones sociales, aunque en los años setenta se consolidó la visión de que la clave no era la ubicación de clase, sino lo que Bourdieu llamaba “el capital cultural” y que puede aproximarse por el nivel de estudios. Por norma general la gente con menos estudios da más importancia a las cuestiones económicas y a las identidades tradicionales que a dimensiones como el multiculturalismo, la ecología o el feminismo. De hecho, actualmente entre los menores de 54 años y con un máximo de estudios de secundaria la intención de voto a Vox es del 12,6% (frente a un 5,4% al PSOE), mientras que para el mismo grupo de edad, pero sólo refiriéndonos a quienes tienen estudios superiores, el voto a Vox desciende al 3,1%. Es decir, de nuevo todo apunta a que la extrema derecha crece entre los más pobres y con menos capital cultural. ¿Qué lo impulsa? Mucho más la ideología y la guerra cultural que lo que ha venido en llamarse “las cuestiones materiales”.

En cuarto lugar, los datos apuntan a que los delitos tradicionales se han reducido en España respecto a 2010, concretamente un 10%. En ese tiempo la población inmigrante en España ha aumentado un 50%, lo que claramente rompe cualquier tipo de correlación entre inmigración y delincuencia. La pregunta que tenemos que hacernos es: ¿cómo es posible entonces que la percepción de la población, incluyendo a la clase trabajadora, sugiera que existe una relación entre inmigración y delincuencia y que incluso crean que el problema ha empeorado? La respuesta principal hay que encontrarla precisamente en la agenda político-mediática de las derechas radicales, no sólo españolas, que han logrado imponer el marco y debate que les interesa. Cualquiera que hoy entre a X, o ponga un telediario en España, verá que la agenda política está marcada por los asuntos de interés para las derechas reaccionarias, magnificando fenómenos que en otro tiempo fueron mucho mayores. De ese modo, la percepción del “problema” se ha disparado muy por encima de los datos reales.

En quinto lugar, precisamente por esa ventaja comparativa de la extrema derecha en el marco identitario y anti-inmigración suele ser inútil intentar ganarles en su campo. Aunque existen matices importantes, las experiencias recientes en las que se asume el discurso anti-inmigración por parte de las izquierdas suelen conducir al fracaso. Un estudio reciente que cubre el período entre 1976 y 2017 no ha encontrado suficientes pruebas para afirmar que esa estrategia reduzca el voto a las formaciones de extrema derecha sino que, en todo caso, incluso les permite ganar más terreno. Comprar el marco a la extrema derecha suele conducir a fortalecerles, más que a derrotarles. Al fin y al cabo, es una forma de legitimar una agenda que pone el foco en la inmigración y la seguridad ciudadana como problema (lo que es, al mismo tiempo, una renuncia a poner el foco en otros temas).

Entonces, ¿qué hacemos? Un aspecto que me gusta de Gabriel Rufián es que no rehúye las polémicas. Él no parte de una visión idealista, y ante el crecimiento de la extrema derecha sobre estos sectores sociales no responde que “son tontos”, que “votan contra sus intereses” o algo por el estilo. Tampoco introduce una visión moralista, sino que como legislador es consciente de que es necesaria una intervención de políticas públicas. Por eso acierta al señalar que estamos ante un problema real que debe ser abordado, aunque en mi opinión se equivoca al pensar que, siquiera un poco, ese problema tiene que ver con la inmigración. El problema real es que la izquierda no ofrece nada competitivo para enfrentar la cosmovisión de las derechas radicales.

De hecho, Rufián acierta en parte cuando denuncia que la ausencia de políticas socioeconómicas valientes por parte de la izquierda hace aún más vulnerables a los grupos sociales más pobres, los cuales tienden a acumular más argumentos en contra del gobierno y de la izquierda en general. En la mente de los votantes de extrema derecha lo que hay en el gobierno es un conglomerado de rojos que quieren acabar con España y que no traen nada bueno. De momento las fuerzas para contrarrestar esa visión han sido escasas. Ahora bien, el hecho de que prefieran votar a quienes defienden acabar con el salario mínimo o aumentar la jornada laboral señala que no se trata sólo de un problema de iniciativas sociales.

Lo que las izquierdas necesitan es construir y difundir una narrativa competitiva sobre qué quieren hacer con nuestras sociedades y de qué formas se pretende proteger a la población frente a las múltiples ansiedades actuales (precariedad, vivienda, cambio climático, etc.). Pero hay mucho más de relato que de datos en la lista de retos de la izquierda. De hecho, se seguirá “perdiendo” en la medida en que la narrativa dominante sobre la izquierda sea la de una elite tecnocrática aislada de los problemas cotidianos, una versión difundida convenientemente por la extrema derecha y sus altavoces (incluyendo las redes sociales propiedad de milmillonarios).

Otra propuesta reciente de Gabriel Rufián me seduce mucho más y puede encajar mejor con lo aquí apuntado: la de encontrar un mecanismo de articulación y trabajo conjunto de las izquierdas plurinacionales en España. Ahí están algunos de los mimbres que se necesitan para la construcción de una narrativa de reconstrucción para una sociedad que, como todas las contemporáneas, está desorientada y desconcertada ante los retos socioecológicos del presente.

Si la derecha compite con ventaja ofreciendo “seguridad patriótica”, la izquierda solo puede ganar ofreciendo seguridad civil y material: barrios cuidados, servicios públicos que funcionan, trabajo y vivienda decente, adaptación y mitigación frente al cambio climático, y una idea de convivencia que proteja sin estigmatizar. Pero también hace falta una suerte de “sentido de vida compartida”. El socialismo no movió –y mueve– a millones de personas estimulado por una enumeración de propuestas concretas sino por una idea, narrativa o relato de emancipación frente a la necesidad y de futuro justo y compartido; la mayoría de las veces cristalizado en símbolos que levantaban pasiones y consolidaban nuevas identidades. En mi opinión, nuestra tarea no debe ser “ceder el marco”, sino cambiarlo: del miedo a la protección común. Y hacerlo con una arquitectura política que sume –como propone lúcidamente Rufián– a las izquierdas

Nota: En este artículo he mantenido deliberadamente una diferenciación entre las categorías de “clase trabajadora” e “inmigración” a fin de mantener el mismo marco analítico de la entrevista y al que estamos acostumbrados. Sin embargo, en realidad esto debería problematizarse dado que las personas inmigrantes son parte de la clase trabajadora y además tienen valor para el sistema capitalista en tanto se trata de una fracción de clase fácilmente explotable y particularmente barata. Eso lleva a la paradoja de que los reaccionarios quieren productos baratos cosechados por esta mano de obra, pero al mismo tiempo no quieren ver a sus productores en los mismos espacios vitales. Una izquierda consecuente no debería mantener esta diferenciación en sus análisis más completos.