
Rafael Alberti ya es un puente
José León de Carranza va a dejar de ser un puente y Alberti lo fue siempre: un puente entre el barroco y el siglo XX, entre el exilio y la España interior, entre Garcilaso y la otra sentimentalidad, entre el mar y la tierra
Pijos contra energúmenos, con genocidio al fondo
La memoria democrática es un listín telefónico: buscamos Picasso y al otro lado del hilo aparece Guernica; María Zambrano conduce a la república niña; Chaves Nogales a la Tercera España y Manuel Azaña, a la imposible. En Cádiz, la ciudad que imprimió la palabra libertad en papeles oficiales, por primera vez, se sabe de la importancia de los nombres, aunque convivan en su mitología como amables espectros. Allí, aquí, Fermín Salvochea lleva música del autoexiliado Falla, de Pericón escondido de miedo a la represión bajo la cama de su casa o quizá de El Ramper, que a través ahora de Jesús Bienvenido simboliza a los murguistas y coristas del carnaval también ejecutados por el fascismo español.
En ese ámbito y en el de la provincia, las identidades importan, aunque el callejero siga llevando nombres de esclavistas decimonónicos o de criminales de otro tiempo. Pero, al menos, se han ido suturando las heridas de los asesinos y cómplices de aquel verano de 1936 que, en palabras de Alicia Domínguez, trajo un largo invierno.
Una de las grandes controversias de los últimos tiempos fue el cambio de nombre del antiguo estadio Ramón de Carranza, que no sólo fue uno de los patriarcas de la oligarquía local, sino uno de los actores principales en la tragedia española del golpe de Estado de Francisco Franco: sus manos históricas siguen ensangrentadas por todos quienes fueron asesinados, torturados, humillados o encarcelados en una población en donde no hubo guerra civil sino simple exterminio franquista. Cosa distinta es que al célebre campo de fútbol le pusieran Nuevo Mirandilla en lugar de Mágico González, quizá en un vano intento de hermanar a Cádiz-Cádiz con la remota Puerta Tierra.
Lo que suele olvidarse es que el puente tuvo peaje hasta la llegada de la democracia, un derecho de pontazgo que hacía que los utilitarios más humildes siguieran dando una vuelta en redondo a la bahía si querían desplazarse de un lugar a otro
Ahora, le toca al hijo, el del puente que todavía lleva su nombre y que no sólo fue un niño de papá al que la ciudad debe también la restauración de un simulacro de carnaval, al que llamaron Fiestas Típicas Gaditanas, un placebo de la libertad en un festival de mordazas. Niño de papá –don Ramón fue alcalde dedocrático a manos del dictador Primo de Rivera–, dejó el Ejército por los negocios y participó activamente en la sublevación que papaíto ingeniaba con Sanjurjo en Portugal. Franco le nombró “delegado oficioso en el Protectorado francés de Marruecos” y “cónsul general honorario de España en Rabat”, “por los méritos contraídos durante nuestro Glorioso Alzamiento Nacional, y como reconocimiento de los servicios prestados”.
También, concesiones suculentas en el puerto de Larache para sus negocios privados. En 1948, tras la explosión del polvorín, también lo hicieron alcalde genético de la capital, cargo que ocupó sin derecho a urnas hasta 1968, poco antes de su muerte. Procurador en Cortes, en su palmarés figura un chorreón de honores y medallas, hasta la del Mérito Deportivo por méritos y deportes que se ignoran. Tras su muerte y por real decreto Franco le concedió a título póstumo la Gran Cruz de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas.
También impulsó, eso es cierto, la construcción del puente que lleva su nombre, a petición del autor carnavalesco Paco Alba. Se dice que lo peleó incluso en contra de los deseos del Caudillo pero, en aquella época, estos siempre fueron sinónimos de los intereses de España. Lo que suele olvidarse es que el puente tuvo peaje hasta la llegada de la democracia, un derecho de pontazgo que hacía que los utilitarios más humildes siguieran dando una vuelta en redondo a la bahía si querían desplazarse de un lugar a otro.
A mí me gustaría que se llamara Rafael Alberti, porque es uno de esos raros gaditanos de todas partes, que siempre supo llamar a su vez Cádiz a todo lo dichoso, a todo lo luminoso que aconteciera
Por todo ello, el Gobierno ya ha abierto un expediente para derogar su nomenclatura actual y se estudian otros nombres con los que bautizarle. Así que, como suele ocurrir en otros casos, resulta estéril la diatriba entre si debe seguir llevando su santo y seña, que no va a ocurrir salvo que se anticipen las elecciones y Vox las gane o pacte con la derechita cobarde, o si debe llamarse Rafael Alberti como propugna Sumar.
Así, sólo tiene sentido simbólico, el hecho de que María Asunción Mateo, viuda del poeta, arguya que no le parece adecuado que se honre de esa forma a su marido y que sólo servirá para dividir a los gaditanos que en su mayoría relacionan al maltrecho puente con el finado alcalde franquista, que promovió, “en una época difícil, una obra tan singular, colosal y beneficiosa para el crecimiento de la ciudad y toda la Bahía de Cádiz”, en declaraciones recientes a Diario de Cádiz.
Aunque ella conoce bien la obra y la personalidad de Alberti, dudo yo que al Poeta en la calle le apeteciera que el franquismo al que combatió siguiera perviviendo en la topografía. En cualquier caso, no hay caso. José León de Carranza va a dejar de ser un puente y Alberti lo fue siempre: un puente entre el barroco y el siglo XX, entre el exilio y la España interior, entre Garcilaso y la otra sentimentalidad, entre el mar y la tierra, como el milagroso libro de poemas cuyo centenario acaba de cumplirse.
Se llame o no se llame Alberti, el puente, más temprano que tarde, ya no se llamará José León de Carranza. Será el de la Bahía, o el Juan Sebastián Elcano, o vaya usted a saber qué otros candidatos sirven para identificar el también histórico campo de batalla de las huelgas de astilleros. A mí me gustaría que se llamara Rafael Alberti, porque es uno de esos raros gaditanos de todas partes, que siempre supo llamar a su vez Cádiz a todo lo dichoso, a todo lo luminoso que aconteciera. Dado que el Ministerio de Transportes parece decidido a albertizarlo, sólo queda recordar sus versos: “Lloren los ojos del puente las aguas de treinta ríos”. A él, es un poner, le habría gustado en el fondo que se llamara Telethusa. O Juan Panadero.