
Lo que está en juego es la democracia
El reconocimiento del derecho de sufragio tras un tiempo prudencial de residencia en España sería la forma más efectiva para promover el ejercicio real y efectivo de todos los demás derechos de los inmigrantes
En 1999 o 2000, no recuerdo con exactitud la fecha, fui invitado a dar la conferencia inaugural en el Primer Congreso Gay que se celebró en Sevilla. Dediqué mi intervención al matrimonio entre personas del mismo sexo y sostuve la tesis de que el reconocimiento del matrimonio en la Constitución únicamente tenía sentido para los homosexuales, que eran los únicos ciudadanos y ciudadanas que no habían podido ejercerlo. Los ciudadanos y ciudadanas heterosexuales nunca habían tenido problema alguno para ejercerlo y, como era el único tipo de ciudadanía que el ordenamiento había reconocido hasta el momento, el derecho al matrimonio no había figurado nunca en la Constitución. Ni en la española ni en ninguna otra.
Solo hasta después de la Segunda Guerra Mundial se incorporaría el derecho al matrimonio a la Constitución, como consecuencia de una doble circunstancia: la consolidación de la democracia como forma política y las terribles experiencias en la Alemania nazi. El avance del principio de igualdad y la reacción frente al fascismo constituirían los elementos de la incorporación del derecho al matrimonio de manera expresa a algunas constituciones y la extensión de esa consideración jurídica a todas de manera implícita.
Detrás de esa incorporación latía la discriminación de la población homosexual, desplazada hasta la fecha de la Constitución al Código Penal. La fuerza de la discriminación era de tal intensidad que en España, por ejemplo, la primera amnistía después de la muerte del general Franco, pero antes de que se hubieran celebrado las primeras elecciones, se extendió a delitos incluso con derramamiento de sangre, pero no a los homosexuales. El no poder ejercer el derecho al matrimonio no era ni mucho menos la única fuente de discriminación, pero sí era una discriminación cuya visibilidad podía contribuir a hacer visibles todas las demás y ayudar a la lucha contra todas ellas.
En mi interpretación de la Constitución, el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo estaba ya reconocido constitucionalmente. De una lectura conjunta de los artículos 14 y 32 de la Constitución no se podía llegar a ninguna otra conclusión. La no discriminación “por ninguna otra circunstancia personal o social”, con que finaliza el artículo 14 CE, no puede no conducir a reconocer el derecho al matrimonio entre personas no heterosexuales.
Habría que esperar, sin embargo, desde la entrada en vigor de la Constitución hasta la llegada a la presidencia del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero para que dicho derecho dejara de ser un fantasma que habitaba en la Constitución para convertirse en una realidad efectiva.
He dicho en repetidas ocasiones que José Luis Rodríguez Zapatero ha sido el presidente con más sensibilidad respecto del ejercicio de los derechos fundamentales, en buena medida porque, como dejó dicho Walter Bagehot, el primer director de The Economist y autor del “clásico por excelencia” ‘The English Constitution‘, una Constitución la entienden mejor las cohortes que se educan bajo ella que las que la hacen. Los que se han educado bajo la Constitución son los que mejor conocen las posibilidades y límites de la misma y los que están en mejores condiciones para proponer su reforma.
Esto se olvida sistemáticamente. En cuanto se empieza a hablar de reforma de la Constitución, se recurre a los “padres de la Constitución”, que son los que menos tienen que decir en ese asunto. Ustedes ya hicieron lo que tenían que hacer. Ahora son otros los que tienen que intervenir. La última vez que intervinieron en el Congreso los supérstites de la Comisión redactora del Proyecto de Constitución dieron un espectáculo patético.
Pero esta es otra historia, aunque tal vez no. En todo caso, lo que sí está claro es que Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar se educaron bajo las Leyes Fundamentales del Régimen del General Franco y que la Constitución no ha sido ni sigue siendo su lenguaje materno. Lo mismo ocurriría con el salto atrás que supuso Mariano Rajoy.
José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez han sido los dos únicos presidentes que hablan el lenguaje de los derechos fundamentales como lengua materna y que tienen una preocupación permanente por los problemas relativos al ejercicio de los mismos. Dicha preocupación se expresó para el primero en la ley del matrimonio entre individuos del mismo sexo o en la ley de plazos, ambas recurridas al Tribunal Constitucional por el PP, o en la ley de dependencia, no recurrida por Mariano Rajoy, pero sí rechazada mediante la negativa a su financiación. Para el segundo, la preocupación se está extendiendo fundamentalmente a las vulneraciones de derechos procedentes de la xenofobia desatada por la extrema derecha ante el crecimiento de la inmigración, que acaban de tener en Torre Pacheco y Jumilla sus dos expresiones más señaladas.
Como ha dicho, afortunadamente, la Conferencia Episcopal, en esos dos puntos del territorio se han producido vulneraciones de derechos fundamentales, que están en la Constitución no para proteger a las mayorías, que no necesitan ser protegidas, sino para la protección de las minorías.
La reacción del Gobierno es la adecuada. Además de alertar a la ciudadanía del riesgo que dicha xenofobia representa para la convivencia y de instruir al Ministerio de Interior para que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado estén atentos al desarrollo del fenómeno, ha interesado al Ministerio Fiscal para que recurra cada una de las actuaciones xenófobas ante los tribunales de justicia. Los derechos fundamentales son el elemento constitutivo de la identidad democrática, que va más allá de la identidad nacional. En toda sociedad democrática todo ser humano posee una identidad jurídicamente protegida. Hasta el momento esa identidad no se extiende al derecho de sufragio en las elecciones generales y autonómicas, pero sí a los demás derechos fundamentales y de manera muy especial, a los derechos de libertad ideológica y religiosa.
Los poderes públicos tienen que respetar los derechos de los extranjeros exactamente igual que los de los nacionales. Es obvio que el reconocimiento del derecho de sufragio tras un tiempo prudencial de residencia en España sería la forma más efectiva para promover y garantizar el ejercicio real y efectivo de todos los demás derechos. Tal vez sería oportuno que la Unión Europea tomara cartas en el asunto y fuera preparando la aprobación de una directiva o una reforma de los Tratados para reconocerlo. En ese reconocimiento del derecho de sufragio a los extranjeros nos estamos jugando el futuro de la democracia en el continente.