El verano es para los ‘splashers’: los tiburones atacan con ganas (en las pantallas de los cines)

El verano es para los ‘splashers’: los tiburones atacan con ganas (en las pantallas de los cines)

Este agosto, ‘Dangerous Animals’ y ‘Tiburón blanco: La bestia del mar’ buscan dar el clásico mordisco sangriento de las vacaciones al frescor de la sala con aire acondicionado

El actor de Superman Dean Cain se convierte en agente de ICE para participar en las redadas de Trump contra migrantes

Que Tiburón cumpla medio siglo en 2025 implica que el modelo de negocio más provechoso que jamás haya acuñado Hollywood tiene su misma edad. Esto es, que hace 50 años Tiburón inauguró el blockbuster tal y como lo conocemos: un tipo de proyecto de gran envergadura espoleado por su ambición de arrasar en la taquilla mundial, y hacerlo rápido. Solo que claro, en 1975 Tiburón no era ni de lejos la primera película que hacía algo así, y es lo que nos lleva a un interrogante que conviene atender: ¿por qué Tiburón es un blockbuster y Lo que el viento se llevó, una superproducción de 1939 que se tiró varios meses en cartelera sin dejar de atraer público, no lo es?

La cantidad de dinero recaudada no tiene que ver tanto como el relato que se ha querido comunicar desde la industria y que, ciñéndonos al blockbuster como tal, gira en torno a determinadas estrategias de exhibición. Estrategias en las que Tiburón tampoco era pionero. Habitualmente las películas se distribuían según un modelo escalonado, expandiéndose durante semanas por distintas cadenas de cines a lo largo de EEUU (más tarde del mundo). De Tiburón sabemos que Universal quiso estrenar en múltiples salas simultáneamente, pero no era la primera vez que ocurría algo así. Fue Paramount con El padrino, tres años antes, quien había desafiado por primera vez este modelo.

Lo que Tiburón añadió a la estrategia de El padrino fue la decisión de estrenar en verano aprovechando la reciente implantación de los aparatos de aire acondicionado, y teniendo lista la maquinaria de merchandising. Contribuyó, por otra parte, a seguir acelerando el ritmo del negocio, que es al fin y al cabo lo que distingue al blockbuster de fenómenos previos como la citada Lo que el viento se llevó y los grandes taquillazos del periodo clásico. El estreno fulminante mueve a estudiar ansiosamente la taquilla del fin de semana de apertura —forzando a que si este decepciona ya se barrunte el fracaso— y, desde otro ámbito, obliga al gremio de la crítica a ir con la lengua fuera.


Fotograma de ‘Tiburón’

Cuando la distribución era progresiva daba tiempo de sobra a publicar reseñas y a que se fuera constituyendo un clima afectivo, creando expectativas de cara a ver la película. Coartando el proceso se forzaba la sorpresa del público, en un trato que previo a los años 70 ya buscaban ciertas producciones. Y aquí está lo interesante. Antes de que películas ambiciosas con opciones de Oscar se saltaran el modelo escalonado, los títulos que “huían” de la crítica eran producciones de serie B. Películas humildes, de escaso prestigio. Si una película cualquiera esquivaba el modelo tradicional (y llegaba a varios cines a la vez), se entendía automáticamente como que era de peor calidad.

Evidentemente El padrino cambió esto, pero la relación de Tiburón con la serie B resulta igualmente evidente. Más cuando este mismo verano percibimos su influjo en dos películas —Dangerous Animals y Tiburón blanco: La bestia del mar— que ni van a arrasar ni mucho menos a ganar premios Oscar.

El camino de la explotación

Dangerous Animals es una pequeña producción australiana cuyo único rostro famoso es el de Jai Courtney. Tras ser un secundario en sagas como Divergente o Escuadrón suicida difícilmente diríamos que es un reclamo comercial, si bien se esfuerza mucho en brillar como un psicópata que ansía ver a sus víctimas devoradas por tiburones. Dangerous Animals le da una pequeña vuelta de tuerca al terror marino de Tiburón mientras Tiburón blanco: La bestia del mar —que llega a cines una semana después y también es australiana— tiene un esquema más reconocible: un grupo de soldados de la Segunda Guerra Mundial intentando sobrevivir a los escualos en medio del mar.


‘Tiburón blanco. La bestia del mar’ de Kiah Roache-Turner

En 2021, por cierto, ya tuvimos otro filme de terror llamado Tiburón blanco, todo lo cual ilustra la buena salud de ese cine de explotación que el crítico Álvaro Peña bautizó con ingenio como splasher: historias situadas en entornos marinos cuyos personajes intentan que los tiburones (o los animales que se tercien) no se los coman al ritmo con el que los adolescentes suelen ser acuchillados en el cine slasher. Por todo esto —y dado que Dangerous Animals y Tiburón blanco preceden a su vez un reestreno de Tiburón el 29 de agosto por su aniversario— convendría alejarnos de la influencia de Spielberg en la tradición del gran espectáculo para, desde otra vía distinta, proponer que su filiación blockbuster es más casual que otra cosa. Que Tiburón tiene más que ver con Dangerous Animals —una película extremadamente mediocre, por cierto— que con Star Wars.

El crítico Álvaro Peña bautizó con ingenio como ‘splasher’ a las historias situadas en entornos marinos cuyos personajes intentan que los tiburones (o los animales que se tercien) no se los coman al ritmo con el que los adolescentes suelen ser acuchillados en el cine ‘slasher’

Y veamos. Las inspiraciones de Tiburón se parecen más a las de El padrino. Ambas películas adaptaron dos bestsellers de la época, con el matiz de que en la prosa de Peter Benchley se cruzaban el fantasma de Moby Dick —en cuanto al absurdo de querer vengarse de un animal salvaje— y el del dramaturgo Henrik Ibsen en su obra de teatro Un enemigo del pueblo, con esa población en peligro por culpa de la codicia de sus gobernantes. En Tiburón, entonces, había existencialismo y crítica social. Pero también era básicamente una película de terror: un género que rara vez había contado con el interés de los grandes estudios. Tiburón tenía cerca la gran excepción de El exorcista, cuya existencia y éxito podemos achacar al clima imprevisible del Nuevo Hollywood.


Fotograma de ‘Dangerous Animals’

El terror solía ser feudo de la serie B. El presupuesto de Tiburón era amplio comparado con el de estas producciones, pero esto se debió en gran parte al bien documentado caos que fue su rodaje. Lo que se ha contado hasta la saciedad: la decisión de ocultar el tiburón durante buena parte del metraje por culpa de los fallos del animatrónico, transmutada a través de la pantalla en un suspense modélico. Es decir, que Tiburón es como es por una picaresca análoga a la de las producciones de serie B, y ahí está el propio perfil de Spielberg para confirmarlo: antes de Tiburón se había curtido en la televisión, que justamente era el destino original de su aplaudido debut, El diablo sobre ruedas.

La génesis de Tiburón está marcada por accidentes felices, y el accidente más feliz de todos posiblemente sea el de haber inaugurado el blockbuster cuando lo único que Spielberg pretendía era cumplir los plazos y que Universal no le despidiera. Desde entonces el audaz director sí pudo desarrollar este tipo de proyectos intencionadamente —E.T. El extraterrestre, Indiana Jones, Parque Jurásico, etcétera—, pero el auténtico legado de Tiburón hay que rastrearlo por otro lado.

Orcas, pirañas y tornados

Antes de que a Universal le diera tiempo a darle una secuela a Tiburón, en verano del 77 llegaba Orca (La ballena asesina). Tal conmoción cultural había causado la película de Spielberg como para que floreciera el oportunismo, y rodeando la desigual transformación de Tiburón en una franquicia —cuatro entregas llegó a tener entre los 70 y los 80, sin rastro de Spielberg por supuesto— se fueran desarrollando múltiples proyectos con el claro objetivo de exprimir el fenómeno desde presupuestos prudentes. En el caso de la vecina Piraña, curiosamente, nos reencontramos con cineastas prometedores pasados por agua —el Joe Dante de Gremlins en la primera entrega, James Cameron en la segunda—, mientras se atisba una repentina voluntad de tomárselo todo a guasa.


Thomas Jane en ‘Deep Blue Sea’

En ese sentido, la esencia de Tiburón tardó poco en ser traicionada. Spielberg había impulsado su película desde el romanticismo, la aventura clásica y el amor por los personajes, y sin embargo fue imponiéndose poco a poco el humor negro. El splasher fluía entonces desde una temprana autoconsciencia, presumiendo de cinismo para que el público pudiera pasar por alto los penosos guiones y efectos especiales de los que iba haciendo acopio (y que llegaron a caracterizar la misma saga de Tiburón). A finales de los 90 sucedieron dos hitos que, lejos de alterar esta lógica, la fortalecieron. En 1997 se fundó The Asylum, y en 1999 Renny Harlin estrenó Deep Blue Sea.

Deep Blue Sea se materializaba en un momento de democratización para el CGI. Los efectos visuales generados por ordenador habían calibrado el impacto de los grandes blockbusters de la época —muchos de ellos dirigidos por los propios Spielberg y Cameron—, para poco a poco irse haciendo más asequibles, o al menos descartar el aura de evento máximo por ubicarse en películas más variopintas. Lo que sucedía entonces con Deep Blue Sea es que sus tiburones digitales —modificados genéticamente en lo que era tanto una herencia de Parque Jurásico como un posible comentario meta— eran muchos, se movían a toda velocidad y se merendaban a los personajes a un ritmo de fiesta trasnochada, sin que nadie pudiera tomarse nada mínimamente en serio.


Imagen promocional de ‘Sharknado 5’ parafraseando el lema de Donald Trump

The Asylum iba a tomar buena nota de ello, aunque algo más tarde. Este estudio quiso originalmente hacerse fuerte con una producción destinada a los videoclubs, para a posteriori especializarse en los llamados mockbusters —películas baratas que ansían canibalizar la fama de un blockbuster vecino al que plagian sin disimulo— y por último entender cuál había sido la aportación de Deep Blue Sea. Esto es, CGI pésimo y dependencia de la complicidad. ¿De la complicidad de quién? Pues de ese temible perfil de espectador que dice cosas como “es tan mala que es buena”. Ese perfil de espectador que aplaudiría hasta seis películas de Sharknado entre 2013 y 2018.

También otras lindezas como El ataque del tiburón de dos cabezas, Megatiburón contra Crocosaurio, etcétera. El tiburón como monstruo temible mutó una y otra vez gracias a la falta de vergüenza de The Asylum, sin que esta explosión de subproductos listillos impidiera que el splasher dejara de pergeñar a cada tanto películas muy estimables. El minimalismo de Open Water (2004) o la febril puesta en escena de Infierno azul (2016) ilustran, por suerte, que el subgénero es mucho más, al tiempo que refuerzan la idea de que poco tiene que ver con el cine de gran presupuesto y es preferible que se dedique a propuestas más pequeñas y libres.


Blake Lively en ‘Infierno azul’, una de las mejores películas de tiburones

Lo ocurrido con Megalodón es la prueba definitiva. Ha habido dos entregas a rebufo de la novela original de Steve Alten, y las dos son penosas. Megalodón y Megalodón 2 (2018 y 2023) son dos blockbusters confundidos entre servir de plataforma para un actor consagrado —por muy grandes que sean los tiburones no son suficientes en esta liga, necesitas a un Jason Statham—, no forzar demasiado la calificación por edades con la violencia, tener credibilidad industrial —el irrelevante fichaje de un director de culto, Ben Wheatley, para la segunda— y apelar al público chino.

Condicionantes, ni que decir tiene, que lastran su expresividad y capacidad de divertir. Frente al ominoso ejemplo de Megalodón tiene más dignidad incluso el mockbuster que le dedicó la propia Asylum —protagonizado por el fallecido Michael Madsen—, o desde luego obras tan desprejuiciadas como En las profundidades del Sena, donde un tiburón llegaba por algún motivo a los canales de París y aterrorizaba sus Juegos Olímpicos. Es tan sencillo como eso. Cuanto más lejos se mantenga el cine de tiburones del blockbuster, mejor. Por mucho que fuera él quien lo inventara.