
El privilegio inmobiliario de la tristeza
El contrato social está a punto de romperse y deberían, los que deban, estar temblando los propietarios porque cada vez somos más personas las que muy poquito tenemos que perder
Comentaba hace unas semanas que hago toda mi vida en una balda del frigorífico; también tengo un tercio de los percheros de la casa y uno de los armarios de la cocina es para mí. En el balcón no cabemos todos a la vez y el gato se ha adueñado del pasillo. Vivo bien, pero puede que uno de los nuestros se vaya y tengamos que meter a otra persona. Vivo con mis mejores amigos desde pequeño y supongo que el tuerto es el rey en un mundo de ciegos. El privilegio peligra. Tener treinta años y compartir piso con tus amigos no se parece, ni de lejos, a vivir en Friends; no es el cachondeo pre-conocer-al-amor-de-tu-vida, ni esa sucesión de historias rocambolescas guionizadas de gente con la vida resuelta, no. Es un desfile de fracasos personales y profesionales, de momentos de intimidad reventados por una luz que se enciende en el pasillo; es una sensación de, en el fondo, no tener un lugar donde esconderte.
Mi habitación da al balcón. La otra noche llegué a casa roto, descuajeringado y con los ojos vidriosos y solo quería encerrarme en mi cuarto y llorar. Mis amigos estaban fumando en el balcón y empecé a sentirme como un tigre tras la pátina de vidrio de un zoo; más bien un minino con un ego estratosférico. Me enrosqué la almohada alrededor de la cabeza para amortiguar los llantos y los pucheros. Qué incompatible es compartir piso con derrumbarse uno en casa. Notan mi tristeza porque rezuma como un cadáver de seis días y me regalan un balcón vacío como un gesto de intimidad que viene a decir: ‘esto es lo que hay’. Son lo mejor que tengo en la vida y nunca me habían sobrado tanto. Y es verdad que desde que convivimos salimos menos y pasamos juntos menos tiempo del que juramos compartir al firmar el contrato. La desazón de la rutina no venía en la letra pequeña.
Si se va mi amigo, además de perder al corazón de la casa, al gato y su airfryer, perderíamos ese pacto tácito de hacernos los invisibles por casa cuando hace falta. Tendríamos que abrir nuestro mundo y vete a saber quién habitaría entonces mi casa; cómo meto a un extraño ahora, a mis treinta, a admirar como un turista mi tristeza autoritaria. Podríamos hacer un esfuerzo y dejar la habitación vacía, y entonces tendría -tendríamos- que ganar un dinero que, de momento, no existe. El otro día sugerimos un conato de desintegración de nuestro pequeño microestado; de volver cada uno a la línea de salida y ya veremos qué pasa, y empecé a mirar pisos de una habitación cayendo en el horror de que ni en el peor de los zulos en el barrio más remoto de Murcia podría darme el lujo de poder llorar solo en casa sin que nadie me moleste.
La idea de pegar una patada en la puerta a cualquier inmueble abandonado, mirar un tutorial en YouTube de cómo conectarme a la red eléctrica y abonarme a un gimnasio para tener agua caliente empieza a ser más factible que la de volver a entrar en Idealista. Para comprar una vivienda tendría que mantenerme en el estado en el que vivo durante unos cinco o seis años y después hipotecarme, y todavía me sigue pareciendo más viable que encontrar, a través del alquiler, una solución a mi problema.
Nosotros tenemos suerte con nuestros caseros porque son una pareja que compraron la casa para vivir ellos y, cosas de la vida, los destinaron a vivir fuera, así que pagamos un precio razonable, pero por desgracia no es la norma. Lo normal es lidiar con el hijo de una muerta que gestiona cuarenta y seis pisos, con una inmobiliaria vampírica que practica la necromancia sobre lo que antes era un techo digno, con condiciones que somos incapaces de cumplir aunque quisiéramos porque la paralela trabajo y estabilidad hace tiempo que dejó de ser paralela. El contrato social está a punto de romperse y deberían, los que deban, estar temblando los propietarios porque cada vez somos más personas las que muy poquito tenemos que perder; cada vez es más gente la que ya no tiene ni un rincón privado en el que deshacerse de tristeza en paz. La vivienda es un derecho porque es lo que nos permite zafarnos y escondernos del mundo cuando este nos aplasta. Es la última y la única línea de flotación que nos queda cuando todo se desmorona. Y hasta eso nos quieren quitar.