Incendiar sobre quemado

Incendiar sobre quemado

El encaje de los mundos distintos que son el campo y la ciudad es uno de los ejes de conflicto continuo en la historia de Europa de los últimos siglos. Las izquierdas urbanas, ebrias de pensamiento ilustrado y clase alta, no asumen que son ignorantes en las lógicas del mundo rural, ni que el campo tiene enseñanzas para el pensamiento político

FOTOGALERÍA | La desolación tras el paso de las llamas por Chandrexa, uno de los incendios más grandes de la historia de Galicia

Hoy, después de comer, hemos hecho una lista de los servicios que no tenemos en Chandrexa de Queixa, así, por pasar el rato y ahora que el fuego nos ha puesto de moda. Contamos los nuestros porque estamos aquí, pero sabemos que no somos distintos a cualquier otra zona rural del Estado español. Aquí, por ejemplo, tenemos un médico y una enfermera pero solo por las mañanas, y no recibimos reemplazo durante sus vacaciones; este servicio deja de funcionar cuando se nos va internet, algo que sucede muy a menudo, pues no se ha previsto otra forma de acceso al historial médico para zonas como la nuestra; no tenemos urgencias, ni hospital, claro, ni centro de día, ni escuela desde hace más de una década, ni pediatra, ni biblioteca. No hay transporte público más que un coche que recorre nuestros 172 km² una vez al día aunque no todos los días, y un autobús que lleva a Ourense por la mañana y regresa por la noche, así que cualquier gestión te supone una jornada entera; no tenemos oficina bancaria aunque sí un cajero automático, uno; no tenemos gasolinera, ni librería, ni donde comprar un periódico; no tenemos supermercado ni ninguna tienda más allá de una farmacia, ni tenemos oficina agraria, ni cine, ni teatro, ni ningún centro de actividades, ni ningún tipo de programación cultural estable y de buena calidad (la misma calidad, al menos, que en las ciudades). Pagamos, claro, impuestos como cualquiera, pero aquí la gente es menos que los demás.

El Estado, lo público, aquí es una cosa vaga que exige mucho, pero da poco, un sistema burocrático indescifrable, mucho más punitivo que el soportado en las ciudades, con una pata clientelar de subvenciones que parchea el problema que él mismo ha creado, y que no dispone de sistemas de control efectivos para acabar con una corrupción que más bien alimenta. Tampoco es garante ni protector: en los incendios que nos asolan estos días, los recursos son pocos, han llegado tarde y lo han hecho de manera descoordinada y desinformada. Vivir aquí es vivir contra todo pronóstico.

El campesinado de Queixa es de base, gente humilde que pertenece al campo: no es un capitalismo agrario de grandes productores, sino los vestigios de una economía de autoconsumo, hoy obligada a meterse de cabeza a un mercado dirigido por entelequias como Madrid o Bruselas. En este mundo rural hay enfado con las estructuras de Estado que regulan su vida sin entender lo que es la vida: enfado por un modelo de transición energética que impone polígonos eólicos y solares aquí pero nunca en mitad de las ciudades, que alegan planes desarrollo que ya se vivieron con los embalses y que, en lugar de desarrollar, despoblaron, enfado con un ecologismo absurdo que nos obliga a recoger a hurtadillas piñas del suelo para encender la lumbre porque sí, arriesgas multa, que nos incita a calentarnos con pellets industriales traídos de muy lejos frente a las podas selectivas tradicionales que limpian los montes y los protegen de los incendios, también perseguidas, o que prohíbe que las vecinas (que de verdad, somos cuatro) usen retama para hacerse escobas, cuando el problema de la desaparición de la retama son los sistemas fabriles que producen, entre otras cosas, las escobas de plástico traídas de China a las que recurren ahora mis vecinas.

El encaje de los mundos distintos que son el campo y la ciudad es uno de los ejes de conflicto continuo en la historia de Europa de los últimos siglos. Las izquierdas urbanas, ebrias de pensamiento ilustrado y clase alta, no asumen que son ignorantes en las lógicas del mundo rural, ni que el campo tiene enseñanzas para el pensamiento político, ni aceptan que este sea un mundo perfectamente válido, un mundo que sobrevive a pesar de los siglos de guerra contra él. Los movimientos de izquierdas rara vez se han dejado acompañar por la gente del campo: bien al contrario, buscan incansables la fórmula magistral para domar este potro salvaje, siempre de arriba abajo, sin tratar de aprender más allá del gesto absurdo de exotizar al campesinado lejanísimo, que es una forma de cosificación colonial. Si conoces más campesinos en Oaxaca que en Cáceres, amigo, date cuenta.

Este caldo de cultivo de malestar, de incomprensión y de cabreo justificado es el combustible de la actual extrema derecha. Figuras como Javier Milei o Elon Musk, los motosierros que proponen la reducción a mínimos del aparato del Estado, de lo público, encuentran resonancia en estos lugares porque al campo se le ha negado el poder de gobernar sus propias vidas y ha sido sustituido por un Estado que lo ha abandonado. En una enésima vuelta de tuerca, cuando el campesinado logra alzar la voz, por un lado, la extrema derecha se apodera de sus voces y las apadrina incluso sin pedir permiso, y, por otro lado, el resto de la población pasa a atribuir a esa derecha el discurso campesino, pues no lo considera un sujeto político sino un objeto siempre al servicio de un amo, una voz marioneta. Y así el campesinado se vuelve a quedar sin palabra pública.

Las reivindicaciones de estos días son simples: una gestión de los montes que atienda al conocimiento situado y al equilibrio de todo el ecosistema rural, y un despliegue de recursos justo: si se rescatan bancos se pueden rescatar aldeas, si se subvencionan museos de vanguardia se pueden abrir bibliotecas en los pueblos, por no decir centros médicos, si se pueden desplazar deltas de ríos para poner aeropuertos, como en Barcelona, seguro que se puede desbrozar el monte para que no se propaguen los incendios. No es complicado, pero escucharlos es reconocer que la civilización urbana no es superior a las demás, y ese es un sapo duro de tragar.

Afirmaba John Berger que un campesinado intacto es la única clase social con una resistencia interna hacia el consumismo. No existe un campesinado “intacto” pero algo de eso queda. Este campesinado de base es un peligro contra el sistema, una imposibilidad que se niega a desaparecer y su sola existencia es una amenaza para la sociedad industrial del cambio climático. Y esa extrema derecha que dice apoyarlo solo quiere conseguir los votos y librarse de él en favor del capitalismo extremo también agrario. No le hagamos el juego abriendo más la brecha de la incomprensión y el desprecio hacia un campesinado que atesora piezas del nuevo mundo que necesitamos, con urgencia, para sobrevivir.