El trauma de la pobreza

El trauma de la pobreza

Obligar al sistema productivo a reconocer sus costes medioambientales pondría los incentivos necesarios para buscar la abundancia sin perjudicar al planeta

Mi abuela, Nicolasa, nació en una familia de jornaleros extremeños, pobres como las ratas. Se escapó de casa en el año 54 para venir a Madrid desde aquel pueblo de casillas de piedra y tejas de pizarra que era indistinguible de las aldeas africanas que vemos hoy por la televisión. Me ha contado muchas veces una historia sobre el año que su padre se fue a la guerra y dejó a su mujer, mi bisabuela, sin nada que comer y 7 hijos a cargo.

Un día, se plantó en la puerta de su casa un guardia civil a reclamar una cabra que tenían en el corral y que era el sustento de toda la familia. Se llevaba la cabra, decía, en pago de una deuda. Aquella mujer esquelética, que no medía más de 1,40m, con las manos ásperas, vestida de negro de la cabeza a los pies, el pelo recogido en un moño perenne, salió con el cuchillo de la matanza a la puerta de la choza y le dijo al guardia civil que si tocaba la cabra, lo mataba.

Aquel hombre debió pensar que no era buena idea cuestionar la resolución de mi bisabuela y se marchó, pero le dejó para siempre a mi familia una fábula sobre el hambre. Y una moraleja: morir de pobreza es un riesgo tan cierto como enfrentarse a un guardia civil en el año 38. Y hay que estar dispuesto hasta a matar para evitarlo.

Me acuerdo de ella cuando leo a Antonio Muñoz Molina hablar de que tenemos que recuperar el sentido de la escasez que tenían sus abuelos. Porque yo del que tenían los míos no me he podido olvidar nunca. Dos generaciones después, en mi casa todavía me educaron para no dejar nunca nada en el plato, aunque no tuviera hambre; trabajar hasta caer rendida; gastar siempre lo mínimo imprescindible; ahorrar hasta la última peseta y vivir con un miedo terrible a que cualquier día se abra el suelo bajo mis pies y me caiga por el precipicio de la indigencia.

La pobreza es un trauma. Uno que se hereda de generación en generación.

Con diferentes grados de severidad, todos los europeos hemos heredado ese mismo trauma de la miseria y de la guerra. Seguimos viviendo con esa mentalidad, ese miedo antiguo a caernos por alguna grieta de la sociedad y no tener para comer. En su versión contemporánea, quizás tener para comer, pero pasar mucha vergüenza por el camino. A que se nos ponga cara de pobres: a dar pena.

Es precisamente ese miedo atávico el que sale a la superficie en el debate de la inmigración, el que aprovechan los mercaderes del odio. Si pensamos que el mundo es escaso y que estamos en peligro, como mi bisabuela, tiene todo el sentido que estemos dispuestos a todo para evitarlo.

En la vida adulta, como empresaria, me he dado cuenta de que esta mentalidad es, además, un orden mental desastroso para conducirse en el mundo. El trauma de la pobreza te lleva a tomar malas decisiones financieras. Por ejemplo, a dejar de estudiar y ponerte a trabajar cuanto antes. A no invertir nunca en tí mismo (ni en nada). A ser cortoplacista en las decisiones. A no arriesgar. Si en España hay tan pocos emprendedores, es porque hay mucho trauma de la pobreza. Si solo sabemos invertir en viviendas, es por lo mismo. Y, al contrario, una de las razones por las que la riqueza se reproduce es que los ricos pueden pensar mejor, porque no tienen miedo.

“¿Los españoles le dan menor valor a la comida que las generaciones anteriores?” le pregunta el periodista a Muñoz Molina. Y él contesta que sí, que ahora no tenemos tanta conciencia del límite de las cosas.

Llama poderosamente la atención la pregunta, sobre todo cuando fue la generación de Muñoz Molina la que disparó las emisiones de CO2 y todas las dinámicas productivas que están destruyendo el planeta, y es la de los jóvenes “que no tienen conciencia de los límites” la que las está reduciendo.

Y, sin embargo, nunca vemos a nadie preguntarle al presidente del Gobierno, o a la del Banco Central Europeo, o del Fondo Monetario Internacional, cuándo va a empezar la economía a incluir en sus mediciones eso que llaman de forma grosera “las externalidades negativas” del sistema productivo.

Todavía hoy, si un agricultor pone un pozo ilegal en Doñana que se lleva por delante el acuífero, el daño medioambiental no se computa en ninguna ecuación económica. No lo busquen en el PIB. Y si la agricultura de secano acaba por desertificar el país para seguir cobrando la PAC, tampoco. Todo el CO2 que emitieron las fábricas de cemento durante la burbuja inmobiliaria no se reflejó nunca en la contabilidad de las empresas constructoras, ni se trasladó al precio de las casas, ni restó en la contabilidad nacional. Nada.

Si los fabricantes de coches de combustión tuvieran que sufragar los costes sanitarios que producen sus emisiones en los sistemas de salud, e indemnizar a las familias de los 240.000 europeos que mueren todos los años como consecuencia, nootendrían que subir los precios de los vehículos. Se haría evidente, sin que nadie tenga que “concienciarse” de nada, que los vehículos eléctricos son una opción mucho más rentable para todos.

Si las empresas que venden objetos físicos que van a acabar, más tarde o más temprano, en la basura, tuvieran que pagar por los sistemas de recogida de basuras y de reciclaje, tendrían algún incentivo para hacer sus productos más duraderos. Hoy por hoy ocurre al contrario: a quienes fabrican les interesa vender más y más, porque nunca tienen que hacerse cargo de las cosas que tiramos.

Y es que no hace falta que nadie “tome conciencia de los límites” del planeta: basta con que se reflejen en los precios.

Nunca más un ministro tendría que pedirle a nadie que no coma carne, o fresas, si cada eslabón de la cadena productiva reconociera los costes reales de la actividad con la que está ganando dinero.

Si esto no ocurre no es por una especie de dificultad técnica: es un consenso político. Hemos elegido que la sociedad al completo –o, mejor dicho, las próximas generaciones– subvencione esas “externalidades negativas” del sistema productivo para sostener el volumen de consumo y los puestos de trabajo de hoy.

Como consecuencia, nadie tiene ningún incentivo para no contaminar, ni para no acabar con los recursos naturales, ni para no llenar el mundo de mierda. Al contrario, sale más barato, es mucho mejor negocio.

Esta cuestión aparentemente formal es la que nos ha llevado a un callejón sin salida civilizatorio. Hoy tenemos la tecnología, las instituciones y las fuentes de energía necesarias para hacer un mundo abundante para todos. No en 50 años: en 10. Pero nos atamos las manos a la espalda porque producir más aumenta el riesgo de acabar con el equilibrio climático y con los recursos naturales.

No tendría por qué ser así. Obligar al sistema productivo a reconocer sus costes medioambientales pondría los incentivos necesarios para buscar la abundancia sin perjudicar al planeta.

Ojalá en la próxima entrevista estas sean las preguntas.