
El machismo digital en acción, ni rumores ni polémicas
Se invisibiliza el carácter sistemático de la violencia, se diluye la responsabilidad tanto de las plataformas como de los agresores y de la propia sociedad, y se deja desprotegida a la mujer que la sufre
“Creemos que es hora de que se cuente la verdad y de paso de que sus seguidores nos dejen en paz.” Era la manera que tenía Amaral, hace unos días, de pedir a Enrique Bunbury que pusiera fin a un rumor que circula desde hace casi dos décadas. En respuesta, Bunbury emitió un comunicado público desmintiendo rotundamente la especulación y lamentando el sufrimiento y los insultos que la artista ha soportado. Ya lo podría haber hecho antes, me asalta pensar, puesto que el rumor era conocido. Bunbury queda como un señor que, durante veinte años, ha ignorado su responsabilidad de acallar un señalamiento que alimentó con su silencio. Por su parte, Amaral, pidiendo lo justo, se ve expuesta otra vez al hostigamiento digital de unos pocos a los que la verdad les da igual. La situación recuerda que, para muchas mujeres visibles públicamente, hacer uso de su voz en redes sociales tiene un precio al haberse convertido estos espacios en campos de batalla para ellas donde son objeto de una violencia machista constante, profunda y sistemática.
Las redes sociales son un espacio público donde las mujeres ejercen derechos fundamentales como la libertad de expresión, de pensamiento, de participación… Derechos todos ellos políticos, es decir, que conectan directamente con su reconocimiento como sujetos plenos. Derechos que deben ser tenidos en cuenta en igualdad y sin sufrir violencia por ser quienes son, por ser mujeres. Y, sin embargo, al igual que en otros espacios públicos, las mujeres sufren aquí formas de acoso y violencia similares, es la violencia política que sufren por ser activas en esos espacios públicos. La diferencia está en lo digital dado el alcance, la viralidad y la exposición constante que permiten las redes sociales haciendo que este tipo de violencia –amenazas, desprestigio, estereotipos, mensajes abusivos– tenga un impacto mayor en su salud emocional y física. No solo afecta a su autoestima, socava su dignidad, sino que para permanecer a salvo de la agresión la alternativa es el silencio y abandonar el espacio público al que tienen derecho a pertenecer.
El entorno digital no solo reproduce la violencia machista, sino que la agrava por su capacidad de multiplicación, de permanencia en el tiempo y de impunidad. No hay duda de que es el machismo lo que está claramente en el centro de estas dinámicas: los mensajes e insultos definen los roles, legitiman comportamientos y es un nexo de unión que moviliza a grupos que actúan como una “manada” para hostigar a estas mujeres públicamente. La violencia machista digital funciona a modo de aleccionamiento sobre cómo deben comportarse las mujeres, qué pueden decir o hacer, y sobre todo qué no. Impone un modelo de mujer sumisa, en silencio, obediente, que deja espacio únicamente a los hombres, un modelo muy propio de los talibanes. Además, esta violencia tiene también un componente correctivo y sádico: se ejerce para castigar y se acompaña muchas veces de un disfrute explícito en quienes la perpetran, casi un frenesí. El anonimato y la pertenencia a una turba refuerzan esa impunidad y eliminan la culpa: diluyen la responsabilidad individual y deshumanizan a la víctima. Hay una búsqueda de reconocimiento, de pertenencia al grupo a través del daño causado.
Cuando estos ataques se etiquetan como simples “polémicas” o “críticas” en redes sociales, lo que se hace es banalizar su gravedad. Se invisibiliza el carácter sistemático de la violencia, se diluye la responsabilidad tanto de las plataformas como de los agresores y de la propia sociedad, y se deja desprotegida a la mujer que la sufre. Además, se le transfiere a la mujer toda la carga: es ella quien debe responder, defenderse, callar o desaparecer. Y haga lo que haga, será juzgada desde un marco de sospecha o culpabilidad, reproduciendo la lógica machista. Se ignora también el riesgo real que conllevan estas violencias digitales: muchas veces ese odio virtual se traduce en amenazas físicas, en acoso en el mundo offline o en daño psicológico grave. La mujer es cosificada, deshumanizada, convertida en blanco. Y eso tiene consecuencias.
Este ambiente hostil lleva a muchas mujeres —creadoras, periodistas, artistas, activistas, académicas— a autocensurarse, limitar su presencia o abandonar espacios culturales y públicos. No es solo una pérdida individual. Es una pérdida colectiva. Se erosiona la democracia, se reduce la pluralidad, se invisibilizan realidades y voces imprescindibles. Las redes sociales se convierten en una pseudo dictadura machista, donde se castiga a quien no encaja en el canon patriarcal y se premia al agresor. Estas dinámicas de acoso están, además, prácticamente incorporadas al diseño de muchas plataformas. La difusión acelerada de contenidos negativos, violentos o morbosos es parte del éxito de estas redes, que priorizan la viralidad y la interacción, sea la que sea, sobre la seguridad. No solo no frenan esta violencia: la amplifican mediante algoritmos que premian el escándalo y castigan el silencio.
La impunidad es casi total. El anonimato de muchas cuentas dificulta la identificación de los agresores, y la falta de moderación convierte estos espacios en zonas de nadie. Algunas medidas adoptadas por plataformas como Facebook, de hecho, han supuesto retrocesos en la protección de mujeres y de otros grupos especialmente vulnerables frente al odio y la violencia. Lo que está en juego no es solo el derecho de una cantante, una periodista o una activista a decir lo que piensa. Está en juego el derecho de todas a existir con libertad, también en el espacio digital. Es imprescindible una alfabetización digital con enfoque de derechos humanos y perspectiva de género, desde edades tempranas y en todos los ámbitos: educativo, familiar, comunitario. No podemos seguir aceptando que las redes sociales sean espacios hostiles para las mujeres. No pueden ser lugares sin reglas, sin responsabilidad, sin reparación. Si de las plataformas podemos esperar poco, eduquemos en la autoprotección y el respeto mutuo.