El canto de la artista Ivette Nadal a una vida con anorexia: “Para aprender a amar, antes debes aprender a comer”

El canto de la artista Ivette Nadal a una vida con anorexia: “Para aprender a amar, antes debes aprender a comer”

La poeta y cantautora publica ‘Justícia poètica’, un crudo relato autobiográfico en el que desnuda su enfermedad y la vincula no a un ideal estético, sino al duelo y la pérdida

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“Cuatro años después de que me dejara injustamente, me ingresaron con 35 kilos, y así empecé a poner nombre al abandono y al trauma”. La voz que habla es la de la poeta y cantautora Ivette Nadal (Granollers, 1988), que recuerda su entrada en un hospital a causa de la anorexia que sufría desde la adolescencia. Entonces tenía 25 años.

La frase con la que la artista cuenta su primera entrada a una clínica –luego vendrían cuatro más– está extraída del libro Justícia poètica (Pòrtic, 2025), un texto en el que, por primera vez, habla sin tapujos sobre su enfermedad y la vincula a un trauma amoroso.

“Este libro fue un encargo, para que hablara de un tipo de anorexia más desconocida, una que es más emocional y no tan basada en la apariencia física. Cuando me lo propusieron, no sabían qué había detrás, pero sin ello yo no podía hablar de mi enfermedad”, expresa Nadal en una conversación con elDiario.es.

El subtítulo de su libro es “Una historia de desgana y amor” y vincula ambas cosas porque, si bien ya desde los 9 años mostraba una inclinación a dejar de comer cuando algo la trastocaba, no cayó de pleno en las garras de la anorexia hasta años después, cuando, en plena adolescencia, sufrió una ruptura amorosa. Ella tenía 17 y su amante 39.

“No quiero culpar a nadie, pero no puedo hablar de una cosa sin la otra”, asegura. Su inapetencia no se basaba en la búsqueda obsesiva de un físico ideal, sino que estaba íntimamente ligada al amor. O a la pérdida. Cuenta que todo comenzó cuando, de pequeña, tuvo que empezar a ir al comedor del colegio. “Es un cambio para todos los niños, pero para mí supuso un descalabro”.

Nadal entendía la comida como una excusa para encontrarse alrededor de una mesa y compartir un espacio familiar, de cariño. Un lugar tranquilo, de escucha y buenas palabras. Todo lo contrario a un comedor escolar. Fue entonces cuando empezó a comer por obligación. A sus nueve años, esta poeta no se consideraba enferma todavía, pero sí que ha reconocido en ella misma, tras años de terapia, algunas predisposiciones.

En el momento de forjar la identidad, cuando te vas haciendo adulta y te sientes deseada a la vez que atraída por gente, empecé a establecer vínculos equivocados

“Me clavaba la mesa en el estómago, o aguantaba la respiración durante mucho rato mientras me miraba la barriga en el espejo durante las clases de ballet”, rememora. Ivette Nadal por aquel entonces bailaba y se empezaba a interesar por las artes que la enamoraron: la poesía y la música. Empezó a ir a sus primeros recitales, a componer sus primeros versos y a declamarlos en público. Con 14 años, comenzó a notar cómo los ojos de hombres mucho mayores se clavaban en ella.

“Era un momento de forjar la identidad, cuando te vas haciendo adulta y te sientes deseada a la vez que atraída por gente. Empecé a establecer vínculos equivocados”, explica. Nadal, que de constitución siempre ha sido delgada, comprendió que, quizás, los hombres buscaban en ella precisamente esa fragilidad, esa imagen del “cuerpo juvenil sin acabar de formar”.

Enseguida niega haber pasado por una relación “abusiva o grave”, pero en su libro sí explica cómo un hombre, teniendo ella 14 años, la sentaba en su falda y le hacía trenzas en el pelo. Y cómo otro le daba Primperan para el dolor de barriga que le entraba cada vez que se acostaban en cualquier hotel de Barcelona. “Me daba la sensación de que era mi debilidad lo que les atraía”, sostiene.

Cuando se produjo el rechazo y su amante la dejó por otra poeta más joven, poniendo fin a lo que para él fue una aventura pero para ella fue amor, empezó la vorágine. Ivette Nadal tenía entonces poco más de 17 años. Ya llevaba años comiendo menos de lo que debería y sosteniéndose en “una cuerda floja” que garantizaba que su familia no sospechara nada. La cuerda se rompió algunos meses después de la ruptura, cuando se independizó.

Allí, lejos de la mirada de los suyos, se agravó muchísimo la anorexia. “Yo no tenía la madurez para entender qué había sido esa relación. Y no digo que esa fuera la causa de mi enfermedad, pero sí considero que hay muy poca consciencia masculina cuando juegan a estos intercambios tan descompensados”, expone Nadal.


La artista Ivette Nadal, durante la entrevista por la publicación de su libro

Cinco recaídas

Nadal convivió con la enfermedad durante muchos años, pero no fue hasta sus 25, con una nueva pareja y un hijo de tres años, que llegó al límite. Pesaba 35 kilos cuando su compañero empezó a llamar desesperado a diversas clínicas para que la ingresaran. Tuvo que recurrir a un hospital privado porque los públicos estaban llenos. Para las comarcas del Vallès Oriental y Occidental, con casi 1,4 millones de habitantes, sólo hay 10 plazas. Y Nadal no consiguió una hasta cinco años después.

Un tratamiento de este tipo puede llegar a costar 3.000 euros. La poeta reconoce que el hecho de que su familia dispusiera del dinero suficiente le salvó la vida. “Llegué con una desnutrición severa. La cabeza no funcionaba bien y tenía una distorsión importante de la realidad. De hecho, recuerdo poco de ese momento”, explica. Lo que sí alcanza a rememorar es la aversión que le provocó el hospital: “El ingreso no fue voluntario. Yo pedía ayuda, pero la que me ofrecían no era la que yo quería”.

El relato que brinda Ivette Nadal sobre sus primeros días en el hospital es un viaje por la angustia y el hastío de una mujer a quien compartir espacios con psicólogas y compañeras le parecía tedioso. Que no quería hablar, que sólo quería cantar. Así que le dieron una guitarra para que pudiera expresarse a través de su música.

Si bien recuerda el reencuentro con su instrumento como un momento feliz, Nadal admite que también generó en ella un rechazo: “Yo había vinculado mi imagen artística a la debilidad y la flacura. Pensé que, si eso cambiaba, igual mi público ya no me aceptaría igual”.

En los centros privados el acompañamiento es más emocional. En cambio, en los públicos, por falta de recursos, profesionales y tiempo, están más enfocados en sacarte de un peso de riesgo y ya

Su reencuentro con la guitarra fue agridulce, pero el que tuvo con su hijo fue feliz sin matices. Después de algunas semanas ingresada, el personal del centro permitió que el pequeño fuera a merendar con ella. Él no sabía que aquello era un hospital donde su madre estaba ingresada, sino que creía que era una escuela para aprender a comer.

“Que no supiera dónde estaba me hacía sentir menos culpable, porque no quería generarle un trauma. Y, al final, sí que estaba allí para aprender a comer. Y eso es algo muy importante que quería transmitirle, porque para aprender a amar, primero debes aprender a comer”, reflexiona.

Miedo al abandono

Ivette Nadal se recuperó y salió del hospital. Pero recayó otras cuatro veces. Sólo la última de ellas pudo acceder a un hospital público y, entonces, el cambio fue drástico. “En los centros privados el acompañamiento es más emocional. En cambio, en los públicos, por falta de recursos, profesionales y tiempo, están más enfocados en sacarte de un peso de riesgo y ya”, asegura.

Ese cambio en el tratamiento fue trascendental. Desde aquella noche en que, con 25 años, ingresó por primera vez, siempre había estado acompañada por la misma psicóloga, Esther del Valle, quien escribe unas palabras en el prólogo del libro. Pero, después de aquella cuarta recaída, la profesional decidió que Ivette Nadal necesitaba un cambio y dejó de tratarla.

“Fue una buena decisión clínica, porque siempre he tenido mucho miedo del abandono y esa sacudida me vino bien. Ahí entendí que me necesito y me necesitan fuerte, que ya estaba bien, que todo tiene un límite en la vida”, rememora la poeta y cantante. Y en ese momento dijo basta y aquel ingreso fue el último, hace ahora cinco años.

Nadal rehúye hablar de curación o de superación. “No digo que no haya quien pueda superar del todo la anorexia, pero yo no doy nada por cerrado. Me he estabilizado, pero creo que siempre deberé vigilar”, asegura. Ahora, dice, se ha puesto límites, vive de otra manera y desde otra perspectiva, lejos del “egoísmo” en el que la tenía sumida la enfermedad.

Ya hace años que reaprendió a comer y, por tanto, a amar a aquellos que la rodean y que la acompañaron durante este largo trayecto. La culminación es este libro, una autobiografía que toma forma de confesión visceral en la que expone sus entrañas y las de otros. Sabe que quizás hay quien se enfadará con ella, aunque hay personajes de su vida, como sus examantes, amparados por el anonimato.

“Creo que protejo a todo el mundo, incluso a quien me ha hecho daño”, resume Ivette Nadal, que insiste en que su texto no es una “denuncia”, sino un ejercicio de sinceridad que le sirve para cerrar etapas y ayudarla a enfrentarse a la siguiente, que también estará marcada por la enfermedad.

Hace solo unos meses le diagnosticaron esclerosis múltiple, una dolencia degenerativa que la ha alejado de los escenarios pero que, paradójicamente, la ha acercado más a los suyos y a sí misma. “Me parece injusto, después de tantos años enferma. Pero he entendido que quiero vivir diferente y en eso estoy”, remacha, visiblemente dolida, aunque serena.