
Veinte años del incendio de los pinares del ducado de Medinaceli: la vida no termina, se transforma
Entre el 16 y el 20 de julio de 2005, un terrible incendio calcinó casi 13.000 hectáreas en los términos de Ablanque, Anquela del Ducado, Ciruelos del Pinar, Cobeta, Mazarete, Riba de Saelices, Santa María del Espino, Selas, Tobillos y Villarejo de Medina en la comarca del Señorío de Molina, en Guadalajara. El incendio causó también la muerte de 11 personas. Hijos y nietos de los pueblos de la zona siguen recordando lo sucedido, honrando a las personas fallecidas y reivindicando y apostando por la vida de su territorio
La Riba de Saelices: 20 años del megaincendio que obligó a cambiar la gestión forestal en España
Este sábado 23 de agosto, la XV Ruta Cicloturística (y a pie) organizada por la Coordinadora ‘Queremos Futuro’, que agrupa a representantes de ayuntamientos, pedanías, asociaciones de vecinos y otras fuerzas vivas de los pueblos afectos por el incendio de La Riba de Saelices en 2005, recorrió parte del área quemada en aquellos días de miedo y horror, durante los que las y los hijos y nietos de los pueblos de esta zona al este de Guadalajara, creyeron que esta parte de su mundo y su vida desaparecería para siempre, engullida por un torbellino incontrolable de llamas.
(Susana recordará más tarde, una vez acabada la marcha, cómo, en la tarde-noche del segundo día del incendio – el domingo 17 de julio – los vecinos de Villarejo de Medina se sentaron en las piedras areniscas del farallón de Peñalta a contemplar cómo el pinar ardía para despedirse de él, desolados y convencidos de que lo que estaban viendo era el final de un territorio que aman profundamente y al que identifican con las raíces que guardan su más íntima e intensa conexión con este planeta llamado tierra. Entonces no sabían todavía que, en las lomas justo enfrente de ellos, once personas habían perdido su vida tratando de extinguir el incendio que creían que estaba acabando definitivamente con una parte tan importante de su vida).
Más de centenar y medio de personas, muchas de ellas vestidas con prendas de color amarillo, en recuerdo del color del uniforme de los retenes forestales que trabajaron durante los cuatro días de sangre, sudor y lágrimas de 20 años atrás en la extinción del incendio, pedalearon – y caminaron – recordando a las personas muertas y reivindicando y afirmado la vida que sigue presente, aunque sea de manera fragmentaria y estacional, en estos pueblos que en invierno cuentan sus habitantes por decenas y en verano por centenares.
La Ruta de Cicloturismo como homenaje a los municipios afectados por el incendio de La Riba de Saelices de 2005 nació con el objetivo de fomentar el conocimiento de la comarca y profundizar en la convivencia y relación entre los pueblos de esta zona de Guadalajara
Este año, la marcha tenía más carga emocional que otros. No era solo por lo redondo de la cifra del aniversario – veinte años del horror –, sino porque tenía lugar en un momento en el que las pantallas de televisión, los debates radiofónicos y los editoriales de los periódicos están tomados por las imágenes de los pavorosos incendios en el noroeste de este país llamado España y las discusiones sobre sus causas y consecuencias. Imágenes, noticias y argumentos que reabren en las entrañas de los y las hijas y nietas de estos pueblos una herida que nunca se ha terminado de cerrar.
El miedo que veo en las caras de esa gente (en Galicia, Castilla y León o Extremadura) me recuerda el miedo que sentíamos nosotros Es muy triste verles tan desolados, porque les comprendemos perfectamente
(“El miedo que veo en las caras de esa gente me recuerda el miedo que sentíamos nosotros”. “Es muy triste verles tan desolados, porque les comprendemos perfectamente: Nosotros también estábamos arrasados por dentro”. “Cuando oigo que se han quemado 20.000, 30.000 hectáreas en Ourense o en León y pienso en el horror que para nosotros fue ver quemarse 13.000 hectáreas aquí… ¡¡¡Ufff!!!”. Estas y otras frases similares acompañan el pedalear, el caminar y las pausas del camino durante toda la ruta, y la emoción y conmoción que transmiten los tonos de voces y los gestos de quienes las pronuncian no dejan lugar a duda de que son profundamente sentidas).
Once rosas, como homenaje a las personas fallecidas en el incendio de La Riba de Saelices (Guadalajara) en 2005
En el Alto de la Sierra, Pedro Martínez, uno de los más activos miembros de la Coordinadora Queremos Futuro, recordaba como sucedió todo. No es que las y los hijos y nietos de estos pueblos lo hayan olvidado – en absoluto –, pero todas las comunidades necesitan sacerdotes o chamanes que transformen en palabras y relato sus recuerdos colectivos más dolorosos, para poder exorcizarlos o, al menos, asomarse juntos al abismo de su herida sin volverse locos de miedo o dolor. Él asume esa penosa tarea con una asombrosa naturalidad y una solemnidad sencilla, casi callejera, pero tremendamente efectiva.
Mientras habla, algunos paseantes dividen su atención entre sus palabras y la contemplación de la tendida loma que asciende hasta el Alto del Otero que, con sus 1.319 metros de altitud sobre el nivel del mar, es el punto más alto de la comarca. Al menos uno de esos paseantes ve la silueta de un solitario pino que se enseñorea por encima de las jaras y estepas que cubren la colina, un símbolo de lo que se perdió aquí veinte años atrás.
(Luego le corregirán y le dirán que, en realidad, esa loma nunca fue pinar y siempre fue estepa y que, de hecho, ese solitario pino puede que haya surgido como fruto de la regeneración – lenta, muy lenta, a ritmo de naturaleza y universo y no a ritmo de impaciencia humana – que experimenta el territorio que se quemó. Sin embargo, él – yo – prefiere quedarse con el símbolo en esta jornada llena de ellos.)
Pedro Martínez, miembro de la Coordinadora Queremos Futuro
Pedro Martínez cuenta cómo el incendio comenzó por una maldita imprudencia de un grupo de excursionistas a quienes se les ocurrió encender una barbacoa en un día de julio con tanto calor como viento en el merendero vecino a la Cueva de los Casares, un yacimiento de pinturas rupestres paleolíticas en el término de La Riba de Saelices. Una pavesa caída de la barbacoa prendió en la hierba agostada del merendero y, en cuestión de minutos, el fuego, aliándose con el viento y la sequedad del aire del tórrido julio castellano, se labró un meteórico camino ladera arriba sobre el que avanzaba como un monstruo feroz cuyo rugido parecía imposible de sofocar.
(Él lo recuerda bien, porque ese día patrullaba la zona como parte del dispositivo de lucha contra el fuego del Gobierno de Castilla-La Mancha y fue el primer efectivo en llegar a la zona. No había pasado ni una hora desde que la chusta saltase de la barbacoa de los imprudentes, pero ya el fuego avanzaba imparable, alimentado por un viento superior a los 40 kilómetros por hora, en dirección noreste hacia Ciruelos, Mazarete y Tobillos, que esa misma tarde serían desalojados. “Le dije al jefe del operativo que estaban ardiendo miles de hectáreas. Él me dijo que era imposible. Estaba sobrepasado. Todos lo estábamos. Tristemente, no solo era posible, sino que era verdad”).
La silueta de Pedro, vestido de reivindicativo amarillo, se recortaba nítida sobre el alto, desde que se aprecia perfectamente la cicatriz del incendio que se paró, según él – y muchos otros y otras hijas y nietas de los pueblos de la zona –, no porque los esfuerzos ingentes de los efectivos desplazados a combatirlo pudiesen domar la fuerza de las llamas, sino porque las condiciones climáticas cambiaron. Sobre todo, porque cambió la dirección del viento. Gracias a ello, los pinares no se evaporaron en la memoria. Luego, gracias a los dos benignos veranos siguientes, comenzaron a regenerarse. Como consecuencia de este incendio, se crearon incluso nuevos medios de lucha contra el fuego, como la Unidad Militar de Emergencias (UME).
Sin embargo, lo que no se ha podido crear en estos veinte años son políticas de largo plazo que eviten que incendios tan pavorosos como el de 2005 se vuelvan a producir. Tampoco se ha podido imponer un claro sentido del bien común que impida que, cada vez que las llamas veraniegas devoran miles de hectáreas, los políticos de gobiernos y oposiciones se arrojen muertos y cenizas a la cabeza. Así que, desde entonces – en realidad, desde antes de entonces – cada vez que el monte se quema, las recriminaciones, reflexiones y argumentos se repiten en un círculo vicioso que lleva a pocas partes, pero que llena minutos de televisión y radio y páginas de periódicos.
Un poco más adelante, en una loma a una decena de metros sobre la pista forestal que transitan ciclistas y caminantes, Pedro volvería a oficiar de sacerdote. Sostenía a su hija haciendo un regazo de su brazo derecho mientras en su brazo izquierdo sujetaba un ramo de enormes girasoles. A su espalda, el muro de piedra de una paridera. Delante de él, once rosas de acero adornadas con cascos, gafas y otros elementos del equipo de un bombero forestal que recuerdan a las once personas fallecidas veinte años atrás.
Una niña participa en la Ruta Cicloturista que recuerda a las víctimas del incendio de La Riba de Saelices, en Guadalajara, hace ahora 20 años
La vida y la muerte se unen como pocas veces durante la marcha en esta escena. La vida llena de alegría y esperanza de una niña de cinco años en brazos de su padre; la vida todavía presente en los girasoles – uno de los principales cultivos y pocas fuentes de riqueza de esta zona – recién cortados; la vida que emana del nutrido grupo de personas que – andando o en bici – ha llegado hasta aquí para honrar no solo la memoria de los once fallecidos, sino para afirmar su inquebrantable voluntad de mantener vivo el sentido de comunidad en estos pueblos olvidados por los despachos de la política y la economía, pueblos cuyos nombres solo se conocen cuando algún cordón umbilical de la vida une a ellos… o cuando se queman. La muerte que recuerdan – de manera redundante, porque nadie en este territorio es capaz de olvidar – las once rosas de acero y la emoción en la voz de Pedro que se quiebra y que es incapaz de reproducir los nombres de las once personas que murieron a apenas unos metros de este lugar.
(Once personas que eran sus compañeros; once personas que arriesgaron su vida cómo él la estaba arriesgando; once personas que luchaban para salvar la riqueza de una comarca que él ama profundamente: demasiadas razones para que la emoción aflore, la voz se quiebre y los nombres no salgan por el hueco empequeñecido de la garganta de Pedro. Pero aquí están los nombres y el recuerdo de sus vidas: Pedro Almansilla, Sergio Casado, Alberto Cemillán, Jesús Ángel Juberías, Manuel Manteca, Marcos Martínez, Jorge César Martínez, José Ródenas, Julio Ramos, Luis Solano y Mercedes Vives – el incendio de Guadalajara o incendio de los Pinares del Ducado, como se le conoce, sigue siendo el más mortífero de todos los sucedidos en España en este primer cuarto del siglo XXI).
Un dulzainero recuerda el incendio de La Riba de Saelices de 2005, durante la XV Ruta ‘Queremos Futuro’
Tras las breves palabras de Pedro, el sonido del silencio, del aplauso y de la dulzaina arropan los nombres no pronunciados y las vidas sacrificadas. En un promontorio más pequeño al otro lado de la pista forestal, un segundo monumento que los paseantes y ciclistas visitan después explica – tal vez y, en todo caso, de manera tentativa – el sentido de todo lo vivido. Lo mandó fabricar y trajo hasta aquí Jesús Abad, un funcionario del Ayuntamiento de Arcos de Jalón que el día del incendio conducía un camión autobomba acompañando al retén de extinción de incendios de Cogolludo y a los forestales que perecieron y que pudo sobrevivir milagrosamente gracias a que el agua que transportaba le protegió de las llamas.
El monumento parece – a primera vista – un amasijo de hierros sin sentido pero, si se mira bien, representa once árboles; una simbólica vida nueva por cada vida que, luchando contra el incendio, encontró su fin en este paraje. En su base, se lee una frase en latín: Vita Mutatur Non Tollitur. Quiere decir: “la (nuestra) vida no termina, se transforma”.
Si después de leerla se levanta la vista, se ven pequeños pinos de acículas muy, muy verdes – un verde casi iridiscente – que brotan en el valle, incluso en zonas en las que antes del incendio no había pinos. ¿Una señal de que ningún sacrificio es en vano? Los organizadores de la XV Ruta Cicloturística ‘Queremos Futuro’ y los y las hijas y nietas de estos pueblos de los antiguos pinares del Ducado de Medinaceli piensan que sí. Por eso siguen honrando a quienes murieron para defender la riqueza de este territorio. Por eso siguen apostando por mantenerlo con vida.