No hay respuestas simples a problemas complejos
Lo que nos debería importar es determinar ante los casos de emergencia que van a ir menudeando, cuál es la combinación de escala, identidad, espacio y poder que genera una mayor factibilidad y legitimidad y actuar de manera articulada y responsable
Más allá de los efectos lamentables en víctimas mortales y daños materiales de cada uno de los incendios que han asolado el país en estas últimas semanas, algunos elementos tienen un carácter más estructural y su resolución debería acometerse sin pausa en cuanto se estabilice la situación. Me refiero esencialmente a dos. Por un lado, el debate sobre competencias. Por otro lado, la necesidad de organizar a la ciudadanía para que sepa que hacer y a qué atenerse en caso de emergencias de cualquier tipo. El primero es inevitable acometerlo ya que nuestro sistema de competencias compartidas, cruzadas y ligadas no es algo pasajero. El segundo también es urgente, ya que cada vez tendremos más emergencias de diverso tipo y no nos bastará con los especialistas en atajarlas.
En momentos excepcionales, como el generado por la oleada de incendios, se nota más que nunca la disonancia entre una problemática común (los incendios y sus consecuencias, que no respetan los límites de cada administración) y la fragmentación competencial e institucional. La naturaleza del propio problema exige coordinación y cooperación intergubernamental, cada uno desde sus competencias y responsabilidades, para conseguir respuestas realmente eficaces. Estaríamos frente a lo que algunos han denominado como un problema intergubernamental complejo. Un tipo de situación ante la cual cada una de las instituciones afectadas difícilmente puede abordar el tema tratando de resolver el problema en toda su dimensión, sino más bien está obligada a gestionar sus consecuencias. Existe un contínuum en las urgencias derivadas de la crisis que genera el incendio en cualquier rincón del país, mientras, en cambio, el abordaje de la contingencia se tiene que asumir con los instrumentos y capacidades de que se disponen en cada lugar. Es decir, desde la división institucional, las diferencias de medios, el troceamiento sectorial y la presencia en el mismo territorio de otras esferas de gobierno con sus propias lógicas y competencias. Todo ello es normal y habitual en sistemas federales o cuasi federales como el nuestro. Lo que no es normal es que a los que les toca en primer lugar asumir la gestión del tema (ya que son sus competencias y responsabilidades) pretendan desviar su falta de capacidad acusando de incompetencia y de falta de colaboración a quién (la administración central) tiene una posición subsidiaria y supletoria en el asunto.
En este tema y en otros de parecida complejidad, lo mejor sería deberíamos ser superar la aproximación clásica a los temas de gobierno que acostumbra a partir del debate de las competencias y de la jerarquía entre niveles de gobierno (“esto es mío”, “esto es tuyo”, “en esto mando yo”, “¿y de esto?, ¿quién se ocupa?”), para ir experimentando y trabajando en nuevos enfoques, que partan más de trabajar y gobernar conjuntamente unas políticas que afectan a todos. Y este es un aspecto especialmente sensible cuando nos referimos al tema de las emergencias que van convirtiéndose en más frecuentes de lo que imaginábamos.
La lógica de del gobierno tiene mucho que ver con el espacio en el que ejercer el poder que pretendes tener (soberanía) y en el que tus competencias (las capacidades de acción que la norma que regula tu función de gobierno determina) sean realmente operativas. Han de mezclarse, por tanto, dos elementos que parecen hasta cierto punto contradictorios: la acción de gobierno se ejerce específicamente en un territorio y con relación a una población que se mueve en el mismo, pero esa acción de ese gobierno no impide que otros gobiernos de escala territorial distinta, puedan ejercer sus propias competencias en ese mismo enclave territorial y con relación a la misma población de referencia.
Es decir, lo importante desde el punto de vista de la problemática a resolver (en este caso el incendio) es la política que se quiere impulsar y los objetivos que ésta persigue (prevenir y atajar los incendios). Alrededor de esta política, los diferentes actores y las diversas instancias gubernamentales deberían compartir responsabilidades y funciones, y acabar configurando así capacidades colectivas de gobierno. Pero ello resulta imposible si aquellos que más directamente deberían asumir criterios de reponsabilidad, que son los presidentes de las Comunidades Autónomas, tratan de desviar la atención sobre sus propios problemas, atacando al gobierno central y situando el tema en un escenario estrictamente electoral.
Es cierto que las jerarquías organizativas (“¿quién es el responsable de este tema?”) resultan eficaces y eficientes cuando se enfrentan a problemas estables y claramente delimitados, pero sufren graves disfunciones cuando se las tienen que ver con asuntos como los incendios que incorporan muchos elementos al mismo tiempo, tanto de pasado como de presente, muy cambiantes en sus orígenes y en su evolución, que son además por definición multisectoriales, y que no reconocen límites administrativos o competenciales y que, por tanto, afectan potencialmente a cualquier esfera de gobierno. Al final lo que hace la diferencia es cuando se une capacidad de intervención conjunta y un fuerte conocimiento de las especificidades territoriales. Pero si aquellos que deberían asumir en primera línea sus responsabilidades de gobierno solo pretenden ocupar espacios de poder, pero no ejercer sus competencias, la cosa se complica.
Por otro lado, la experiencia en distintas partes del mundo muestra lo importante que es generar lógicas de acción colectiva que permitan que la población disponga de aprendizajes previos sobre cómo actuar en caso de emergencia. Ello exige procesos de educación y sensibilización, implementando programas de educación sobre riesgos climáticos y medidas de adaptación, de manera que se pueda ir fomentando la participación comunitaria en la planificación y gestión de riesgos. En este sentido las directrices del llamado Marco de Sendai resultan pertinentes, pero también fomentar el intercambio entre territorios sobre el tema, de manera que permitan valorar la consideración de las especificidades locales. El fortalecimiento de las capacidades ciudadanas resulta clave para evitar o disminuir drásticamente las pérdidas humanas.
Al final, más allá del espectáculo lamentable de estos días en que se ha combinado incapacidad técnica, estrategias de confusión y camuflaje, combinación de excusas y ataques al adversario para escurrir el bulto, lo que nos debería importar es determinar ante los casos de emergencia que van a ir menudeando, cuál es la combinación de escala, identidad, espacio y poder que genera una mayor factibilidad y legitimidad y actuar de manera articulada y responsable. La cuestión es cómo gestionar episodios excepcionales como el planteado por los incendios ahora, pero antes por el apagón o el COVID desde la imprescindible eficacia y rapidez de respuesta, y al mismo tiempo, respondiendo a las exigencias de equidad, representatividad y capacidad de protección que se exige hoy a un conjunto de esferas de gobierno que no quieran limitarse a ser retóricamente democráticas.