
¿Solo el pueblo salva al pueblo?
Frente a quienes quieren reducirnos a individuos aislados en la intemperie del mercado, necesitamos más organización, más lucha y más Estado social. Lo que nos salva no es la caridad improvisada ni la autoorganización heroica en mitad del desastre, sino la fuerza colectiva capaz de obligar al Estado a cumplir su función social
Negacionismo, bulos y descrédito institucional: la extrema derecha creció con la dana y exprime los incendios
Los últimos desastres climáticos en España —la dana que golpeó Valencia en otoño pasado y los incendios que hoy arrasan los montes de la península— revelan algo más que la huella del cambio climático. En ambos episodios se ha expresado también cierta sensación de desamparo de la ciudadanía ante fenómenos que les desbordaban en magnitud e intensidad. En algunos casos, en un intento de mitigar las peores consecuencias, se ha recurrido a la acción individual y a la autoorganización colectiva al margen de las autoridades y, por tanto, del Estado. A veces incluso de forma imprudente, asumiendo tareas que sólo profesionales deberían acometer debido a los riesgos que implican.
Una de las consignas que resume tal actitud es el lema «sólo el pueblo salva al pueblo» que hemos escuchado especialmente allí donde los medios del Estado no han llegado a tiempo. Se trata de una proposición problemática, aunque seductora para un sector de la izquierda. Su atractivo radica en que evoca el repertorio clásico de consignas del movimiento obrero, en particular la reivindicación de la autoorganización. Resuena, además, en un contexto en el que muchos sienten que las instituciones, en ocasiones carcomidas por la negligencia e incluso la corrupción, les dan la espalda. Pero ¿es la autoorganización una respuesta suficiente para afrontar los retos presentes y, en particular, las catástrofes ecológicas?
Conviene recordar que el movimiento obrero europeo defendía la autoorganización no solo como principio abstracto de emancipación frente a la sociedad capitalista, sino, sobre todo, como mecanismo práctico de autoprotección colectiva. Su principal razón de ser residía en que durante la primera etapa de las sociedades industriales no existían aún los mecanismos estatales de protección social que hoy asociamos al Estado del bienestar. En Europa las primeras reformas significativas—seguros de enfermedad, accidentes laborales o vejez— llegaron a Alemania a finales del siglo XIX. Su promotor, Otto von Bismarck, no actuó por altruismo: buscaba contener el empuje del movimiento obrero, encarnado entonces por un SPD que contaba con centenares de miles de militantes y que llegó a ser ilegalizado entre 1878 y 1890 por el propio canciller.
Hasta la llegada de aquellas reformas, los trabajadores estaban completamente desamparados en toda Europa. No eran incendios o inundaciones, sino la miseria absoluta lo que amenazaba con destruir sus vidas. Quienes habían sido arrojados a la incertidumbre del mercado laboral dependían únicamente de su fuerza de trabajo para sobrevivir, y que esta se quebrara por enfermedad, accidente o vejez equivalía, casi siempre, a una condena de muerte. En los países más industrializados, decenas de miles de obreros se concentraban en entornos fabriles, aunque insalubres y contaminados, lo que facilitaba la organización. Una de sus primeras medidas fue levantar redes comunitarias de apoyo mutuo, auténticas instituciones de solidaridad al margen del Estado. Estas convivían con otras estructuras ligadas a los partidos, como clubes, ateneos, bares o gimnasios, que contribuían a la socialización de los militantes y a la construcción de un horizonte alternativo al Estado capitalista.
En aquella “ley de la selva” del naciente capitalismo industrial, imaginar y construir otra sociedad sobre nuevas bases era una necesidad práctica. Ayudarse unos a otros, especialmente en contextos conflictivos como las huelgas, era fundamental no sólo para sobrevivir a las duras jornadas laborales sino también para empujar hacia una sociedad más justa. Ayudaba a ello la convicción marxista de que la historia caminaba a favor de la clase trabajadora. Con todo, «el pueblo» no fue nunca una categoría marxista —el sujeto revolucionario era la clase obrera, en especial la industrial—, pero la idea de fondo coincidía: había que construir instituciones propias frente a un Estado que funcionaba como comité de administración del gran capital. En efecto, no había mucho que esperar de un Estado que, cuando intervenía lo hacía básicamente para prohibir el sindicalismo y reprimir las protestas.
Sin embargo, la presión del movimiento obrero terminó obligando al Estado a “inclinarse hacia la izquierda”. Para contener a las masas y evitar una revolución, la burguesía tuvo que ceder terreno y aceptar reformas y, gracias a esas conquistas, la clase trabajadora empezó a disponer de mínimos colchones de seguridad. La notable expansión del Estado del bienestar tras la Segunda Guerra Mundial no se entiende sin esa fuerza previa del movimiento obrero organizado (y sin la amenaza ideológica de una de sus cristalizaciones geopolíticas: la Unión Soviética).
En ese nuevo escenario, el Estado dejó de ser visto como mero instrumento de la burguesía y pasó a parecerse más a la definición de Poulantzas: una condensación de correlaciones de fuerza, es decir, el resultado de la lucha de clases. Los mecanismos de solidaridad obrera perdieron parte de su sentido histórico, pues ahora el Estado ofrecía instrumentos más sólidos y duraderos —consagrados en leyes y constituciones— para defender a la clase obrera de la arbitrariedad del mercado. Los sindicatos y otras instituciones de autoorganización siguieron existiendo, pero ahora bajo una nueva relación con el Estado. De hecho, fue la permanente fortaleza del movimiento obrero organizado lo que facilitó el desarrollo y despliegue progresivo del Estado del bienestar. La ironía, ya mencionada, es que esas herramientas fueron arrancadas a la burguesía a regañadientes, bajo el miedo a la revolución.
Hasta cierto punto, la burguesía consiguió su objetivo y el movimiento obrero organizado, al institucionalizarse en el seno del Estado, se pacificó y aceptó una senda reformista. Pero ello fue posible porque el Estado social efectivamente se convirtió en una barrera frente al poder arbitrario de los más fuertes. No es casual que los ideólogos neoliberales fueran sus mayores detractores: defendieron un “Estado mínimo” que ni siquiera se había visto en Adam Smith, quien a finales del siglo XVIII ya defendía la necesidad de un sistema público de educación. Hoy, tras el desgaste del neoliberalismo, sus herederos más extremos —“libertarios” (concepto absolutamente equívoco) y anarcocapitalistas— insisten en vaciar al Estado de su función social. El clima de desafección y descrédito político les ha abierto un terreno fértil para propagar un discurso que convierte los derechos en privilegios y la financiación pública en expolio. Esa es la coyuntura realmente existente en la actualidad.
El contexto histórico importa: desde su origen, el Estado ha sido un campo en disputa. Unos quieren reducirlo a simple garante de la seguridad, la guerra y el derecho mercantil; otros aspiramos a que sea el instrumento que haga posible la libertad positiva, la vida digna y el “derecho a existir” republicano. Contradictorio como la propia sociedad de clases, el Estado sirve tanto para socializar pérdidas —como en la crisis financiera de 2008— como para garantizar que la ciudadanía pueda estudiar, recibir atención sanitaria o acceder a una pensión. Lo que sucede finalmente depende de una batalla política; una batalla que se saldará con una derrota si la izquierda y la clase trabajadora no comparece. Por eso creo que es una derrota cuando los sectores populares abrazan consignas anti-Estado, aunque sea en el curso de un acontecimiento-shock, pues están contribuyendo a reforzar el discurso y marco ultraliberal. La autoorganización no debería plantearse como un opuesto al Estado, sino como su complementario.
Que el Estado no cumpla con nuestras expectativas no es razón para abandonarlo, sino para seguir disputándolo políticamente. Como advierte Luigi Ferrajoli, los “poderes salvajes” del capital global son hoy más fuertes que nunca, y ellos son los principales interesados en debilitar la función social del Estado. También «el pueblo» es una categoría contradictoria, pero la autoorganización espontánea jamás bastará para enfrentarse a esos poderes que nos quieren desunidos y desprotegidos, y mucho menos para abordar la crisis climática y sus consecuencias. Lo que históricamente ha salvado vidas y derechos es la lucha organizada, cristalizada en la función social del Estado. Si esta función está en riesgo —y ciertamente lo está—, conviene defenderla con más firmeza, no abandonarla.
El dilema en este caso no es entre pueblo o Estado, sino entre poderes salvajes o derechos conquistados. Frente a quienes quieren reducirnos a individuos aislados en la intemperie del mercado, necesitamos más organización, más lucha y más Estado social. Lo que nos salva no es la caridad improvisada ni la autoorganización heroica en mitad del desastre, sino la fuerza colectiva capaz de obligar al Estado a cumplir su función social. Sólo así el pueblo se salva realmente: luchando para que el Estado esté de su lado, y no del de los poderosos. El Estado seguirá interviniendo en la economía y la sociedad, como ha hecho desde el surgimiento del capitalismo, pero está por ver en qué sentido fundamental lo hará durante las próximas décadas.