
El pastoreo y los montes limpios no son la solución a los incendios forestales
La idea de que el pastoreo de ganado puede prevenir incendios forestales es un mito persistente, pero los datos y estudios existentes muestran que su eficacia es limitada, contextual y totalmente insuficiente para abordar la magnitud del problema.
Diversos estudios han cuantificado la reducción de la biomasa vegetal en montes y pastizales de montaña debido al pastoreo de rumiantes como cabras, ovejas y vacas. En ese sentido, es claro que la exclusión de ganado en pastizales de montaña suele llevar a un aumento significativo de la biomasa aérea. Por otro lado, el pastoreo ha demostrado reducir y controlar la acumulación de biomasa en los Andes, los Alpes, la meseta tibetana y zonas mediterráneas.
En bosques de abedul de montaña en Noruega, el pastoreo de renos redujo la biomasa total en un 33% en áreas abiertas, y un 49% para las especies preferidas. En praderas alpinas de China, la biomasa aérea total disminuyó hasta un 84,8% en zonas con mayor presión de pastoreo. La reducción puede variar desde aproximadamente un 33% hasta más del 80%, dependiendo de la intensidad del pastoreo, el tipo de animal y las características del ecosistema.
Lo que ocurre es que, aunque los datos anteriores no ofrecen mucho margen de error, surgen dos preguntas clave, cuya respuesta es bastante menos pacífica. La primera es si esa reducción de biomasa vegetal se traduce en una efectiva disminución del número de incendios y su severidad. La segunda es si reducir la biomasa vegetal, por su presunto beneficio en la prevención de incendios, no podría ocasionar perjuicios mayores en los ecosistemas de los que se pretende evitar.
Respecto a la primera pregunta, no se han encontrado estudios con datos reales y porcentajes concretos que relacionen directamente la reducción de biomasa por pastoreo con una disminución cuantificable en el número de incendios a gran escala. La mayoría de los datos provienen de simulaciones o experimentos controlados, como los llevados a cabo en zonas de Cerdeña, Doñana, Galicia y Portugal, en los cuales, aunque se pudo medir la reducción de biomasa por el pastoreo, no se observó evidencia de que esto se tradujera en una disminución real en la frecuencia de incendios.
En estos casos, el efecto del pastoreo se limita principalmente a modificar el comportamiento del fuego, afectando parámetros como la altura de la llama y la velocidad de propagación, pero sin impactar de manera estadísticamente significativa en la frecuencia de ignición.
La segunda pregunta, relativa a la presunta utilidad de limpiar los montes reduciendo biomasa vegetal, requiere evaluar cuidadosamente las ventajas e inconvenientes de dicha estrategia. Cada verano, con la llegada de los incendios forestales, reaparece la consigna mágica: “hay que mantener limpios los montes”. La frase suena de sentido común, pero esconde una visión profundamente equivocada de lo que es un monte y de cómo funciona.
¿Qué significa realmente “limpiar” un monte? Para algunos, se trata de desbrozar el matorral, cortar la maleza, abrir pasillos, retirar ramas y dejar el terreno despejado como un parque urbano. Bajo esa lógica, el matorral sería “suciedad”, un obstáculo que conviene erradicar. Pero ahí comienza el disparate: la maleza y el matorral no son basura forestal, sino ecosistemas completos. Albergan flora y fauna, protegen el suelo contra la erosión, mantienen la humedad y forman parte esencial del ciclo natural. Eliminarla en nombre de la prevención constituye un despropósito ecológico.
Si lleváramos esa teoría hasta el extremo, la solución “perfecta” sería pavimentar los montes y poner cada árbol en una jardinera. Total, así no arde nada. Esta caricatura refleja bien la trampa: se nos invita a ver la naturaleza con la mentalidad de ciudad, como si un monte debiera ser un jardín municipal.
La realidad es más compleja. Un bosque sano no se mide por su limpieza, sino por la vitalidad y diversidad que alberga. El monte mediterráneo nunca fue un jardín pulcro: encinas, pinos, matorral, pastos y cultivos formaban un mosaico dinámico que cambiaba con el tiempo y el clima. Esa variedad era su defensa natural. Lo que lo hace vulnerable no es el matorral, sino la uniformidad de especies y plantas. Es la falta de diversidad lo que hace que el paisaje se vuelva frágil y mucho más susceptible al fuego.
La biomasa vegetal cumple funciones ecológicas fundamentales que van mucho más allá de afectar al riesgo de incendios. Mantener una alta biomasa en los ecosistemas aporta beneficios como la retención de carbono, clave para mitigar el cambio climático, la mejora de la calidad del agua mediante filtración y reducción de la escorrentía, la remoción de contaminantes atmosféricos como ozono, dióxido de nitrógeno y partículas, y el aumento de la fertilidad y estabilidad del suelo gracias a la acumulación de materia orgánica y la promoción de la biodiversidad microbiana. Además, la biomasa vegetal sostiene la biodiversidad de plantas, animales y microorganismos, y contribuye a la estabilidad y resiliencia de los ecosistemas frente a perturbaciones ambientales.
Por tanto, aunque la reducción de biomasa pueda modificar el comportamiento del fuego, nunca lo evita completamente. Debe evaluarse cuidadosamente, considerando los múltiples beneficios ecológicos que aporta y el evidente impacto negativo de su eliminación.
En mi opinión, analizando las ventajas e inconvenientes enumeradas, es preferible incrementar la inversión en medios materiales y humanos para controlar y sofocar los incendios una vez producidos, y renunciar a una prevención basada en eliminar la escasa vegetación que queda en nuestros montes. Mutilar el monte para prevenir un presunto riesgo menor es tan disparatado como amputarse una pierna para evitar un esguince.
En todo caso, existen otras formas de prevención que probablemente tengan un impacto mucho mayor, si consideramos que en España aproximadamente el 81% de los incendios forestales tienen origen humano, ya sea intencionado o por negligencia. De estos, cerca del 54% son intencionados.
La investigación científica actual está revelando una perspectiva más compleja sobre la fatalidad de los incendios. Bajo condiciones específicas, los incendios pueden ser herramientas naturales fundamentales para mantener e incluso incrementar la biodiversidad y la salud de los ecosistemas, generando un mosaico de hábitats únicos y diversos. Esta heterogeneidad es crucial porque los hábitats más variados favorecen la coexistencia de un mayor número de especies animales y vegetales.
Los incendios crean diferentes microambientes con distintos grados de perturbación, exposición solar, disponibilidad de nutrientes y estructuras de vegetación, lo que permite que especies con distintos requerimientos ecológicos coexistan, aumentando la riqueza biológica del ecosistema.
Entiendo que los incendios representan un daño inmediato para la vida humana y la economía, pero desde una perspectiva ecológica pueden desempeñar un papel fundamental en la regeneración y el mantenimiento de la biodiversidad, contribuyendo a largo plazo a la resiliencia de los ecosistemas. Sin embargo, en este debate casi siempre se olvidan los principales damnificados: los miles de animales silvestres que en cada incendio pierden su hogar y, con demasiada frecuencia, también la vida, así como los explotados y confinados. No hablamos de recursos económicos, sino de seres sintientes cuyo derecho a existir y a vivir con dignidad debería reconocerse con el mismo valor que concedemos a la vida humana al hablar de la protección de los ecosistemas.