
La infancia siempre es infancia (venga de donde venga)
Las palabras importan. Cuando hablamos de infancia no deberíamos distinguir —ni en letra ni en espíritu— entre quién nace aquí o allá, ni usar términos que rebajan la dignidad de niñas y niños extranjeros. La infancia no debe relativizarse según fronteras: sigue siendo infancia y, por tanto, merece cuidado, escucha y respeto sin excepción
Hay algo profundamente revelador en la forma en que nombramos las realidades. Las palabras nunca son inocentes: pueden abrir mundos de dignidad o reforzar prejuicios y jerarquías. Cuando hablamos de la(s) infancia(s) y la(s) adolescencia(s) desde un lenguaje adultocentrista, reduciéndoles a “menores” o clasificándoles como “problemáticos”, no solo estamos etiquetando, estamos condicionando la manera en que la sociedad los percibe, los atiende o los excluye. Las palabras importan, por eso cuando hablamos de niñas, niños y adolescentes no deberíamos distinguir entre quién nace aquí o allá, ni usar términos que rebajan su dignidad por ser extranjeros. Las infancias no deben ser relativizadas según fronteras: sigue siendo niñas, niños o adolescentes, y, por tanto, merece cuidado, escucha y respeto sin excepción.
El lenguaje no es neutro: sostiene estructuras de poder y nos define en cómo nos posicionamos. También existe el lenguaje inclusivo con perspectiva de infancia. No es casual que el lenguaje inclusivo sea caricaturizado o prohibido en tiempos donde reconocer diversidad en las palabras significa reconocer sujetos de derecho en la vida real. Nombrar es crear realidad. Por eso, cuando se habla de “menas” se oculta lo esencial: que son niños, son niñas y son adolescentes. Se impone un acrónimo frío que borra sus nombres, sus historias, sus rostros. Y esa deshumanización permite lo que de otro modo resultaría insoportable: discutir en términos de “cargas”, de “cupos”, de “problemas”, en lugar de reconocer vidas concretas que necesitan cuidado. Invisibilizar a la infancia migrante con etiquetas burocráticas es el primer paso para justificar su exclusión. Nombrar es crear realidad.
Estos días, esa infancia migrante que llega sin adultos está siendo puesta a prueba. Canarias, Ceuta, Melilla y Baleares superan con creces sus capacidades. El Gobierno ha aprobado un decreto que fija una ratio y un fondo para financiar los primeros meses. No es la primera vez que se plantea esta metodología, sí la primera vez que pasa de la voluntariedad a la obligación, canalizando lo que ya son deberes de las comunidades autónomas en materia de protección. Sin embargo, el PP, que gobierna muchas de ellas, ha bloqueado el reparto y anuncia recursos judiciales. El contraste es evidente: de un lado, la urgencia de proteger a niñas y niños que llegan solos y en condiciones extremas; del otro, la disputa partidista que los convierte en moneda de cambio política. En medio, niñas, niños, adolescentes, pero también personas adultas y organizaciones comprometidas con sus derechos que no entienden de porcentajes sino de necesidades básicas: un lugar seguro donde dormir, formarse y crecer.
El problema no son estos chicos y chicas, sino las y los adultos que los clasifican y juzgan con desconfianza por su origen o el color de su piel, que les asigna culpas que no les corresponden. Prohens, Ayuso, Mazón o Núñez Feijóo no discuten la acogida de un niño rubio llegado de otro país europeo, pero sí la de adolescentes marroquíes, subsaharianos o argelinos, convertidos en el imaginario en “potenciales delincuentes”. Esa mirada no es inocente: responde a discursos políticos que activan miedos y reavivan prejuicios. Un discurso al que se ha sumado el PP de forma sibilina aparentando mayor respeto a los derechos de la infancia migrante en palabras de lo que reflejan sus decisiones y pactos en las CCCA correspondientes.
El debate sobre la reubicación de la infancia migrante que llega no acompañada a España está plagado de trampas racistas, clasistas, machistas y también adultocentristas (en su versión autoritaria y también paternalista). Se habla de estas chicas y chicos como si fueran “problemas a resolver” o “paquetes a repartir”, se discute sobre plazas, recursos, fondos, falta de profesionales y competencias sin detenerse en lo esencial: su interés superior. Y ese interés superior –que no es retórica, sino principio jurídico de obligado cumplimiento– exige individualizar cada caso, conocer la historia detrás de cada una de estas personas menores de edad, garantizar que toda decisión que se tome se hace pensando en su bienestar y en su desarrollo, y buscando soluciones duraderas que no sea “quitárnoslos” de encima cuanto antes y cómo sea.
Conviene recordar algo obvio: estas niñas y niños también son nuestra responsabilidad porque la infancia siempre es infancia. No es “menos infancia” por llegar en patera, no hablar castellano, ser racializada o musulmana. Aceptar lo contrario nos devuelve a épocas en que los pobres eran encerrados en inclusas o estigmatizados como “vagos y maleantes”. La forma en que tratamos a la infancia migrante proyecta hasta donde estamos dispuestas a llegar como sociedad en el cómo tratamos –y trataremos– a todas las personas que forman parte de grupos sociales que han sido históricamente perseguidos, menospreciados y violentados por lo defensores, en nuestro país, de la supremacía nacional católica blanca.
Frente a quienes plantean este debate del mal llamado “reparto de menores” en clave de seguridad nacional, conviene recordar que la verdadera seguridad es la seguridad humana: la de quienes necesitan techo, cuidados, formación, oportunidades y afecto, especialmente siendo niñas, niños y adolescentes. Lo contrario –convertir a la infancia migrante en disputa partidista, en enemigo simbólico o en problema social– erosiona la convivencia, alimenta la intolerancia y legitima violencias que nunca deberían tener espacio en nuestras calles ni en nuestras instituciones. Quienes temen tener cerca un piso o un centro de acogida no deberían reclamar que no se abra, sino que se abra bien: con recursos suficientes, con profesionales capacitados que los hay, con entidades responsables que no busquen negocio fácil y con proyectos comunitarios que faciliten el encuentro. El problema no son los chicos y chicas extranjeros que llegan, sino que en las prioridades del PP no están las personas y les da igual una gestión precaria de los servicios y el dinero público.
Atender y cuidar de las infancias —todas las infancias— no es caridad: es una obligación jurídica, un deber ético y un compromiso democrático. La verdad más simple sigue siendo la más poderosa: la infancia siempre es infancia, venga de donde venga. Si hoy no comprendemos la necesidad de respetar la dignidad e integridad de quienes llegan a nuestras costas, mañana estaremos legitimando que se degrade a cualquiera. ¿O acaso crees que estás a salvo del fascismo? No es solo una cuestión de leyes. La batalla es cultural. Cuando dejamos de ver a un niño, a una niña, a un adolescente como lo que son y solo vemos a un “mena”, hemos caído en la trampa de la deshumanización. La intolerancia empieza ahí, en la no escucha. El desafío está en nosotras y nosotros, en las personas adultas. O aprendemos a escuchar, reconocer y acompañar al diferente, o estaremos condenando a generaciones enteras a crecer entre la indiferencia y la violencia.